Una de las imágenes más potentes e inolvidables de Noche de fuego, primer largometraje de ficción de la realizadora salvadoreña –residente en México– Tatiana Huezo, se despliega a los veinte minutos de comenzada la proyección. La protagonista, una niña que luego será adolescente, está sentada en un sillón de la única peluquería para mujeres del pequeño pueblo donde nació, escondido entre montes, selvas y malezas, acechado por la policía militar y por el polvo de la cantera que todos los días explota las piedras. Más arriba está el campo de amapolas de donde se extrae el opio, propiedad del cartel narco de la región, mandamases de la vida y de la muerte, de los cuerpos de los habitantes del lugar. Ana (la expresiva Ana Cristina Ordóñez González, debutante absoluta en la pantalla) escucha las excusas de su madre para cortarle el pelo “como un chico”: si no se van los piojos, no la dejarán volver a la escuela. La verdad es otra, ligada a la tremebunda práctica de los narcos de secuestrar y llevarse niñas y adolescentes con fines innombrables. Cuanto más machona la imagen de Ana, menos probabilidades de que ocurra lo peor. La cámara de Huezo se clava en el reflejo de Ana mientras las tijeras hacen su trabajo y las lágrimas comienzan a aflorar sin posibilidad de ponerles freno. La violencia, es sabido, tiene mil y una formas.
Ganadora de una mención especial en la sección Una cierta mirada del Festival de Cannes a mediados de este año, Noche de fuego comenzó desde entonces a recorrer una gran cantidad de festivales –en San Sebastián se llevó el premio mayor de la competencia Horizontes Latinos–, y desde este miércoles podrá verse en la plataforma Netflix, sumándose a un nutrido y estimulante paquete de films latinoamericanos que fueron lanzándose durante este mes, entre otros 7 prisioneros, del brasileño Alexandre Moratto, y Una película de policías, del mexicano Alonso Ruizpalacios. Tatiana Huezo viene desarrollando una carrera como documentalista con títulos como Tempestad y El lugar más pequeño –esta última sobre las consecuencias de la guerra civil en su país de origen, El Salvador– y logra en su primera aproximación al universo de la ficción un relato que conjuga la denuncia de la violencia narco y su connivencia estatal con un carácter evocativo de enorme lirismo, escapando al mismo tiempo de las trampas de la simple explotación narrativa de temáticas que –para bien y, sobre todo, para mal– suelen hacer las delicias de los festivales europeos.
Noche de fuego, que acaba de ser elegida para representar a México en los premios Oscar, es una adaptación libre de Prayers for the Stolen, cuyo título refiere a las plegarias por aquellas personas que han sido “robadas”, escrito por la autora mexicano-estadounidense Jennifer Clement y publicado en 2014. “Un día me llamó el productor Nicolás Celis y me pidió que leyera un libro, que en español se titula Ladydi. Era la novela de Jennifer Clement. En ese momento me encontraba trabajando en la investigación de un nuevo proyecto documental sobre el universo de la infancia y la adolescencia”. Las palabras de Huezo en una rueda de prensa internacional de la que participó Página/12 refieren al origen de un proyecto que partió de un texto ajeno y terminó siendo extremadamente personal. “Devoré el libro de Clement en tres días y me enamoré de la niña protagonista, de cómo este personaje se da cuenta de lo que implica ser una mujer en un contexto violento. También me cautivó el entorno en donde se desarrolla la historia, la montaña de Guerrero. La novela tiene una fuerte investigación periodística sobre el mundo de la siembra de amapola en México, y recuerdo que eso también me pareció muy valioso”.
-¿Cómo fue el proceso de adaptación de la novela hasta llegar al guion final?
-Me emocionó mucho la posibilidad de encarar un nuevo reto en mi camino y le dije que sí a Nicolás Celis, pero recuerdo haberle pedido una sola cosa: tener libertad creativa en todos los niveles. Yo sabía que sólo podía aproximarme a esta esta historia desde mi propia búsqueda, sumergiéndome emocionalmente en ese universo infantil a partir de mi propia experiencia. Tengo una hija de nueve años a quien veo crecer cada día y eso me hace mirar hacia atrás, a mi propia infancia. Para mí era fundamental poder hablar desde mi punto de vista sobre el contexto violento que envuelve a la historia, mi propia mirada sobre México. Nicolás estuvo de acuerdo en que yo hiciera mía la novela y en que la llevara hacia donde yo necesitaba llevarla. El libro fue un gran punto de partida y toda una inspiración para reinterpretar y adaptar esta historia.
