Hace unos años, Unidas Podemos, en España, decía “casta o pueblo”. Era una vereda antagónica, una manera de sintetizar lo que se dirimía en ese país, a través de la confrontación que había comenzado en las calles, luego trepó a la organización política, llegó al gobierno, y cuya reacción terminó siendo el pavor de Vox.
Se entendía perfectamente, era la casta del piso de arriba, el del balcón terraza donde se hacías los bailes de disfraces. La casta se expresaba en los sedimentos de todos los poderes: ricos de una u otra laya, por un lado, y todos los demás, los de todos los pisos de arriba para abajo, pujando por subir.
Esa figura aplica a muchos otros países en los que el poder real se mantiene a resguardo para el 1 por ciento mediante fórceps simbólicos que tienen tanto peso como si fueran los barrotes de una celda.
Ahora Milei dice que ya no considera a Macri “de la casta”, porque él, Milei, propone una “lucha contra la casta”, como si él fuera un repositor de supermercado, un chofer de colectivo o una maestra rural. La tergiversación del lenguaje de la extrema derecha incluye una impugnación por adelantado de lo que pueda reprochársele, porque caracteriza a su enemigo político con sus propios atributos. Se autodefine atacando.
En cualquier país en el que de verdad se llevan adelante luchas contra la casta, y eso incluye hasta a Estados Unidos, ése es el indicador, el único, que señala su verosimilitud: que personas comunes y corrientes que hacían trabajos poco calificados, organizados políticamente, comiencen a acercarse lentamente, desde las orillas del poder a su centro. Porque efectivamente el centro del poder, o su cima, permanece capturado por la casta, siempre reducida a su mínima expresión, gracias a un sistema de dominación subjetiva que logra que cada casta, empezando por las inferiores, peleen entre sí por no ocupar el último lugar.
En su último libro, la ganadora del Pulitzer Isabel Wilkerson hace una profunda descripción de ese sistema. En Casta, el origen de lo que nos divide, Wilkerson primero hace ver a las castas al modo norteamericano: ya no es la caverna, es el rascacielos, la torre, la estructura dividida en pisos que van desde los subsuelos a los pisos superiores, donde están las terrazas, las vistas, el tiempo gozosamente vivido.
Todo va empeorando a medida que se baja. Pero el reaseguro del sistema, explica Wilkerson, está en sótano, “entre los defectos de los cimientos y las grietas en los muros de piedra”. Si hay algún intento por parte de quienes han sido relegados allí de comenzar a ascender, el sistema chilla y comienza a funcionar el mecanismo previsto: se encienden alarmas y el edificio completo percibe la amenaza. “El sistema de castas puede incitar a los moradores inferiores a enfrentarse entre sí en un sótano inundado, creando la ilusión e incluso el pánico de que su única competencia son los demás”.
La trama subjetiva y social que permite el sistema de vigilancia, para que por ahí abajo nadie saque la cabeza, comienza con la asimilación de algunos atributos de las castas superiores como señal de esas “diferencias” regadas desde la cima: en el sistema de castas norteamericano, dice Wilkerson, la piel negra mestizada es un signo muchas veces tomado como de superioridad sobre los negros oscuros. Es hasta revulsivo pensar que ese atributo, la piel negra aclarada, proviene históricamente de violaciones masivas por parte de patrones blancos a esclavas negras: el sistema convierte el rastro de su propia violencia en una ventaja para quienes descienden de ese acto por la fuerza.
El antropólogo J. Lorand Matory escribió: “Los estigmatizados crean sus jerarquías, porque nadie quiere ocupar el último lugar”. Con el paso de los años y las generaciones, los miembros de las castas más bajas “aprenden a clasificarse a sí mismos por su proximidad a los rasgos aleatorios asociados a la casta dominante”. ¿Suena aquí la metáfora de ver a alguien “rubio y de ojos celestes” como sinónimo de verlo atractivo, fascinante y carismático?
Wilkerson explica que esa específica herramienta de casta es conocida como “colorismo”, y se explica a sí misma en un país de blancos colonizadores, indios colonizados y negros esclavizados. Para eso, el sistema da privilegios, materiales y simbólicos, a los miembros inferiores, sobre todo a las mujeres, cuya piel decolorada y sus rasgos suavizados son premiados escalando al rango de posible “belleza”.
Durante todo el tiempo, el sistema impone un patrón emocional que hace intolerable para los que habitan en los subsuelos que algunos prosperen y los dejen atrás. Esa es la verdadera clave de supervivencia del sistema de castas: haber instalado abajo, entre los que viven donde estás los insectos y las paredes húmedas, un resentimiento insoportable por quienes logran subir un piso. Los hacen volver. Libran largas batallas entre los cimientos y las alcantarillas. Mientras tanto, en las terrazas, la casta superior disfruta la brisa que acompaña sus charlas divertidas.
Ahora nos quieren hacer creer que “la casta” es la política, que sólo son confiables los que no provienen de ella. ¿Y quiénes quieren hacernos creer eso? Los que si de verdad hubiera casta se desmelenarían por ascender a costa de pisar las cabezas de otros que también quieren subir. En la sociedad de castas no existe la solidaridad, ni la misericordia ni la racionalidad: se diría que el sistema ha sido creado para eso. En la sociedad de castas hay inmovilidad, estancamiento perenne y mucho odio por el semejante que se atreve a no querer seguir mordiendo el barro.