Fue hace algunos años ya, pero él se había dado cuenta primero, como siempre. ¿Habrá tenido algo que ver la crisis del 2001? Porque a partir de 2002 comenzaron a aparecer las primeras páginas para jugar al poker. Luego, el Texas Hold´Em hizo furor en la Argentina hasta sustituir por completo a nuestro juego: el truco. También por esa época, Trevisano, al señalar con enjundia aquella sustitución, me contó una partida de truco que jugó en sus años mozos con Ezequiel Martínez Estrada.
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El escritor inglés Al Alvarez, cuyos títulos hoy se leen bien en estos pagos, había escrito en 2008: “Poker. Crónica de un gran juego.” La pasión de Alvarez es evidente, pero en su modo de leer y de escribir gravitan las reminiscencias juveniles. Asegura que le gusta ver al juego en blanco y negro, como cuando era un vicio infame de los tugurios portuarios a los que iban los muchachos de clase media inglesa -aquellos que no tenían un caballo- para vivir las aventuras de los pistoleros del viejo Oeste americano, con sus sombreros Stetson y sus aires tahúres.
Alvarez cubre la Serie Mundial de 1981 para la revista The New Yorker. Recorre los casinos de Las Vegas. Las salas del Horeshoe, bajo luces inmensas, le parecen el comedor de una prisión estatal. Nadie se distrae en conversaciones. Recuerda a un sujeto que se acercó a una mesa con la caliente novedad de la elección de Jimmy Carter. Los jugadores ni pestañaron. El crupier fue el único que habló. _Tres dólares la apuesta mínima, señor- dijo.
Hoy, apostar se ha vuelto un negocio. Una forma de ser acorde al sueño americano, a su manera de entender la democracia, en la que cualquiera que conozca de matemáticas y estadísticas puede hacerse millonario. Solo es cuestión se sentarse a una mesa y esperar. Las Vegas es el único lugar del mundo en el que el juego es una forma del patriotismo.
El libro se ocupa también de la prolífica literatura sobre el poker editada en los últimos años. La gramática puede ser mala -dice Alvarez- pero la voz y el mensaje son claros: agresión, agresión constante.
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Ezequiel Martínez Estrada fue un personaje sui generis de la sociología, la crítica y la literatura argentinas. En La cabeza de Goliat propone una microscopía de Buenos Aires en los tiempos de las mieses, las vacas gordas y el petróleo. No saca el cuerpo a las dicotomías ni a las contradicciones de la historia. Pese a querer mucho a esa urbe macrocefálica y parasitaria, sintetiza nuestros males con una leve piedad: “Hemos hecho una gran ciudad porque no supimos hacer una gran nación.”
Uno de los capítulos del libro es una miniatura lúcida, un pequeño tratado sobre el truco. Compara los juegos con referencia al lenguaje original. Así, el poker es lacónico como el sajón y el truco locuaz como el español. La baraja del truco es la misma que se usa para indagar el futuro. No existe el juego sin el jugador (el hablante). Cada palabra puede tener alcances múltiples, decorativos o alusivos, aunque solo dos o tres son las certeras, las que valen por lo que dicen.
Es un juego de astucia, pero sobre todo de intuición.
Al releerlo, me identifico con el análisis. Sin duda las operaciones del jugador de truco pertenecen a la forma mental del pensamiento abstracto, y su energía, a un temperamento. Toda la contienda es una esgrima de arma corta. Jamás se juega por dinero o por lo menos no por grandes sumas. El truco es un juego de pobres, en el que hay que aprender a sacar la ínfima ventaja y conservarla (llevarse al menos uno de los tantos de las suertes en cada mano). Se juega para pasar el tiempo, aunque también se ponen sobre la mesa asuntos tales como el honor y el coraje.
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En un café del Parque Urquiza oí, una mañana de aquellas, una conversación entre veteranos. Viejos como esos con los que yo solía jugar al truco en los clubes de barrio. Hablaban de la partida de la noche anterior. De pronto, los protagonistas no eran los sietes bravos, ni el as de espadas, ni siquiera una jugada básica como la de rey, cinco y tres, que cuando son del mismo palo sirven para el envido y alientan a jugar el segundo. No se hablaba de sotas sino de Jotas. El juego parecía durar una eternidad. No existían los abruptos finales de la falta envido.
Para mi asombro, los viejos pronunciaban bárbaramente: “call” (pago), “raise” (subida) y “all in” (jugar todo).
Era un sábado de sol, pero se me nubló la vida.
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Trevisano contó algo así: “…había empezado a olisquearse su transformación. Del peronismo, que abominaba, ahora decía que iba durar cien años; denunciaba a la Libertadora por cobarde y fascista. Creo que dijo tales cosas en Montevideo; como que no le llegaban ni a la cintura a Perón. Ahí pronunció la famosa injuria contra Borges: “turiferario a sueldo”. Borges le contestó con su arte predilecto. Es una especie de profeta, dijo, “un sagrado energúmeno”. Pero el turiferario es el que esparce incienso en la nave de la iglesia, y el profeta, el que hace admonición en la plaza pública.
“Lo encontré una madrugada en el café La Academia, que permanece abierto todo el día. Estaba solo, la cartera sobre la otra silla, llena de papeles incendiarios. Me acerqué. Le pedí permiso y me senté a su mesa. Poquitas palabras, de alumno a profesor, bastaron para que aceptara jugar la partida. ¿La hacemos por algo? invité. Al truco se juega por honor, respondió cortando la baraja. Por encontrar el rumbo maestro, solté como en un brindis.”
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No me dijo quién ganó. “Eso no tiene importancia. Yo quería saber para dónde iba a encarar al salir del Café. Usted dirá que es lógico que se sintiera atraído por la calle Corrientes.
Por un momento dudó. Pero, felizmente, dobló a la izquierda.”