-¿Cómo sintió la transición del documental a la ficción?
-Pienso que en mis películas anteriores hay una búsqueda permanente de mecanismos narrativos muy cercanos a los que se usan en la ficción. Suelo poner en escena momentos de la vida de los personajes, situaciones que descubrí durante la investigación y por los que fui tocada de alguna manera. También suelo “provocar” emocionalmente a los personajes; pienso que el reto de una entrevista es provocar y atrapar, entre otras cosas, los sentimientos de un ser humano. La estructura dramática también es algo que siempre he trabajado con mucho tesón antes de lanzarme a rodar mis películas anteriores, así como la construcción del universo estético y la forma narrativa. En ese sentido, me gustaría aclarar que siempre he visto al cine documental como la posibilidad un viaje poderoso, emocional y sensorial. Cuando llegó la oportunidad de escribir y dirigir Noche de fuego, mi primera ficción, no lo dudé un solo minuto. Era la oportunidad de llevar más lejos esa búsqueda y experimentación que ya había comenzado en mis documentales.
-Noche de fuego es un relato de crecimiento y un drama sobre la violencia y el crimen, narrados desde una perspectiva femenina. ¿Esto último era algo que le interesaba particularmente?
-No concebí la historia como una bandera femenina o feminista. El reto era construir personajes complejos y humanos con quienes se pueda caminar de la mano y sentirlos muy cerca. Me propuse no juzgar a los personajes, no encasillarlos ni definirlos de manera total, para evitar empobrecerlos. Efectivamente, hay un entorno criminal y violento, donde los personajes femeninos están expuestos a la brutalidad, pero no me interesaba victimizarlas. Eso es profundamente aburrido en una película y la vida no es así. Para mí era importante construir personajes femeninos reales, llenos de claroscuros. Son niñas que cuestionan a sus madres, que cuestionan el mundo en el que viven y que, de alguna forma, adquieren un pensamiento crítico en la escuela, con los maestros rurales que llegan al pueblo. Son niñas-semilla. Así me gustaba imaginarlas mientras escribía: mujeres que podrán incidir en su realidad, más allá de la tragedia que se avecina.
-También hay un aspecto social muy marcado ¿En qué medida el país que describe la película refleja el México real contemporáneo?
-Creo que el México real es más duro que el que se refleja en la película. Hace ya muchos años que nuestro país está marcado por el saqueo, la violencia y la impunidad. El discurso de la “guerra contra el narcotráfico”, que inauguró el expresidente Felipe Calderón, pareció ser una de las razones más fuertes para justificar miles de muertos y desaparecidos a lo largo y ancho del país. Esta guerra absurda que dura ya casi quince años es solo la punta del iceberg y ha dejado al descubierto, entre otras cosas, la colusión entre autoridades y el crimen organizado. En ese contexto de impunidad, en donde todo vale, en donde no hay rendición de cuentas frente a la justicia, la mujer se encuentra muy expuesta. Todos los días escuchamos historias de niñas y jóvenes que desaparecen; en muchos casos, esta situación tiene que ver con el millonario negocio de la trata de personas. En Noche de fuego el tema de la violencia está representado por el contexto que envuelve a las protagonistas. Hace tiempo que trabajo con estos temas, y no he logrado apartarme de ahí. Me impactan mucho las resonancias que esta violencia deja en el interior de las personas y cómo la vida de una persona, de una familia, se trastoca de forma irreversible cuando está inmersa en un contexto como el que se vive en muchos pueblos y ciudades de México. Pienso que la raíz de toda esta violencia es la tremenda desigualdad económica, y que la verdadera tragedia es cómo hemos normalizado esta violencia, cómo nos hemos acostumbrado a ella. Creo que las historias que logran conectarnos con quienes viven la angustia de tener a un ser querido desaparecido nos ayudan a cuestionarnos, a no olvidar lo que está pasando desde hace muchos años en México.
-¿Cómo fue la búsqueda de las actrices, niñas, jóvenes y adultas, que terminaron interpretando a los personajes?
