¿Cómo era que se llamaba…?

Es la pesadilla de cualquier librero: la vaga descripción de un dubitativo cliente que anda a la pesca de un libro cuyo título no recuerda, apenas –con suerte– una palabrita suelta; menos que menos la editorial o fecha de publicación, quizá algunos imprecisos detalles de la trama… A ese momento tan familiar para gente detrás y delante del mostrador, que saca canas verdes a los unos y ruboriza a los otros, dedica su última obra la artista Marina Luz, que vive en Oakland, California, donde acaba de editar A Library of Misremembered Books. Dedicado a bibliófilos y ni tanto, con sus coloridas ilustraciones la también diseñadora imagina cómo lucirían las portadas a partir de los “títulos” provistos por lectores evidentemente desmemoriados, que básicamente piden un imposible. “Quiero ese libro sobre esa revista”, “La tapa era roja”, “Popular entre chicas que afanan”, “El gato posiblemente se llamaba Henry”, “Gemelos con ojos de distintos colores”, son algunos de los libros imaginarios que recrea Luz, dueña de la firma HoneyLux, a partir de estos involuntarios juegos de adivinanzas. Cabe mentar que la serie fue motorizada por el propio olvido de la mujer, tras describir desesperadamente, infructuosamente una escena fragmentada de un libro cuyo nombre aún le es esquivo, y toparse reiteradamente con el desconcierto de empleados que siguen sin entenderle ni pío. Algo normal si se tiene en cuenta de que la única pista que ofrece Marina Luz sobre el libro que le quita el sueño es que “un iceberg aparece en la noche frente a un hotel”. Una circunstancia tragicómica, dice la autora, que pretende despertar sonrisas de complicidad y asimismo homenajear al lector común que, aún cargando con el dilema, se adentra a la incómoda conversación sobre lo casi, casi desconocido. Salvo porque la tapa era roja, era un thriller aunque bastante divertido, había un triángulo amoroso, y otras huellas tanto o más inútiles.

Extraño mundo

Mucha tinta corrió el pasado año acerca del enigmático “hombre en un jetpack” que sobrevolaba Los Ángeles, avistado en reiteradas ocasiones por pilotos de aviones comerciales en las inmediaciones del aeropuerto de la urbe. Captado en video a unos 900 metros de altura cerca de la Isla Catalina, en California, la duda quedó servida: ¿quién diantres sería el misterioso tipo volador que, al mejor estilo sci-fi, usaba una mochila propulsora? A tal punto escaló la duda que el propio FBI decidió ocuparse del asunto del aeronauta no identificado, empezando una investigación que recién ahora, a más de un año de la primera alerta, está arrojando los algunos resultados. “Las autoridades federales de aviación han trabajado codo a codo, en estrecha colaboración, con el buró en materia de propulsiones informadas. Hasta ahora, ninguno de estos avistamientos pudo ser verificado”, informaron fuentes oficiales, que se han decantado por una hipótesis posible, acaso la más sensata, en tanto, según pueden aseverar los fabricantes de estas mochilas, ni siquiera llevan tanto combustible para mantener a alguien en el éter por demasiados minutos, menos que menos alcanzar semejante metraje. ¿Cuál es la teoría, entonces, que estaría apaciguando los nervios de intrigados detectives? Que no se trataría de una persona sino de... globos. Una efigie inflable de globos, en tamaño natural, de Jack Skellington, para más precisiones; ajá, el personaje principal de El extraño mundo de Jack, film animado de 1993, de Tim Burton. O sea, una decoración de Halloween que se habría soltado, elevándose al cielo, haciendo trastadas. De ser así, señala un piloto encolerizado a la BBC, pudo haber sigo igualmente peligroso “por motivar una maniobra abrupta de aviones en zona; además, de tener partes metálicas adheridas, podría haber causado daños jorobados al motor”. Salvados por la ventisca.

