Cuando no sabía ni leer ni escribir, cuando mi hermana y yo compartíamos habitación, cuando Buenos Aires era muy distinta, cuando todavía no iba al colegio de las monjas ni había decidido estudiar letras, cuando no había sufrido una dictadura ni había tenido que soportar el exilio, cuando no era escritora ni soñaba con serlo, cuando no había tenido dos hijas ni les había hablado de un país situado en el sur del sur, cuando no me había hecho mayor, ni había nacido mi nieto, un día tan remoto como preciso (qué borrosa y exacta es la memoria de la infancia), nos despertamos, mi hermana y yo, con una desconocida muy elegante sentada a los pies de nuestra cama.

Vestía un traje sastre oscuro, sombrerito ladeado, el pelo tirante preso en un moño y guantes de cabritilla. Es posible que, a través de los cristales de la habitación, trepara el fragor de la calle y que el sol oblicuo de la ciudad iluminara la pared. Uno de esos inviernos húmedos y australes, de mantas a cuadros, camisones con florcitas.

La extraña hablaba y hablaba, pero no entendíamos sus palabras.

De pronto, soltó:

-Ahora no me entienden, pero ya me van a entender.

(Al escribir esta frase, pienso que podría escribir: “ahora no me entendéis, pero luego me vais a entender”, pero entonces el castellano era uno solo, manso y propio, como un gato).

Mi hermana y yo la miramos fascinadas.

Y así, sin hablar nunca más en castellano, entró Missis Tanasescu en nuestras vidas.

Dice mi hermana que es imposible, pero puedo recordarme en la cuna, puedo recuperar el vértigo de cuando me sujetaba a la pata de una mesa antes de dar un paso, puedo revivir el universo que se abrió cuando Missis entró en nuestras vidas. Su marido cumplía las funciones de secretario de mi padre y mientras nuestros hermanos iban asomándose a la vida, mi hermana mayor y yo nos adentrábamos en el mundo de las hadas.

Mi familia no era ni cercana ni afectuosa, si pienso en esos años infantiles recuerdo a Missis más que a mi madre. Era alta y delgada, cariñosamente distante y sumaba a su dureza un don misterioso: sabía contar historias. Después de cenar, se sentaba junto a nosotras y abría ceremoniosamente un libro, lanzaba al aire un Once upon a time y ese “Había una vez” sonoro o susurrado levantaba el telón de la fábula y la habitación dejaba de ser una habitación en Buenos Aires para convertirse en el espacio de unos cuentos que se narraban en inglés. Muchos años más tarde, cuando visité Euskadi, alguien me contó que no sabía escribir en euskera, pero que los relatos infantiles persistían en el idioma de su infancia. El idioma del afecto.

Con Missis llegaron curiosas cestas de Pascua sembradas con alpiste, el verde esponjoso acunaba unos huevos de gallina teñidos de colores, galletas de jengibre, mermeladas de frutos rojos un poco agrios.

Tuve que hacerme mayor para comprender que Missis Tanasescu no era, ni por asomo, lo que parecía. No era inglesa, sino rumana, y llevaba un número grabado en el brazo. Este hecho, que llevaba a pensar que era judía, indicaba más bien lo contrario. Había estado en un campo de concentración, pero en un campo comunista, y ella, esa mujer entrañable que iluminó mi infancia era, en realidad, partidaria de los nazis. Tampoco era institutriz, sino que ejercía el oficio porque no le quedaba más remedio, la guerra la había catapultado muy lejos de las fronteras de su patria. Missis era, en realidad, filóloga. Todos estos datos los recuperé más tarde, en esos intentos vanos que solemos hacer para comprender la infancia. Vivía en una casa pulcra y sencilla, a las afueras de Buenos Aires, con su marido y un hijo adolescente, del que mi hermana y yo estábamos enamoradas. A veces nos invitaba y hacíamos ese viaje en tren hacia los bordes de la ciudad, los altos edificios del centro iban disminuyendo, avanzaban los jardines y el campo, se desarmaba Buenos Aires mientras crecía nuestra ansiedad por sus postres impensados, los traguitos de licores fuertes hechos por ella misma con frutos de un bosque remoto, árboles de nombres imposibles moteados por espesos copos de una nieve que no habíamos visto jamás.

Yo quise a esa mujer severa, con ella aprendí que la literatura es, siempre, traducción de palabras y de mundos, que las contradicciones existen y que es muy duro vivir lejos de casa.

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Buenos Aires era una ciudad de inmigrantes, tejida por viajes, pobreza, exilios, idiomas y acentos que se entrechocan como espadas. Un banco en una plaza, estoy charlando con un mendigo. Europeo, no sé de dónde, con un castellano que parece tropezar sobre las piedras. Dice que es la personificación del cometa Halley. “Soy idéntico” repite. Rostro afilado, ropa inmunda, una barba sorprendentemente cuidada. Ojos como pedruscos, febriles. Cuenta historias de violencia, de guerras, de huidas, dice algo sobre un cañón, como si fuera el dial de una radio cambia de idioma. Le hablo, pero no me escucha. De pronto me mira fijamente y dice: “Estoy sordo. Las bombas”.

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Mientras en la mesa familiar se comentaba la política en francés, en la cocina las criadas hablaban en guaraní. El idioma como frontera, como secreto, como ideología. 

Ya éramos cinco hermanos. "Vous étes le numero 329", fue lo primero que escuché en el colegio, vestida con un delantal negro que me cubría las rodillas. El edificio enorme, la glicina portentosa que subía hasta un tercer piso y que le dio, a esa infancia gélida, una alegría violeta.

Cuando me interrogaban en francés, respondía en inglés, La situación era cómica, pero yo tenía cinco años, y no me hacía gracia. La lengua del afecto se desmoronaba. nunca he vuelto a hablar en inglés.


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Primer mandamiento: no mitificar. El olvido también nos esculpe. Si la infancia es un paraíso perdido, nada de lo que vendrá después logrará superarla, la melancolía de todo tiempo pasado fue mejor obstruye la esperanza de que lo mejor esté por llegar. No negar ni la crítica, ni el dolor. Segundo mandamiento, que se desprende del primero: no llevar la infancia a una perfección inhumana. 

Entre los pormenores indecisos del pasado, voy narrándome. Al escribir reviso y reformulo. Fundo y confundo. La memoria es un arma de doble filo. 

Fragmentos de Una casa lejos de casa de Clara Obligado, un ensayo íntimo acerca de la lengua como hogar y la escritura como tierra extranjera y del exilio, que acaba de publicar EME editorial.