Una de mis amigas más queridas es fanática de los SIMS, un juego de computadora donde la gracia es jugar a que una es dios y controlar el destino de unos muñecos virtuales. Estos personajes son como cualquier humano y la gracia es hacerlos “progresar” en la vida: tienen una casa, -que una puede diseñar, acorde al salario de cada Sim-, amigues, hijes, amantes; necesitan vestirse, descansar, divertirse, comer y tienen que trabajar. Porque ni siquiera en el mundo de los SIMS algo es gratis.
Mi amiga era adicta a este juego hasta que se dio cuenta de que a sus Sims les iba mejor que a ella: mientras Silvi jugaba en bombacha y con 40 grados a la sombra en su monoambiente alquilado en Balvanera, sus Sims eran diputados y vivían en mansiones con piscina en un country. Sin embargo, durante un buen tiempo este universo virtual fue el único en el que ella podía experimentar de refilón cómo es tener un trabajo no precarizado y habitar un dos ambientes.
Aunque Silvi quiera apagar el universo Sim, las redes sociales nos tienen bien encastradas en uno muy parecido del que es mucho más difícil salir. Acá no se trata de vivir la vida que querramos, sino de aparentar con lo que podemos. A cambio, el conglomerado Facebook nos exige que seamos testigos cautivos de la curaduría de la vida maravillosa de los demás, y que entreguemos nuestros datos más sensibles -que ya ofrecemos servidos en bandeja desde hace años- para agudizar mejor la publicidad con la que somos bombardeades en este escenario virtual.
Hace mucho que tener una cuenta de Facebook no es algo opcional, sino una normativa obligatoria que está tipificada a voces. No solo muchísimas aplicaciones masivas exigen un perfil en esta red para acceder a sus servicios, sino que hay una cuantiosa información valiosa, desde noticias hasta eventos, foros educativos y espacios de compra-venta, que transitan exclusivamente este espacio virtual. ¿Conocen a alguien que no tenga Whatsapp, el servicio de mensajería de este paquete de aplicaciones? Yo no. Y ahora Mark Zuckerberg, la mente detrás de todo esto, tiene planes para que estar o no en este universo sea cada vez menos voluntario.
El 28 de octubre, el semi dios de Sillicon Valley anunció que Facebook cambió de nombre: ahora se llama META, y su objetivo a mediano plazo es que aloje a un universo virtual inmersivo 3D del que todos podamos/tengamos que participar -enseguida más datos. Este cambio de identidad ocurre en medio de un nuevo escándalo que sacudió los cimientos de esta firma: los Facebook Papers, donde una ex empleada de la compañía, Frances Haugen, filtró información confidencial de la marca -un documentó de 10 mil páginas-, y declaró ante el senado de EEUU que la cultura corporativa de Facebook y sus productos “perjudican a los niños, avivan la división y debilitan nuestra democracia”.
A su vez, para Frances Haugen, "los dirigentes de la empresa saben cómo hacer que Facebook e Instagram sean más seguros, pero no hacen los cambios necesarios porque han antepuesto sus astronómicos beneficios a las personas. Es necesario que el Congreso actúe”: "no resolverán esta crisis sin su ayuda”, dijo, pidiéndole a los congresistas que frenen esta dinámica.
En esa línea, Frances señaló cómo Instagram perjudica la salud mental de las adolescentes exponiéndolas a contenido tóxico que perjudica de forma tajante la idea que ellas mismas formulan sobre sus cuerpos, haciendo que cada vez les resulte más fácil acceder a cuentas que incitan a desórdenes alimenticios. Y, según los documentos que expuso, la compañía lo sabe. Otro de los puntos salientes de su intervención fue su explicación de cómo esta empresa incita a mensajes de odio, sobre todo en países en vías de desarrollo atravesados por conflictos bélicos, donde los poderes políticos locales aprovechan esta plataforma para avivar el caos y el miedo entre la población. Esto se vio en otra escala en el 2016, cuando la difusión masiva de fake news xenófobos, racistas y conspiranoicos fue decisivo para el triunfo de Donald Trump: un hecho que aún hoy pesa sobre el historial de esta marca, cada vez más atravesado por controversias que con respecto a estos temas y al uso no confidencial de los datos aportados por los usuarios.