-No fue fácil. Había que encontrar a tres protagonistas de nueve años y a sus “clones” adolescentes. Esto supuso un alto grado de dificultad en el casting, que sin duda fue uno de los retos más grandes del proyecto. Por otra parte, intuía que trabajar con niñas de la ciudad les restaría credibilidad a los personajes. Para mí era importante que estas niñas compartieran aspectos esenciales con los personajes escritos en el guion y, entre otras cosas, debían ser niñas del campo, que vivieran en un ámbito rural. La historia se desarrolla en la montaña y las niñas iban a andar muchas veces descalzas, se debían tirar en el río helado, debían tener una relación con la tierra, con el ganado, etcétera. El casting duró en total un año y participaron alrededor de ochocientas niñas de distintas zonas rurales del país. Básicamente, las audiciones consistían en saber quién era la persona, cómo era su vida cotidiana, cuáles eran las responsabilidades en casa y que había detrás de sus afectos familiares. Aunque el reparto de la película está integrado por actores profesionales y no profesionales, ninguna de las seis niñas que finalmente encarnaron a los personajes eran actrices, y todas tuvieron un fuerte entrenamiento para poder realizar este proyecto.
-La escena en la que la protagonista, Ana, debe someterse a un corte de pelo obligado tiene un fuerte impacto simbólico. ¿Cómo se preparó esa escenas?
-Decidí trabajar con una serie de motivaciones, que no necesariamente estaban relacionadas con los verdaderos motivos que había detrás de cada secuencia, sobre todo en el caso de las niñas. Y esas motivaciones emocionales partían siempre de sus propias vidas, de sus miedos, de sus pérdidas. La niña actriz, Ana, sabía que en algún momento iba a suceder eso durante el rodaje, eso estuvo claro desde el comienzo. En el taller de preparación hicimos solamente un ejercicio al respecto para no desgastarla emocionalmente. Trabajamos “la despedida”, lo que implica despedirse de algo o de alguien que realmente amas. Ella hizo este ejercicio frente a un espejo con profunda emoción. La escena del pelo fue un gran momento que Ana nos regaló, y pienso que ella es una actriz nata. Llevábamos ya varias semanas de rodaje y cuando llegó ese momento me dijo: “Tatiana, dime exactamente en qué momento debo llorar”. Me lo dijo con frialdad y con la claridad de intuir lo que yo necesitaba para esa escena. Recuerdo que mi respuesta fue: “Te lo voy a decir durante la toma, en qué momento empezarás a despedirte de tu pelo”. El trabajo previo sobre la despedida ya estaba en la memoria emocional de Ana, y el momento del corte de pelo fue un largo plano que no tuvo interrupciones, para dar tiempo a que esa despedida sucediera.
-¿Qué elementos del cine documental cree que son importantes mantener en el rodaje de una ficción?
-Pienso que los documentalistas observamos agudamente la vida de los otros, intentamos descubrir y entender de qué están hechos los personajes que ponemos en una película. Nos volvemos cómplices y testigos y eso nos acerca profundamente a ellos. Desde esa mirada e intención intenté construir a los personajes de Noche de fuego. Viniendo del documental, el instinto que implica trabajar con la realidad se convirtió en mi única brújula. El reto era intentar acercarme todo lo posible a la verdad que hay en la vida cotidiana y encontrar algo de veracidad en las acciones de los personajes. La diferencia entre el mundo de la ficción y la del documental es que en el documental todos los elementos con los que vas a trabajar ya existen: están los personajes, los hechos por los que transitan, sus circunstancias y los espacios que habitan. En la ficción hay que crearlo casi todo, muchas veces desde cero. En esta película generamos el viento, la lluvia, los incendios. Se creó cada espacio: el campo de amapolas, la fiesta del jaripeo, la casa de Ana. Se buscaron todos los objetos, cada color y textura en las paredes. Y luego hay que dotar todo eso de una enorme coherencia para que funcione y tenga credibilidad. El planteo de la puesta en escena fue en este sentido: la cámara debía adaptarse a los personajes y no al revés. Decidí que fuera una cámara en mano libre, muy viva, como nuestras niñas. Le pedí a Dariela Ludlow, la directora de fotografía, que en esta película no hubiera marcas de foco. También le pedí que intentara iluminar los 360 grados y que moviera lo menos posible las luces para no entorpecer la progresión dramática de las escenas, sobre todo en el caso de las niñas, que no eran actrices profesionales. Hizo un trabajo extraordinario. La verdad es que todo el equipo creativo y técnico que me respaldó se dejó la piel haciendo esta película.