Tocar y jugar de a dos, es el imperativo musical- categórico que se trazaron Diego y Nahuel –padre e hijo Serna- para bautizar el dúo con un nombre acorde a ello: Stereolúdico. “Lo propuso mi hijo durante la pandemia, como respuesta al encierro”, desliza Diego, el padre. Tocar y jugar es lo que hicieron días atrás en un emotivo show en el Bar de Fondo Cultural. Pero también se trata de dialogar, improvisar, divertir, emocionar. “Tocar juntos es algo maravilloso, intenso, sutil, transparente y poderoso, porque el tema transgeneracional es estimulante para ambos”, describe Diego, sin bemoles ni límites adjetivales.
Asistir al bar de Villa Crespo fue encontrarse con tales verbos mediante un importante puñado de canciones de Serna padre, por supuesto atravesadas por el tamiz del dúo. “Cada sonido, una ofrenda… Está bueno encontrarnos en ese abrazo”, se entusiasma el guitarrista, cantante y compositor -seguidor de la asociación budista Soka Gakkai, además-, que confiesa no parar de componer desde hace un año. “Creo que, más allá de atravesar graves problemas, la pandemia reencendió los motores creativos, tomando conciencia de la finitud y buscando resurgir cual loto en el barro”.
Fruto del frenesí creativo, Serna asegura tener material acumulado como para grabar tres discos, aunque ve difícil que el proyecto se concrete “a menos que surjan una serie de mecenas encadenados”, se ríe. “Por eso, el hecho de volver a tocar en vivo fue fundamental. Sobre todo, luego de un tiempo en donde vimos lo peor y lo mejor del ser humano en continuado, y de haber presenciado la vileza y la veneración por la mentira alentada a través de los medios hegemónicos. La verdad es que veo cada recital como una declaración de guerra a la nada, un compromiso de vuelo hacia mundos nuevos que hay que descubrir”.
Para eso están sus canciones, claro. Piezas inéditas como “Fotos restantes”, “Campos magnéticos” y “Refugio del futuro”, u otras –caso “Sembrar la luz”, “Monte adentro”- que pueblan el disco Ventanas-, y “Sureño” y “Memoria de luz”, ambas de Otra orilla, su debut discográfico. Todas horneadas en un miniestudio casero, a fuerza de ensamblar palabras y música; o historias de suburbios y guitarras; o voces y máquinas de ritmo; o lo suyo y lo de su hijo, un novel baterista de 17 años, formado por Daniel “Pipi” Piazzolla. “La zamba cósmica, la chacarera lejana, la guitarra criolla procesada, el río y su decir, las injusticias atragantadas, y las canciones nuevas... digo, en esta época tan oscura me siento feliz de poder generar un lenguaje de libertad, de búsqueda, de compromiso con lo humano”, detalla el versátil Serna, ante un nuevo vuelo cósmico por las cuerdas de su guitarra. Y ahora también, por los patterns de un hijo que promete.