Escribo esto mientras comienza mi trigésimo segundo día de cuarentena en un pequeño departamento de Brooklyn. La ciudad de Nueva York es por el momento el centro indiscutido de la pandemia mundial de coronavirus. Hace ya tres semanas que no salgo, luego de haber experimentado unos síntomas leves y tratar sin éxito de hacerme un hisopado. El único sonido común que se oye desde la ventana es el de las ambulancias que van al hospital de la cuadra. Ayer hubo un número record de muertes en Nueva York; tal vez ese haya sido el pico –nos decimos a nosotros mismos- y ahora comenzaremos a ver “un aplanamiento de la curva” (nuestra habla cotidiana también se ha infectado, pero con el lenguaje de la visualización de datos). He visto en internet fotografías de los camiones frigoríficos que se estacionan frente al mismo hospital para almacenar el excedente de cadáveres, como una suerte de morgue improvisada.
El futuro es incierto. Seguramente el panorama ya se verá muy distinto, sea más promisorio o más sombrío, cuando llegue el momento de enviar estas líneas a la imprenta. No cabe duda de que vivimos un momento aterrador. Y, sin embargo, si no fuera por las sirenas y por el temor de lo que pueda ocurrirle a nuestros seres queridos, también sería tentador describirlo como un momento de rara tranquilidad. Es una grieta en la historia, una suspensión entre dos eras, que nos invita a evaluar el pasado más reciente con una lucidez recién adquirida.
Irracionalidad pertenece sin duda a la era precorona, y sin embargo es de esperar que su llegada sobre el final de dicha era lo convierta en algo así como una misiva del pasado reciente que también está preñada del momento actual. Nosotros no sabíamos que llegaría un nuevo virus para catapultarnos al siguiente capítulo de la historia (o bien, para decirlo con mayor precisión, los epidemiólogos lo sabían, o lo creían probable, aun cuando nuestro irracional orden político no se mostrara dispuesto a escucharlos), pero estaba claro que cualquier número de acontecimientos detonantes podría habernos catapultado con la misma eficacia.
Decir que el pasado reciente estaba preñado del tiempo actual equivale a decir, entre otras cosas, que las tendencias cuyo latido nos costaba detectar hace apenas unos años hoy han completado el proceso de parto y se encuentran a plena luz del día, pataleando y gritando a la vista de todos. Si la relación entre la pseudociencia, la medicina alternativa y el populismo de derecha, por ejemplo, era antes algo con lo que solo estaban familiarizados algunos académicos y ciertos analistas particularmente sagaces, hoy ha pasado a ser un elemento central de nuestra vida cívica, evidente para cualquiera que preste siquiera la más mínima atención. El argumento según el cual todas las religiones organizadas exhiben una tendencia similar a perjudicar y estafar a sus creyentes –por citar otro ejemplo- puede haber parecido una generalización excesiva y grosera hasta hace poco tiempo, las almas generosas pueden haberse visto impulsadas a replicar que estos prejuicios no se condicen con el verdadero espíritu de la religión, que eleva a las personas y confiere sentido a su vida. Sin embargo, hoy presenciamos una convergencia mundial, una unificación interreligiosa que alía a los judíos ultraortodoxos de Brooklyn con los cristianos ortodoxos del Cáucaso, los cristianos evangélicos de Florida y los hindúes nacionalistas de Dheli, en cuyo marco todos ellos rechazan con actitud desafiante las medidas de distanciamiento social, reclamando sus derechos a congregarse físicamente en espacios compactos para celebrar sus oficios habituales.
Algunos sacerdotes de Tiflis afirman que el Espíritu Santo impide el ingreso del virus a los lugares de culto. El pastor Tony Spell, de Louisiana, adoptó una estrategia diferente cuando anunció que “el virus está políticamente motivado”. Tras ser acusado de violar un decreto del Poder Ejecutivo contra las grandes congregaciones, el pastor Spell, en un súbito viraje, reconoció que el virus puede ser real, e incluso afectar tanto a los creyentes como a los no creyentes, e incluso atravesar las puertas de la iglesia, pero que los auténticos cristianos se relacionan con la aflicción y con la muerte de una manera que los diferencia fundamentalmente del interlocutor secular racional que imaginan los funcionarios de la salud cuando emiten sus decretos y lineamientos. Tal como “en el caso de cualquier revolucionario o de cualquier fanático, o de cualquier persona puramente religiosa -dijo Spell-, la muerte se (nos) aparece como una amiga bienvenida”.
Resulta difícil, o en verdad imposible, discutir con el pastor acerca de este punto. En contraste con su posición inicial sobre el virus como invención política, Spell no ofrece una interpretación alternativa de los datos fácticos sobre el mundo. No niega que el virus sea real, ni dice que es real pero que los funcionarios nos mienten acerca de sus verdaderos efectos. Lejos de ello, dice que el virus es real y capaz de matarnos, pero que los creyentes se diferencian de los no creyentes por su posición existencial en relación con la muerte. E incluso, astutamente, Spell reconoce que su postura no solo es afín a la de otros creyentes, sino que también es compartida por la de revolucionarios y fanáticos de toda índole, por todo aquel, en resumen, que abandone la racionalidad para entregarse a la irracionalidad.
No hay manera de discutir con un fanático y el fanático ama las crisis, tal vez en especial las crisis naturales que arrasan con nuestro frágil mundo social, así como con todas sus comodidades temporarias y todas sus defensas contra la indiferencia de la naturaleza. Tal como el fanático, el virus no demuestra el menor interés por nuestras insignificantes vidas humanas. Tal como el fanático, el virus no admite discusión, sino solo contención.
Este fragmento pertenece al prólogo del libro Irracionalidad, del historiador de filosofía norteamericano Justin E. H. Smith, que acaba de publicar el Fondo de Cultura Económica, y donde se propone un recorrido de las tendencias irracionalistas desde la Antigüedad hasta nuestros días.