En la edición del pasado sábado 13/11 José Pablo Feinmann comparó en estas páginas la situación argentina actual con la de Alemania durante la República de Weimar (1919-1932). No fue el primero, otros antes de él se aventuraron en ese ejercicio de política comparada para ilustrar los peligros que anidan en democracias débiles o inestables. Desde el punto de vista del análisis histórico y político la comparación debería suministrarnos elementos que nos permitan comprender mejor fenómenos complejos a partir de sus semejanzas y diferencias. Desde la perspectiva de la acción política la comparación puede funcionar a la vez como brújula que indique el camino a seguir (que otros ya recorrieron con éxito) y/o como alerta que advierta contra los peligros que conllevan determinadas decisiones y situaciones. En este último caso la intención política de la comparación, encomiable cuando se trata de salvaguardar un bien mayor (derechos), conlleva el riesgo de distorsionar, en aras de la concientización y movilización, la comprensión de realidades difícilmente comparables.
Una de las ironías del artículo es que en su tono pesimista omite rescatar la importancia de la experiencia democrática argentina de los últimos 40 años, experiencia que ha dejado huellas imborrables en nuestra historia y cultura política, y que hoy está más viva que nunca en los diferentes colectivos de defensa de los derechos. Aunque no fue el único factor en el fin de la dictadura del Proceso el movimiento de derechos humanos sentó un paradigma diferente para pensar y hacer política en Argentina, y apuntaló el proceso de retorno a la democracia con una base moral incuestionable. En cambio, y al igual que después de la Segunda Guerra Mundial, en 1919 la democracia alemana llegó impuesta “desde afuera”, de manera abrupta, cuando la socialdemocracia dejó de apoyar una guerra que no se podía ganar y la sociedad, acuciada por las privaciones, le retiró el apoyo al gobierno imperial.
La república creada en 1919 no tenía detrás un pasado democrático en el cual inspirarse y apoyarse, y carecía por lo tanto de una sociedad civil dispuesta a resguardar los derechos consagrados en la avanzadísima Constitución de 1919. Weimar no hizo el corte con el pasado que Argentina hizo desde 1983 ya que los partidos democráticos y las organizaciones sociales que los apoyaban carecían de la fuerza suficiente para imponerse a las antiguas elites imperiales (burocracia, ejército, industriales y terratenientes), o bien moderaron sus reivindicaciones por miedo a la revolución marxista. En contraste con el juicio a las juntas, los tribunales alemanes no sólo no acataron el Tratado de Versalles, cuyos artículos 227 a 230 establecían el juicio y castigo de militares responsables de crímenes de guerra; tampoco se tomaron en serio la ola de violencia de extrema derecha que segó la vida de los revolucionarios Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, el político católico Matthias Erzberger y el industrial Walter Rathenau.
Impacto
¿El impacto conjunto de la deuda externa y la pandemia son comparables con las consecuencias de la Primera Guerra Mundial? Si pensamos en los efectos de la deuda argentina y las reparaciones alemanas la tentación de responder por la afirmativa es difícil de resistir. Al desviar parte de la recaudación para cubrir obligaciones externas ambas impusieron fuertes restricciones sobre la capacidad de los gobiernos para hacer política económica. Es más, dado que por razones políticas o socioeconómicas no se pudo o quiso aumentar los impuestos, en los dos casos los gobiernos recurrieron a préstamos externos. Tras repetidos defaults de los pagos en especie, en 1924 y 1929 los gobiernos alemanes acordaron con los banqueros norteamericanos Dawes y Young un plan para el pago escalonado de las reparaciones. De los 132 billones de marcos oro estipulados por la Conferencia de Londres (1921) Alemania terminó pagando entre 17 y 19 billones (entre 2,1 % y 2,4 % del ingreso nacional para el período 1919-1932). La Gran Depresión y la Moratoria Hoover (1931) eliminaron el resto de un plumazo.
Más allá de los factores coyunturales que inducen a una semejanza algo engañosa, el factor central aquí es el hecho de que Alemania ya contaba con una economía industrial de larga trayectoria, altamente desarrollada y competitiva, e íntimamente integrada con el sector financiero. La guerra la descapitalizó pero una vez estabilizada la situación política y económica a mediados de los años 20, la economía alemana recobró su impulso. Lo mismo ocurrió después de 1945, aunque en un escenario político e internacional radicalmente diferente.
Por otra parte, algunas observaciones sobre un punto en el que sí creo que las similitudes entre Alemania y Argentina son comparables. En un texto clásico sobre el tema el sociólogo Rainer M. Lepsius calificó a los partidos de derecha del Reichstag (parlamento) como oposición “desleal”, concepto que en su sentido más profundo de falta de apego real (y no meramente formal) a los valores democráticos, no está demasiado lejos de las actitudes “destituyentes” de algunos sectores políticos locales. Ese fenómeno es parte de lo que cabría denominarse una “esfera pública antidemocrática” que en Weimar la conformaron los intelectuales y publicistas de la revolución conservadora (Carl Schmitt, Martin Heidegger, Oswald Spengler, Ernst Juenger, entre otros). En Weimar fue desde esa esfera pública que se montó una campaña para erosionar la credibilidad de la joven democracia alemana, campaña en la que abundaron, junto con la violencia física, los diagnósticos y pronósticos catastrofistas y un lenguaje anti-sistema saturado de discursos de odio.
*Profesor Investigador, Departamento de Estudios Históricos y Sociales, Universidad Torcuato Di Tella