Después de décadas de represión, persecución y proscripción, el movimiento popular se adecuó a las reglas de juego de la democracia mientras que la derecha neoliberal, que fue cómplice de las dictaduras y única jugadora en las falsas democracias tuteladas, sólo cambió de herramientas para el control: antes usaban a los militares, ahora la violencia verbal, el espionaje y la hegemonía mediática, además del poder económico.
En ambos casos, la consecuencia es una sociedad violenta en todos los aspectos: en las relaciones interpersonales, en la calle, en la represión y, al final, en el inevitable estallido de la violencia política. El camino que han tomado engendra violencia. Nunca Néstor Kirchner, Cristina o el mismo Alberto Fernández, han tirado el micrófono de un movilero como hizo Mauricio Macri en Dolores.
Desde que asumió este gobierno, dos unidades básicas fueron atacadas con bombas incendiarias, una en Avellaneda y la otra en Bahía Blanca. Incendiaron un rancho en Neuquén y denunciaron la existencia de una guerrilla mapuche, pero de las unidades básicas incendiadas no dicen nada y encima acusan de violentos a los peronistas.
En los actos del movimiento popular no han sido agredidos o violentados los periodistas que trabajan para las corporaciones mediáticas macristas, las que después los describirán como planeros y vagos sin dignidad. Pero en los actos de la alianza conservadora, golpearon y arrojaron piedras a los periodistas que no están alineados con las corporaciones hegemónicas.
Aunque parezca subjetivo no lo es: los manifestantes en los actos macristas están enojados y agresivos. En cambio, en las manifestaciones populares hay más un clima de alegría. No es subjetiva, sino muy objetiva esa descripción y la explicación es sencilla: Los manifestantes macristas son convocados a luchar contra vagos y corruptos que les roban y que viven a su costilla. En cambio, los manifestantes populares marchan para apoyar un proyecto de país que los incluye. No hay violencia.
En las marchas macristas se han visto pancartas con horcas, dibujos de personas ahorcadas y ataúdes con los nombres de los adversarios políticos. Hay un concepto de democracia y de odio a las disidencias que es consecuencia del clima cultural que generan los medios macristas. No pueden explicar con argumentos racionales que no están de acuerdo con el gobierno. Por la lógica de esas propuestas mediáticas, necesitan forzar al máximo la información y mostrar a los adversarios como delincuentes, subversivos o peligrosos para la sociedad.
El presupuesto que más creció durante la gestión macrista fue el de la represión. Patricia Bullrich estuvo relacionada con esas compras, algunas de ellas, al estado de Israel. El espionaje como mecanismo de control social fue aplicado en forma sistemática. Hay varias causas abiertas en la justicia. Durante el macrismo se espió a los familiares de los tripulantes del ARA San Juan, a dirigentes políticos opositores, entre ellos a Cristina Kirchner, y se espió hasta los posibles competidores de Macri en la interna del PRO. Y el espionaje está comprobado, no son sospechas, lo que están investigando es hasta qué nivel de la gestión macrista llega la responsabilidad por ese mecanismo delincuencial de poder.
La violencia verbal como la de Patricia Bullrich, en este caso contra Cristina Kirchner, forma parte del esquema de represión y control. Como se trata de una dirigente con innegable peso popular, la intención es difamarla o despreciarla cada vez que hablen de ella. Y ponen en funcionamiento toda la maquinaria mediática.
No se trata de que la sociedad acepte que la expresidenta sea cobarde --porque ha demostrado mucho más valor que Bullrich--, basta con que el público se acostumbre a que cada vez que se pronuncie su nombre, se la insulte o descalifique, porque así la convierten en un personaje de casta inferior, despreciable, que puede ser maltratado, alguien que no merece respeto.
En ese mundo de privilegios, de represión y espionaje, al que aspiran Patricia Bullrich o Macri, un dirigente popular tiene que resignarse a ser vigilado, espiado, difamado e insultado (hasta encarcelado, como Milagro Sala) porque la popularidad es el factor más peligroso para esa falsa democracia que pregonan. Es una máquina que engendra violencia.