De qué va el metaverso
Mark Zukerberg --que en sus presentaciones ya parece un avatar de Píxar y cuesta descifrar si es un humano, un holograma o un muñeco en 2D-- anunció, como contaba más arriba, la creación del Metaverso para un futuro cercano. ¿De qué se trata? De una fantasía futurista salida de las entrañas de Sillicon Valley: un mundo virtual inmersivo, al que las personas podrán acceder con gafas de realidad aumentada (una mira a través de unos anteojos y aparecen elementos virtuales que se cruzan con el mundo presencial real) y dispositivos de realidad virtual, que simulan que sus usuarios están flotando en un mundo digital. De esta forma, los usuarios podrán interactuar en este escenario compartido, ya sea con sus formas reales “humanas” o a través de personajes que oscilan entre lo realista y la fantasía.
Mark Zuckerberg plantea a este mundo como un país transfronterizo paralelo, con una geografía interactiva de colores brillantes: un espacio con sus propias leyes y gobierno, con su economía y sus dinámicas internas. Aquí la gente podrá diseñar sus propias casas, como en los Sims, y ser los dioses de una nueva vida virtual, donde podrán tener las características corporales que quieran e, incluso y sobre todo, hacer compras con criptomonedas para personalizar y adornar este mundo digital. En su presentación, el magnate mostró cómo es su hogar virtual: llama la atención que, en la mayoría de los casos expuestos sobre posibles arquitecturas cimentadas sobre píxeles, la naturaleza en 2D es una constante.
¿Y ahora, en qué andamos? Estamos frente a un colapso climático, ya lo sabemos, inminente, urgente y definitivo. El sistema capitalista extractivista nos está llevando a la extinción masiva y este final parece un destino cantado. Sobre todo, viendo los resultados de la COP26, donde los líderes mundiales ofrecieron apenas migajas ecológicas para solucionar un escenario que se desmembra ante nuestros ojos y que nos implora acciones sustancialmente más radicales, que imaginen otro mundo posible. Y aquí vienen mis preguntas, ya que esta nota no tiene ninguna certeza. Mientras los magnates tecnológicos viajan al espacio gastando millones de dólares en gestos vanidosos, que podrían solucionar una buena cantidad de problemas reales, los líderes de las compañías tecnológicas nos ofrecen como alternativa universos virtuales donde podamos disfrutar de la naturaleza a través de píxeles. Mark planteó que cada quien podrá armar su casa virtual como más guste, y la suya está rodeada de un paraíso que parece la mezcla de una playa tropical con Aspen. “Yo siempre quise un bosque dentro de mi habitación”, dice uno de los personajes de la presentación, que inmediatamente nos sumerge en una selva, en un escenario fantástico donde hay peces volando entre los árboles.
Una de las premisas de este universo es que es un lugar para todos. ¿Para todos? ¿Las personas ultra precarizados del capitalismo tardío también podrán sumarse? ¿Sobre qué lomos recaerá esta fantasía? ¿Qué pasará, en el mundo presencial, con quienes no puedan entrar y se queden afuera barriendo los restos de una fiesta ajena? ¿Funcionará la perimetral en las casas del metaverso? ¿Cómo será la policía? ¿A quién perseguirá? ¿Cómo operará la super-vigilancia centralizada? ¿A quiénes apuntarán las fake news? ¿Se podrá coger aquí, por lo menos? ¿Tendremos que contentarnos con plantas 2D mientras el planeta de verdad se cae a pedazos; jugando a que nadamos en un lago virtual, mientras en la vida real estamos postrados en un sillón desvencijado, con el aparato como un antifaz desmesurado, mientras chivamos frente a un ventilador que hace trac trac trac trac en un mono ambiente subalquilado? ¿Qué pasará cuando se nos acabe la batería y no nos quede otra que mirarnos a los ojos?