Más dura será la caída 7 puntos
The Harder They Fall; EE.UU., 2021
Dirección y guion: Jeymes Samuel.
Guion: Jeymes Samuel y Boaz Yakin.
Duración: 136 minutos.
Intérpretes: Jonathan Majors, Zazie Beetz, Delroy Lindo, LaKeith Stanfield, Regina King, Idris Elba.
Estreno en Netflix.
A pesar de compartir el título original con la película de Mark Robson de 1956 La caída de un ídolo, poco hay de realismo urbano en Más dura será la caída, primer largometraje (y segundo neo western luego del mediometraje They Die by Dawn) del británico Jeymes Samuel, quien antes de decidirse a tomar la cámara estuvo a cargo de la producción musical de El gran Gatsby en su versión Baz Luhrmann, adyacencia de su carrera como cantante y compositor. Ese vínculo cercano con las partituras es evidente en esta película-batidora, cuyo producto final se asemeja a un licuado espeso como la sangre que combina los relatos clásicos de venganza, la estilización extrema del espagueti western y la fantasía segregacionista de un Lejano Oeste multicolor, todo condimentado con una banda sonora de canciones nuevas y viejas que recorren el reggae, el hip hop y el soul (en algún momento se lo escucha a Seal, hermano mayor de Samuel). ¿Un sub Tarantino? No necesariamente, aunque la influencia de Django sin cadenas y del cine de Q. T. en general puede advertirse en el ADN del guion –coescrito por el realizador Boaz Yakin– y, sobre todo, en la puesta en escena.
Casi siempre estimulante en términos audiovisuales, aunque algo decepcionante cuando llega el momento de sumar todas las partes, The Harder They Fall enciende los motores con una escena deudora del comienzo de Érase una vez en el Oeste, la obra maestra de Sergio Leone: la masacre de una familia, aunque en este caso hay un sobreviviente, marcado para siempre con una cruz tajeada en la frente. Años más tarde, ese niño, testigo y víctima del baño de sangre, es un joven bandolero llamado Nat Love (Jonathan Majors, primero en una extensa lista de talentos actorales afroamericanos y afro británicos), dispuesto a vengar el acto de violencia seminal ante las noticias de que el perpetrador, el villano Rufus Buck (Idris Elba), logró zafarse de su condena a prisión perpetua. A su fiel banda de forajidos, ladrones que roban a otros ladrones sin ningún año de perdón, se les suma una vieja llama amorosa, la patrona de saloons Mary Fields (Zazie Beetz), y un sheriff con cuentas sin saldar interpretado por el veterano Delroy Lindo.
Estilo sobre sustancia. Con ese horizonte diáfano e imprescriptible, las más de dos horas de Más dura será la caída avanzan sin mirar atrás y con cierto vértigo, alternando secuencias de acción con momentos apenas un poco más íntimos, en los cuales se impone la explicitación de motivos y traumas, objetivos y ambiciones. Si algo sabe utilizar Jeymes Samuel es la pantalla ancha, apoyado en una fotografía digital que logra en gran medida imitar el grano analógico de los westerns de antaño. El resto es fantasía desbordada, anacronismo, regodeo en la hipérbole. Y si bien el “western negro” no es una idea original –allí está el pionero Woody Strode, los ejemplares blaxploitation de los 70 y el revisionismo de Bandoleros (1993), de Mario Van Peebles–, lo cierto es que en el film de Samuel los ciudadanos blancos brillan por su ausencia, confinados a un tren abordado por la banda de Buck o a una ciudad que, en uno de los mejores gags visuales del film, el diseño de producción presenta a tono, casas, vallas y postes pintados del más perfecto y brillante color blanco.
Por los caminos polvoriento del Oeste se llega finalmente al enfrentamiento final, tour de force de disparos, explosiones, puñetazos y caídas desde techos que llevan la idea del duelo arquetípico al territorio del disparate sanguinolento. Es entonces cuando una vuelta de tuerca del guion sorprende con una revelación inesperada y la cualidad melodramática del proyecto termina de hacer sentido. No hay absolutamente nada revolucionario en Más dura será la caída, pero su insolencia frente al centenario género, la falta de miedo al ridículo y los múltiples juegos formales terminan configurando un cambalache que atrapa la mirada, a pesar de estar casi siempre al borde de la sobrecocción.