Singularidades literarias

Otra edición, otra lista de nominados: conforme es su costumbre desde 1978, la revista literaria británica The Bookseller ha sucumbido a su larga tradición de premiar al libro más bizarro del año. Entre los candidatos, está Hats: A Very Unnatural History, ensayo que analiza con pelos y señales el uso de aves y otros animales para la fabricación de sombreros. También figura The Life Cycle of Russian Things, enjundioso tomo que revisa cuatro siglos de la historia material rusa, desde los huevos Fabergé hasta... las tripas de pescado. Además figura un pormenorizado tratado sobre los beneficios de la leche de camello y productos aledaños. Aunque es la gente la que vota a su favorito, desde las filas de la publicación no se han privado de mentar a sus preferidos, acaso intentando mover la brújula hacia el potencial ganador. El público, empero, la tiene difícil, dada la curiosa selección. Además de elogiar a los autores de los títulos en carrera por el infame laurel, Tom Tivnan –editor de la revista y coordinador del premio– ha expresado la sorpresa que se ha llevado el hojear el travieso Curves for the Mathematically Curious, “el libro de matemáticas más excitante jamás escrito, con trasfondo erótico al abordar literalmente curvas geométricas. ¿La habitación se puso más caliente o es la espiral de Euler y las ecuaciones paramétricas?”. Tampoco le resulta indiferente Miss, I Don’t Give a Shit (“Señorita, no me importa una mierda”, su traducción al castellano), “peculiar nombre para una guía que pretende enseñar a profesores cómo lidiar con estudiantes complicados”. Así las cosas, la obra que subyuga a Tivnan es Is Superman Circumcised?, una exploración sobre el posible linaje judío del Hombre de Acero que, según su autor, el académico Roy Schwartz, bebe de Moisés, Sansón, el Golem. Y aparentemente, estaría circuncidado. Por si las mosquitas, recuerdan desde The Bookseller que no habrá ningún premio material para el escritor que triunfe, salvo el relativo honor, ¡la gloria! de hacerse del título. En cambio, sí habrá recompensa al lector que haya sugerido al premiado: “un botella de vino blanco más o menos decente”.

El bus de la siesta

Los pasajeros que se montan cada día al autobús de dos pisos de Frankie Chow, fundador de la agencia viajera Ulu, no sudan la gota gorda si el tráfico está pesado en las calles de Hong Kong: el recorrido de casi 80 kilómetros los lleva, después de todo, a ninguna parte. O, mejor dicho, el destino es lo menos importante, dado que compran el pasaje para dormir siestas cortas. “Con el tranquilizador sonido del motor, el ambiente controlado de la cabina y el ritmo del vehículo en movimiento, no se trata de una forma de trasladarse sino de un espacio crecientemente popular para que los viajantes descansen plácidamente”, informa el Washington Post sobre el reciente lanzamiento de estos tours hacia la fase REM, que buscan dar un chute de energía, pos descanso, a personas evidentemente agotadas. El ticket, por cierto, habilita a ocupar el asiento hasta cinco horas, en las que los exhaustos laburantes son provistos de tapones de oídos y máscaras para los ojos, aunque los más previsores lleguen con sus propias almohaditas para el cuello. También hay varios altos para usar el baño, e incluso –en caso que el insomnio prevalezca, como sucede con siete de cada diez hongkoneses, según un reciente estudio– paradas en spots turísticos, con espléndidas vistas. Al interior del bus, las zonas están divididas: en la cabina superior, por caso, está estrictamente prohibido emitir sonido, a diferencia del piso inferior donde algunos susurros están permitidos, por tickets que arrancan en los trece dólares. Al parecer, la siesta es una práctica habitual en esas huestes, incluso en las oficinas, donde la hora de almuerzo es aprovechada para descansar la vista, previo a retomar la estresante jornada; además, mucho se ha escrito sobre otro servicio temático: los hoteles especializados que proveen de cápsulas con los mismos fines. Existe, además, según detalla el mentado rotativo, una cuenta de Instagram, @mtrsleepers, que da cuenta de las extrañas poses de hongkoneses somnolientos en espacios públicos. “El movimiento del autobús recuerda al balanceo del recién nacido en los brazos de su madre; es muy confortable”, comparte el entrepreneur Chow, que tuvo su eureka cuando un empleado le contó que le costaba dormir en su casa, pero se quedaba planchado nomás subirse al transporte público para ir al laburo. Encantado de proveer un espacio ameno “para que la gente, estresada por sus trabajos y por la pandemia, pueda tener el merecido descanso que no consigue en sus pequeños apartamentos, compartidos con sus ruidosas familias”, su innovadora ruta está haciendo olas. Que rompen tranquilas, por supuesto.