La galería de arte de Güemes 2255, en pleno Pichincha Soho rosarino, se transformó en un espacio extraño, como una versión onírica de su propia arquitectura condensada con el rastro diurno de esperar ante un turnero en algún local. Mariana Telleria lo hizo otra vez, y lo hace cada vez mejor: su instalación La pesadilla del sol, en Diego Obligado, es de lo más artístico y atrozmente bello que pueda verse en la ciudad. Belleza revulsiva, como proponían los surrealistas, sus precursores. Y que no sólo puede verse sino, tanto en lo intuitivo como en lo sensorial, sentirse. Es una obra literalmente candente, que eleva la temperatura del cuerpo a la vez que se integra con un cada vez más apreciado piso de diseño geométrico en baldosas acaso centenarias. Mariana tomó cuatro o cinco decisiones. Intervino arquitectónicamente la sala para emplazar un único objeto en una hornacina rectangular que interrumpe el área central de un muro diagonal postizo, que fue agregado; el muro también obstruye, en parte, la ventana, que fue revestida en vinilo traslúcido en tonos naranjas. Traslúcido y no transparente; así, desde adentro de la sala, se ve la calle como un vago recuerdo de la víspera. La atención se recoge hacia el interior. Es una ambientación efímera que trabaja sobre lo sensorial y lo intuitivo al modo de la arquitectura religiosa, aunque sin la función moral y social de esta última.

La luz es rojiza, crepuscular, como de fuego. Hay algo de infernal en esta atmósfera. O de antesala, al menos. Al lado del turnero, cae una gruesa cortina negra, con espesos pliegues aterciopelados; detrás, el misterio. Hemos esperado turno para algo que no sabemos qué es, para pasar a otro lugar que ignoramos. Todavía es muy pronto para describir el objeto protagonista. No le asignaremos ningún sustantivo aún, sí adjetivos y verbos. Es solar, irradia luz y calor desde el centro; pero desde un centro enaltecido, elevado, puesto fuera del alcance del espectador, como en el origen cultual del arte según Peter Bürger en Teoría de la vanguardia. La blanca pared falsa parece venírsenos encima. El objeto consta exclusivamente de ángulos rectos y de cinco estufas de cuarzo encendidas. El número que las económicas líneas en lo alto dibujan con luz roja es el 9.

Una matemática del espacio. A esta altura de su admirable trayectoria, podemos decir que la obra de Mariana Telleria sigue con parsimonia tres ejes. Uno: la búsqueda de algo así como una inocencia de los símbolos, un casi imposible retorno de los signos cargados culturalmente a su estado prístino de pura forma. Dos: la transformación de los espacios del arte, públicos o privados, de modo temporario pero impactante. Tres: la concepción y concreción de los dos puntos anteriores en proyectos y en realizaciones de una suprema elegancia, en el sentido de concisión y economía, de fluidez formal; en el sentido en que se calificaría como elegante la solución de un problema matemático.

Sumemos a estos tres un cuarto eje, no buscado, que es el del escándalo. La cortina se corre y detrás, en la trastienda, está la artista, hablando de su obra en un tono abrasivo que sintomatiza los años de incomprensión y malentendidos con la opinión pública: una opinión pública tan tosca en sus enunciados como refinada es la obra de esta rufinense radicada en Rosario, harta ya de "la pelotudez conceptualista" del mundillo local. La artista argentina que representó a su país hace dos años en la Bienal de Venecia, que ama el tenebrismo barroco al punto de reproducir sus penumbras y tinieblas en los entornos contemporáneos que crea; la que postuló de obra en obra una relectura de la imaginación barroca en sus conexiones sutiles con el surrealismo, unidos ambos períodos en la imagen de una belleza nocturna, sonámbula, casi maldita (maldita en el sentido de la poesía o los poetas malditos, como su admirada Alejandra Pizarnik), para Rosario sigue siendo la chica que pintó de negro el Museo Castagnino en 2014. 

Si hubiera que pegar una etiqueta, diríamos: Nueva Geometría. Y nada más. Como reza un axioma de Ludwig Wittgenstein: de lo que no se puede hablar, hay que callar. ¿Y el objeto? ¿Así que es una cruz? No, porque al decir "es" y "cruz" lo destruiríamos todo, todo el fino entramado de redenciones que teje Mariana en torno a la forma (y sobre todo a la forma ortogonal) para rescatarla de su caída en el símbolo. Redención en el sentido revolucionario, expropiador, el que le daba Walter Benjamin a esa palabra. Librar a las formas de su explotación por el significado: una redención maldita. "La figura-cruz ya no consigue identificarse consigo misma", escribe Alejo Ponce de León en el catálogo. En la trastienda hay también un rosario. Los objetos que lo forman parecen querer sacudirse el peso de una palabra que porta toda una ciudad.