Desde París
La modernidad política es un caos de cuyo torbellino ha ido surgiendo, en Occidente, la misma figura desestabilizadora: una suerte de Pinocho reactualizado, grosero, falsificador del presente y del pasado, inventor de un relato nacional falso, embustero, racista, de claro perfil de ultraderecha, agresivo, medio misógino, contra todos los derechos de igualdad de género y sus derivados y, por añadidura, contrario a las variantes del feminismo. En 2016 escribió un panfleto donde arremetía contra la “feminización” de la sociedad francesa. Le puso como titulo El Primer Sexo en oposición al célebre libro de Simone de Beauvoir El Segundo Sexo publicado en 1949. Ese Pinocho ya existe en Francia y el país sólo está a la espera de que el polemista y ex columnista del diario Le Figaro, Eric Zemmour, oficialice su candidatura presidencial. Zemmour es, al mismo tiempo, el grado cero de la política y la frecuencia más elevada del patriotismo racial, de la historia remodelada a su antojo, de la reivindicación de las páginas más negras del Siglo XX (Segunda Guerra Mundial), de la desconstrucción del Estado de Derecho y de la reinvención de un país que ni existió ni existe. Comparada con Eric Zemmour, la líder de la ultraderecha francesa, Marine Le Pen, es una princesa moderada. Su irrupción y el crédito electoral que le auguran las encuestas de opinión han trastornado el ya desdibujado diseño político de Francia. El electorado que votará dentro de seis meses para elegir a un nuevo presidente o reinstalar en el Palacio del Elíseo a Emmanuel Macron ya está compuesto por mutantes, huérfanos, nostálgicos y aturdidos.
Los mutantes son los electores socialistas y de la derecha clásica que optaron u optarán por mutar su voto en favor de Emmanuel Macron o las dos alternativas de la ultraderecha, es decir, Zemmour y Marine Le Pen. Más del 40% de los electores socialistas podrían votar por Macron en la primera vuelta. Desde 2017, sin partido arraigado y sin haber jamás ejercido una función electiva, el jefe del Estado se llevó con él a votantes y dirigentes socialistas y a lideres y adherentes de la derecha. Los huérfanos son aquellos que, por izquierda y por derecha, se quedaron sin partido que los represente. El Partido Socialista francés se diluyó en una suerte de socialismo liberal. El mandato del expresidente socialista François Hollande (2012-2017) estampó la firma en el certificado de defunción de esa corriente socialdemócrata. La derecha nunca se repuso del tsunami de la presidencia de Nicolas Sarkozy (2007-2012) ni tampoco del vergonzoso episodio de la candidatura presidencial de 2017 asumida por un corrupto invisible, el ex Primer Ministro sarkozista François Fillon. Los nostálgicos solo añoran una recuperación de los bloques tradicionales que materializaron la alternancia política, o sea, socialistas y liberales conservadores. Los aturdidos son una legión que no entiende la explosión reinante, ni por qué desaparecieron como si nada las urnas en las que votaban ni cómo explicar en Francia la aparición de una mezcolanza como la que representa Zemmour. En ese mar revuelto, Macron se dirige hacia su reelección. Preside sin intervenir porque, cuanto más extensa es la confusión, más su figura brota como un oasis en un desierto sacudido por una tormenta de arena. La izquierda y la derecha, socialdemocracia incluida, se encaminan a observar con telescopio la disputa presidencial. El planeta presidencial es un sueño que se pierde en una galaxia lejana.
Marine Le Pen y Eric Zemmour totalizan más del 30% de las intenciones de voto (16% y 17% respectivamente según la ultima encuesta publicada por el matutino Le Figaro). Emmanuel Macron sigue en la punta con 25% y muy lejos, con un 13%, el probable candidato (aún no designado) del partido sarkozista Los Republicanos, Xavier Bertrand. Las izquierdas caben en un pañuelo sin que ningún candidato alcance el 10%. El líder de Francia Insumisa, Jean-Luc Mélenchon, suma 8,5% de intenciones de voto, el candidato ecologista Yannick Jadot 7%, la candidata socialista e Intendenta de París Anne Hidalgo 5%, un ex ministro de François Hollande, Arnaud Montebourg, 2,5%, y el representante comunista 2%. Toda la izquierda junta rosaría el 25% de los votos, o sea, lo mismo que Emmanuel Macron solo y mucho menos que Zemmour y Le Pen juntos (33%). Así se han repartido, por ahora, los mutantes, los huérfanos, los nostálgicos y los aturdidos.
La izquierda se ha achicado como ropa vieja mal lavada. En 2017, Jean-Luc Mélenchon había obtenido 19,5% en la primera vuelta, muy cerca del candidato de la derecha, François Fillon, 20,1%. El análisis fino de los sondeos por categoría social demuestra el atractivo de la propuesta de Marine Le Pen y Emmanuel Macron en las clases populares. 28% de ese segmento votaría por ella, 18% por Macron, 17% a favor de Eric Zemmour, 9% por Jean-Luc Mélenchon, 7% elegiría al ecologista Yannick Jadot, 4% a Arnaud Montebourg, 2% a la socialista Anne Hidalgo mientras que, a la derecha, el precandidato Xavier Bertrand recogería 6%. Las izquierdas han perdido hace rato el voto popular. La ultraderecha supo capitalizar la conexión de las propuestas socialdemócratas y conservadoras con el voto urbano y su respectivo alejamiento del voto popular.
Observada en el espejo de este tramo final de 2021, la elección presidencial de 2022 parece ya jugada. Macron cabalga sereno sobre un territorio desolado, en donde los soldados se cambian de uniforme y de bandera, donde las certezas se derrumban y las convicciones políticas se venden al mejor postor o a las tendencias ideológicas de los sondeos. La ultraderecha ha instalado sólidamente sus ejércitos allí donde, hasta mediados de los años 80, era sólo un figurante anecdótico. Izquierda y derecha son ahora una chispa lejana. Apenas parecen brillar con la crónica anticipada de un nuevo fracaso.