Me enamoré de los ojos de ciervo de Audrey Hepburn alrededor de los trece años, quizás tenía menos. Me acuerdo perfecto de estar viéndolos pestañear en la tele, en una película qua agarré empezada desde la escena donde una mujer jovencísima, vestida con jeans, remera y un toallón blanco en la cabeza, tipo turbante, se sienta en el alféizar con una guitarra y canta “Moon River” de Henry Mancini. Mientras la nostalgia de un futuro incierto me invadía hasta las lágrimas sin entender por qué, detrás mi mamá se iba adormeciendo en brazos de una siesta tardía de verano. Ella ya había visto la película en el cine a principios de los ´60 así que esta vez las imágenes divertidas y resplandecientes de Desayuno en Tiffany´s eran solo mías. Claro que entonces yo no tenía idea de ninguno de los nombres ni de que se trataba de una de las comedias románticas más celebradas de Hollywood. Pero me acuerdo de no poder detener la emoción y de estar acostada en mi posición preferida para ver cine los domingos en la cama de mamá: boca abajo sobre las sábanas un poco arrugadas y calientes, cerca de la pantalla, con el mentón apoyado en las manos.
En otra escena que no llegué a ver aquella primera vez, Audrey, como yo, también estaba boca abajo en la cama, pero no estaba atenta sino que dormía con un antifaz turquesa de raso que tenía ojos entrecerrados pintados en relieve. Recuerdo también que se iba a la cama con unos aros exóticos en forma de penachos colgantes, pero que en realidad los aros no eran bijouterie sino tapones para los oídos. Audry necesitaba oscuridad y silencio para dormir, tenía un gato naranja, era muy flaca e impulsiva. Como yo.
La identificación con Holly (así supe que se llamaba en realidad el personaje interpretado por Audrey Hepburn en la película de Blake Edwards) fue inmediata, por repetición o diferencia. Para mí, que era una adolescente aparentando sobreadaptación pero que en realidad la mayoría de las veces se sentía sapo de otro pozo, insegura, torpe y con la autoestima en menos veinte, Holly era el enigma que me atraía y quería descifrar. Despreocupada y libre como su nombre, ella parecía vivir de vacaciones: no tenía compromisos afectivos, fumaba glamorosamente cigarrillos en boquillas larguísimas, nunca pero nunca ordenaba su departamento que era el reino de lo impredecible, organizaba e iba a fiestas hasta muy tarde, bebía tragos coloridos y champán desde que se levantaba, escalaba montañas de ropa divina que decoraban los rincones. Cierto es que en ese entonces yo no sabía que en verdad Holly era escort, lo descubrí ya a mediados de los 90, cuando volví a ver la película por cable para cotejarla luego de leer la historia original en la novela de Truman Capote que, fiel a su estilo ácido, satiriza el ambiente intelectualoide neoyorquino de fines de la década del 50 sin edulcorar ningún aspecto del personaje.
Unos quince años después ya me había olvidado por completo de todo: de Audrey, de la canción que me hacía llorar, las boquillas, los sombreros y el gato naranja, también de la escena romántica del final bajo la lluvia, donde Holly decide quedarse con Paul, el personaje un poco bobo y carilindo en manos de George Peppard. Hacía tiempo que yo vivía bajo mis propias tormentas amorosas, trabajando en una agencia sin un ápice de glamour como redactora publicitaria en jornadas que duraban hasta la madrugada y funcionaban como aplanadoras de la memoria. Una de esas noches, encerrada en el tedio de tener que pensar un eslogan para una nueva marca de desodorante, al borde del desmayo, escuché saliendo del box contiguo una voz suave y dulce: Two drifters / Off to see the world / There's such / A lot of world to see / We're after the same / Rainbow's end / Waitin' 'round the bend / My huckleberry friend / Moon river / And me. Fue instantáneo: el corazón empezó a latirme de nuevo, una especie de excitación vital me despertó del letargo nocturno. La voz me atraía, me imantaba, pero no porque fuera la voz de una cantante magnífica sino porque la melodía me devolvió a la escena primera: era, por supuesto, “Moon River”, eran los ojos de Audrey, era Holly, era yo volviendo a sentir fascinación y nostalgia por la vida. Volví a llorar de emoción.
Verónica Pérez Arango (Buenos Aires, 1976) publicó algunos libros de poesía, como camping (VOX, 2010), La vida en los techos (Colectivo semilla, 2016), Hielo incandescente (Caleta Olivia, 2017). Trabaja como docente y dictando talleres de lectura y escritura en espacios privados y municipales. Codirige el ciclo de poesía El bosque sutil. Caleta Olivia acaba de publicar su último libro, una prosa poética anfibia llamada Nadie duerme de verdad aquí.