Sobre aquellos que se transmite de boca en boca, sobre esa “forma artesanal de la comunicación”, Walter Benjamin afirma que, en determinadas circunstancias, no se puede compartir la experiencia. Notaba que, tras la guerra, volvían enmudecidos los que habían estado en el campo de batalla. “Es que hay cosas que uno ha pasado que son imposibles de ser contadas”, dice Laura Yusem, directora de ¿Tenías frío?, espectáculo sobre “el golpe del Golpe” que se presenta en CasaSofía (Fitz Roy 1327, sábados a las 21), con dramaturgia de Natalia Casielles y actuación de Silvia Ataefe, Daniel Braguinsky, María Ceballos, Ana Rodríguez Arana y Guillermo Rodríguez Riedel.
El proceso de trabajo se inició cuando los actores, todos exalumnos de actuación de Yusem, le pidieron que los dirija. Y enseguida surgió el tema de lo vivido en los años ’70. “Todos fuimos compartiendo recuerdos personales y buscamos materiales que fueron integrándose en la dramaturgia”, cuenta la directora. A golpe de fragmento, el espectáculo habla de enfrentamientos armados, de la espera de un ser querido, del desconcierto que producen las respuestas a preguntas que no pudieron formularse en la niñez.
La puesta muestra a los personajes en actitud vacilante entre libros y papeles arrugados, obsesionados por vencer las trabas que les impiden contar lo que han vivido. Además de El narrador, ensayo del mismo Benjamin, otros textos inspiraron el montaje: En mi nombre, de Angela Pradelli, y La revolución es un sueño eterno, de Andrés Rivera. También integran esta obra coral tres poemas de Hoy, el último libro escrito por Juan Gelman, esa “suerte de «Guernica» de las palabras”, como lo definió Jorge Boccanera.
Yusem subraya la decisión de estrenar este trabajo en CasaSofía, centro cultural dedicado a la política, la performance y el trabajo social. Sofía fue la hermana mayor de su madre, “una mujer extraordinaria que sobrellevó con enorme entereza y lucidez la desaparición de uno de sus hijos”, cuenta la directora, quien describe su juventud signada por el pensamiento de izquierda que compartían todos los habitantes de su casa. Luego de su regreso de Cuba, apenas iniciada la revolución, sin dar nombres cuenta haber estado en contacto con cuadros de importancia de las FAR, luego adscriptos a Montoneros.
-¿Dudó en ponerse a trabajar sobre este tema?
-Sí, pero no porque pensara que podrían estar fuera de época sino porque dudaba de mi capacidad de contar algo sobre aquel momento sin volverlo superficial, porque tenía miedo de banalizar o de caer en el clisé. Finalmente, se fue armando el espectáculo, por la fuerza de determinación del grupo.
-¿Cómo fue vivir en una familia tan politizada?
-Fui criada en una casa en la que se reunía el Comité Central del Partido Comunista. Venían disfrazados porque los perseguía el peronismo. Yo era chica y verlos cuando llegaban me hacía mucha gracia. A los 20 viajé a Cuba y allí comprobé que era posible una revolución. Mi vida estuvo signada por todo esto y siempre me interesó pensar en los daños colaterales, en cómo se destruyeron familias, en cómo la tortura y la muerte está presente como en toda guerra.
-¿Cómo fue su militancia en los ’70?
-En aquella época trabajé en el grupo Podestá que dirigió Juan Carlos Gené. Éramos 70 actores que hacíamos teatro en las villas. Y como periodista estaba en la JTP. Pero en este trabajo no quise referirme a la élite que yo conocí, porque me interesaba la figura del militante de base, del que estaba dispuesto a morir, como les sucedió a miles.
-¿Cómo estructuraron la obra?
-Para armar el espectáculo elegimos el camino del ensayo de Benjamin, que dice que no se puede transmitir lo vivido porque es inenarrable. El espectáculo finalmente habla de aquella época desde lo personal y desde los textos elegidos. Me sorprende la reacción del público. Un espectador me dijo que había conseguido hacer una sonata, algo verdaderamente difícil.
-¿Qué espacio ocupa la novela de Andrés Rivera?
-La revolución es un sueño eterno echa luz sobre la época y enmarca muy bien las otras experiencias porque, refiriéndose a los revolucionarios de 1810, marca una continuidad: aunque puede haber excepciones, todo revolucionario sabe que va a morir joven y que “una revolución no sería un té servido a las cinco de la tarde”.