El 86% de la población en contra de la aplicación del 2x1 a los genocidas. 500.000 personas en Plaza de Mayo y concentraciones en muchas plazas de todo el país. Los legisladores oficialistas obligados a presentar una ley que revierte el fallo que su gobierno alentó. Los legisladores de todos los partidos obligados a descartar negociaciones y aprobar esa ley en tiempo record. El gobierno nacional obligado a travestir su discurso y sumarse a la condena general. La jerarquía católica obligada a diluir una propuesta tan vergonzante que ni se animó a explicitar. Y un mar de pañuelos blancos que ondearon cubriéndolo todo.
¿Qué fue lo que produjo tanta unanimidad en el rechazo?
Lo ocurrido es una muestra de lo que llamamos la “instalación cultural” de los derechos humanos. A partir de la Declaración Universal (1948) se desencadenó la “instalación jurídica” de los derechos humanos gracias a los tratados, pactos y convenciones que fueron aprobándose en estas siete décadas. Esta instalación se duplicó con la “instalación institucional” al generarse todo tipo de comisiones, secretarías, defensorías, centros, asambleas… diferentes instituciones que posibilitan el real acceso a las normas jurídicas que consagran los distintos derechos. Pero lo más impresionante es la “instalación cultural” por la que, a partir de la recuperación de la democracia y cada vez más, los derechos humanos “están en la boca de todos” y son un discurso nuevo que circula, se replica y se define por la universalidad de los hablantes (docentes, estudiantes, comunicadores, movimientos sociales, habitantes barriales, etc. etc…) y por la apropiación subjetiva del discurso; “tengo derechos” “soy sujeto de los derechos”, “los derechos que me corresponden”. Derechos que no dependen de la dádiva, ni de la concesión graciosa del poderoso, ni de ninguna condición de mérito o logro. Una verdadera novedad autoidentitaria.
En segundo lugar esa instalación cultural que progresó desde abajo y fue ganando terreno merced al trabajo constante de las organizaciones de derechos humanos y de un sinnúmero de organizaciones sociales y culturales, encontró luego expresión y consolidación en las políticas públicas en derechos humanos que se formularon y desarrollan durante toda la década pasada.
Esta secuencia, un sólido y progresivo desarrollo desde abajo y su posterior reconocimiento y apoyo desde el aparato del Estado, ha conseguido que la instalación cultural de los derechos humanos tenga hoy la fuerza necesaria como para no ser afectada ni por la descalificación presidencial –el “curro de los derechos humanos”, el intento de borrar el feriado del 24 de marzo– ni por las reiteradas afirmaciones negacionistas de sus funcionarios más cercanos, ni por la merma en la financiación a los programas de derechos humanos.
Más aun, y esto es lo más significativo, la instalación los derechos humanos en la cultura no parece haber sido afectada ni siquiera por el constante empeño de los medios más concentrados, los que desde el momento mismo de la asunción de nuevo gobierno –la nota de La Nación de diciembre de 2015 es quizás el caso paradigmático– pusieron en marcha una campaña a favor de la teoría de los dos demonios, del negacionismo, del fin de los juicios de lesa humanidad, del arresto domiciliario y de la liberación de los genocidas. La gigantesca y multisectorial movilización del diez de diciembre demuestra que tampoco esa generalizada campaña mediática pudo hacer mella en una cultura de los derechos humanos que, con una energía sorprendente, se manifiesta dispuesta a no permitir que se traspongan ciertos límites que casi unánimemente considera absolutos.
Un atisbo de lo que hoy vivimos fueron las convocatorias en contra de los femicidios y a favor de mantener el 24 de marzo como fecha inamovible. En ambos casos la ciudadanía definió el límite absoluto, el nunca más, el ni una menos, una raya que ya no se puede cruzar… como tantas veces antes fuera cruzada y violada.
Un tercer señalamiento: en este caso, el límite insoportable ha sido el de la impunidad. O quizás más precisamente aun, la posibilidad que la impunidad posibilita: toparnos a los genocidas por la calle o compartir con ellos lugares de vivienda, de transporte, ¡de recreación! Esta idea, vista desde la perspectiva de los derechos humanos permitió una unanimidad, una certeza, una fortaleza insospechada: no lo queremos así, no lo permitiremos así, haremos lo que sea necesario para que nunca más esto ocurra. Todos y todas, pacífica y poderosamente hemos decidido que esto no. Nunca más.
El mar de pañuelos será, para siempre, un símbolo nuevo y una promesa firme. Porque miles y miles de pañuelos multiplican el puñado que hace cuarenta años comenzara a marchar en la Plaza de Mayo.
* Docentes-investigadores. Universidad Nacional de Quilmes.