En un fin de semana que dio concretas señales de reactivación de la actividad musical en vivo, con el regreso del Festival Tchaikovsky en la Ciudad Cultural Konex y el Buenos Aires Jazz en distintos espacios de la ciudad, la segunda edición del Festival Piano Piano en el Centro Cultural Kirchner, que en la noche del domingo culminó con el homenaje a la gran Hilda Herrera, fue uno de los atractivos principales. El encuentro movilizó una buena cantidad de público, con propuestas variadas en las que el vasto universo del piano se expresó de distintas maneras, desde perspectivas diversas y hacia profundidades diferentes. El viernes, después de que Andrés Pilar evocara a Gustavo Leguizamón y Remo Pignoni, y José Colángelo y Franco Luciani –con Leonardo Andersen y Pablo Motta- presentaran los temas de Tango improvisado, Universo Manolo Juárez rindió homenaje al pianista, compositor y maestro de generaciones de músicos argentinos en la Sala Sinfónica.
Curado por Mora Juárez, hija de Manolo, Universo Manolo Juárez sumó a numerosos intérpretes, reflejó aristas del complejo cosmos conceptual y sonoro de Juárez -incluso con algunas obras inéditas-, y propició la proyección de su música en nuevas versiones. Así como Manolo supo abrir otros caminos para un sonido argentino a partir de la reelaboración y el cruce de distintas tradiciones, un quinteto dirigido por Roberto Calvo expandió algunas páginas de Juárez hacia un presente amplio. Con Andrés Beeuwsaert en piano, Facundo Guevara en percusión, Marcelo Chiodi en flauta, Juan Cruz Donati en batería y “Mono” Hurtado e contrabajo, el ensamble propuso nuevas miradas a partir de la vitalidad rítmica de temas como “Presencia del diablo” y “Río de los Waldos” y los desarrollos melódicos de la bellísima “Tarde de invierno”.
Metafísica Juárez
En el comienzo del concierto, cuando todavía en la sala iluminada se escuchaba el murmullo distendido de la previa, el piano de Juárez tronó su anunciación desde una grabación de “La humilde”, la chacarera de los hermanos Díaz, marcada a fuego con su estilo. Enseguida, cuatro maravillosas muestras del Juárez pianista pusieron rumbo a la noche. Hernán Jacinto produjo el primer gran momento con “Vidala de Hindemith”. Más allá del contraste sugerido en la superficie del título, la obra es un virtuoso despliegue de posibilidades armónicas, a partir del tratado teórico-práctico de armonía del compositor alemán, uno de los textos que Juárez utilizaba en sus lecciones. Con sensibilidad expresiva y un swing extraordinario, Jacinto atravesó esos tensos laberintos de resoluciones demoradas, sobre el quieto aire de vidala.
La metafísica andina se prolongó con otra vidala, “Momento nº1”, en la que Fernanda Morello articuló con técnica potente y meticulosa las lógicas de un lenguaje pianístico, y “Baguala”, que tuvo una inspirada Luna Sujatovich en piano y voz. En el cierre del primer segmento, Mingui Ingaramo cinceló con sensibilidad de orfebre los delicados contornos de “Beatriz”, otra perla armónica de Manolo.
La parte central del programa tuvo a Nicolás Guerschberg, que reelaboró algunas músicas de Juárez destinadas al teatro, al cine y a la danza en una gran de suite que interpretó junto a Hurtado y Guevara en estado de gracia. De ese universo poco conocido de Juárez llegó también “Y luego cuando despiertes”, con letra de Osvaldo Guglielmino, en la voz de Isabel de Sebastián y el piano de Hernán Jacinto. En el final, con gran parte de los músicos en escena, la tradición “juareana” desplegó su rito de formas abiertas y sonó más allá de sí misma con otra torrencial versión de “Chacarera sin segunda”.
Revolución sonata
En la genealogía del lenguaje pianístico de Juárez, como en la de una gran parte de los compositores de este tiempo, todavía hay rastros, más o menos evidentes, de los desarrollos instrumentales del siglo XIX. Otro gran momento del festival Piano Piano fue el sábado en el Auditorio Nacional y tuvo que ver con eso.
Iván Rutkaukas, pianista nacido en Temperley, clase 1989, ofreció un concierto excepcional, con un programa que incluyó dos de los monumentos de la música para piano del siglo XIX: la Sonata nº 3 Op. 58 de Frederic Chopin y la Sonata en Si menor de Franz Liszt. Cada una a su manera, estas sonatas representan nuevas perspectivas respecto al modelo clásico e introducen un lenguaje pianístico de técnica suntuosa y gran riqueza expresiva.
Más ajustada a la tradición, la de Chopin, compuesta en 1844, se articula en los cuatro movimientos canónicos, en los que de todas maneras no se priva de introducir numerosas licencias formales y aperturas expresivas. Para Liszt, que terminó la suya en 1853, la sonata aparecía como el estímulo para encontrar nuevos espacios armónicos y formales, a partir de la evolución de células motívicas en una estructura unitaria.
Con técnica formidable y una sensibilidad que se afinaba a medida que transcurría la música, la lectura de Rutkauskas presentó las dos obras como las puntas de un mismo arco expresivo. Una especie de gran fresco de época, en el que destreza y heroísmo se conjugaron desde una generosa paleta de juegos expresivos.
Con Chopin, el pianista puso en juego una inmensa gama de matices para controlar una geometría que, al final de cuentas, resulta más emotiva que racional. En el gran despliegue formal, el compositor polaco no deja de ser intimista, como en el tercer movimiento, un gran momento de nocturna inspiración chopiniana, que Rutkaukas resolvió con aplomo ejemplar, sin concederse a sensiblerías.
Con Liszt, el pianista argentino fue implacable y desentrañó con punzante rigor la compleja trama de motivos y derivaciones que sostiene la obra. Aun en lo que se supone un ámbito impasible como el de la sonata, Liszt emplea el contraste en función dramática, acaso sugiriendo un relato posible. Impasible, Rutkauskas manejó tanto dramatismo sin caer en tentaciones narrativas. Fue sobrio y preciso en la larga exposición y prodigioso en la fuga, desde donde comenzó a tramar un final que resultó impactante.
Entre los clásicos y las revoluciones de cada tiempo, el piano suena siempre como un arma cargada de futuro.