En los últimos años se ha vuelto habitual en política exigir el pedido de perdón. Hace poco, el presidente de México solicitó al rey de España que pidiera perdón por la conquista de América. El Papa, a su vez, se disculpó por la participación de la Iglesia en esa empresa colonial.
Todo esto remite a un problema más profundo: la política no es la vida personal. Lo que vale en ésta no necesariamente vale en aquella. La vida comunitaria no es la suma de las vidas de sus miembros. Como explicó Maquiavelo, ser generoso como persona no es lo mismo que serlo como gobernante. Como individuos podemos dar lo nuestro, pero no como gobernantes, porque en esa condición nada es nuestro, sino que cuidamos lo común. Con el perdón ocurre otro tanto. El pedido de perdón puede estar lleno de buena voluntad y querer acercar la política a las relaciones personales, en las que perdonar significa a menudo el cese de la lucha.
Pero la política es otra cosa. En ésta la lucha no cesa porque se pida perdón, pues es una lógica constitutiva, que no depende de la voluntad de los protagonistas. Excepto cuando pedir perdón es el modo que el actor escoge para rendirse, asumiendo el sinsentido de sus objetivos.
El pedido de perdón no puede no ser un acto político, pues tiene efectos en las relaciones de fuerza entre los contendientes. Esto hace que su significado se vuelva el opuesto al que tiene en lo privado. De hecho, el pedido de perdón se usa para desafiar a un competidor calificado, poniéndolo en el brete de iluminar sus faltas para ver si se retracta o no. En esa situación, el desafiado siempre pierde. Si pide perdón, porque se somete a la voluntad de su adversario, concediéndole lo que disputa con él, ser la voz de la comunidad. Así, además, reconocería que es heredero del mal en cuestión, reactivando la identidad que quería dejar atrás. Y si no pide perdón seguirá apareciendo como un insensible respecto del mal cometido. Pero si no obstante lo hace, deja en manos del oponente rechazarlo por insincero.
Si los actores pudieran saldar sus errores simplemente pidiendo perdón o declarándose culpables cada vez, la responsabilidad política habría desaparecido. La exigencia de pedido de perdón no parece entonces compatible con la lucha política, pues no puede colocarse por encima de ella, ni alcanzar por tanto los objetivos aducidos.
No es evidente qué significa pedir perdón, en qué consiste, ni cuál es su medida. La exigencia relativa de cada actor lo vuelve inconmensurable. ¿Qué ocurriría si para poder exigir al otro que pida perdón se requiriera antes pedir perdón por los propios pecados políticos? ¿Quién obraría de árbitro, si todos los actores son juez y parte? Tamaña rueda sería interminable y nunca llegaría a un buen fin. Más bien estaría siempre volviendo a la casilla cero.
* Profesor Teoría Política, Universidad Complutense Madrid. Zadig España.