El collarcito de vértebras de tiburón pasado de moda una vez enterrados los años ochenta brillaba en solitario entre los hombros bronceados y desnudos de aquel surfista todavía anónimo, le daba un toque naif, aunque agregaba sensualidad a ese torso tan labrado. No sé si fue el brillo de los restos escuálidos o los rulos que se enredaban desteñidos en sus orejas -las más perfectas sobre esta tierra- lo que me embobó. No sé, porque no lo anoté, pues en esos años de veinteañera casi llegada a los 30, todavía no llevaba conmigo los cuadernitos de colores. Es decir, todavía tenía padre (vivo).
Recuerdo que él, aquel muchacho dorado, caminaba mojándose los pies con la espuma de las olas junto a unos amigos con una tabla de surf debajo del brazo, un par de ojotas sucias de arena, en una mano, y una latita de cerveza en la que se leía Bohemia, en la otra. Quienes estaban alrededor de él tenían más cuerpo y altura, pero el rubio desteñido, el bronce de su torso y sus vértebras destacaban para mí. Vio que lo miraba y me miró sin disimulo, me sonrió -tal vez guiñó un ojo, no estoy segura porque el sol jugaba en mi contra-, salió del grupo y enfiló directamente hacia donde yo estaba, tirada con la parte de arriba del bikini desatada y de espaldas, leyendo e intentando entender con mi portugués básico a los Capitães da Areia de Jorge Amado, porque estaba en una playa de Salvador de Bahía y no debe de existir mejor lugar en el mundo para leer a Amado -pensaba- que el lugar donde vivió, creó y murió.
-Si fuera un personaje de ese libro, sería el Infiltrado porque vengo a robarte una sonrisa- fueron más o menos las primeras palabras del chico con collarcito, cuando ya su sombra se proyectaba sobre mi espalda, mis piernas y se alargaba hacia el mar.
Intenté atarme rápidamente el bikini para salir de esa posición que no me favorecía y tener garantías de no mostrar más de lo pertinente en un primer acercamiento. Hice un moño rapidísimo con las dos tiras resecas al sol, sacudí la arena de mis manos, cerré el libro y me senté sobre la esterilla. Vi que toda la parte de adelante de mi cuerpo estaba tan marcada por el bambú plegable que parecía una maqueta a escala reducida de un campo de arroz. No recuerdo si me importó demasiado. La sonrisa había sido robada, aquel desconocido había cumplido su cometido, aunque para mí fuera más el personaje llamado Gato, bonito y ordinario, sensual y fuerte. Pero evité decirlo, pues estaba perdida justo entre las líneas del libro en que Gato se enamora de una prostituta. No quería parecerle una chica fácil. Por lo menos no antes de pronunciar cualquier otra palabra; tenía además la desventaja de un idioma que no era originalmente el mío. Y no quería que él se fuera.
-Soy Selva- me presenté y ridículamente estiré la mano, gesto que él correspondió pasándome la cerveza. No supe qué hacer, entonces bebí un trago sin saber si debía o no. Estaba helada, bebí dos, mientras él apoyaba la tabla de surf a mi lado para sentarse encima.
Hablamos hasta que la arena quedó lo suficientemente desierta como para que los cangrejos volvieran a salir a sus anchas, de un costado hacia el otro. Sé que me enamoré perdidamente esa misma tarde, tanto que hasta me olvidé de mi fobia por cualquier bicho que tenga un andar tan ladino como un cangrejo, un cámbaro, un ermitaño o cualquier otro tipo de crustáceo. Y me olvidé de mis amigas, que una a una se desmaterializaron sin saludar.
Yo era -soy- Selva, argentina, recién licenciada en Letras, estaba terminando la especialización en literatura brasileña y por ello estaba allí, para conocer la ciudad que inspiró a uno de los autores más prolíficos y conocidos de esas tierras. Estaba con tres amigas, también argentinas, habíamos llegado hacía cinco días y nos quedaríamos diez más. Él era -es- Vinícius, pero no de Moraes, como el de Garota de Ipanema — bromeó—, brasileño del interior de São Paulo, médico, todavía cumpliendo su residencia, y estaba allí para pasar las fiestas de fin de año junto a sus padres en la estancia familiar que sus abuelos, aristócratas del café, habían heredado de sus antepasados más ricos, esclavistas y terratenientes del cacao. Después del verano, se iría un año a perfeccionar su inglés a Londres, mientras decidía en qué rama médica especializarse.
Pasamos los siguientes diez días pegados uno al otro como caramelos masticables derretidos al sol. Dulces, colorados y felices, hasta que llegó la inevitable y cruel despedida. Él lloró -y me enamoré más- mientras aferrada a su mano tibia me apretaba contra todo su cuerpo como si mi intención fuera meterme adentro suyo -tal vez la fuera-; sentía que nunca más en la vida iba a estar completa. Intercambiamos regalos, cartitas, promesas y demasiada saliva. Dos semanas después, Vinícius estaba instalado en mi apartamento del Barrio Norte de Buenos Aires y su cuello, otra vez, con el collar de vértebras de tiburón que yo había traído colgado y acariciando sobre mi escote en el vuelo desde Salvador. Sin planes para Londres, aprendiendo contra reloj el español para cursar psiquiatría en la universidad de Buenos Aires.
Capítulo VII de la novela Nadie me llevará flores, publicada por la editorial Literálika, en octubre de 2021. A la venta en https://www.amazon.com/dp/B09KDNXPSW