La melena de la mujer luce ligeramente alborotada; su boca entreabierta, insinuante. Como también su bata, con un escote sugerente. En esa pose natural e íntima de este espléndido busto en mármol -creado entre 1636 y 1637, en impecables condiciones tras una reciente restauración- se percibe la piel nívea, inmaculada. Lo que de ningún modo puede deducirse viendo esta obra maestra del admirable escultor y arquitecto Gian Lorenzo Bernini -una de las pocas que realizó sin que mediara un encargo eclesiástico, acaso para lograr ver a diario a su amada- es el violento destino que marcaría el terso rostro de la musa…
De noble familia de Siena, Costanza Bonarelli tenía 22 años cuando conoció a Bernini, y era esposa de Matteo B, uno de sus discípulos. El ya consagrado artista quedó prendado de la muchacha y ejerciendo sus conocidas habilidades como seductor, consiguió atraerla y se convirtieron en amantes. Pero, en 1638, al descubrir que ella tenía un idilio con su hermano Luigi, Bernini quiso “aleccionarla” con un castigo cruel. Ordenó entonces a uno de sus criados hacerle una visita a Costanza y, navaja mediante, tajearle la cara para desfigurarla. Para más inri, en un episodio público y muy penoso, los sbirri se presentaron luego en casa de la mujer para apresarla, acusándola de adúltera. Con una profunda lesión en la mejilla izquierda, ella cumplió condena encerrada en el Monasterio di Casa Pia, convento destinado a encauzar a ovejas descarrilladas; o sea, a “regenerar” prostitutas.
Varios meses más tarde, en abril de 1639, luego de escribir una desgarradora súplica al gobernador, Bonarelli fue “devuelta” a su marido que supo aceptarla buenamente, con el que erigió un floreciente negocio como marchantes de arte, que sostuvo inclusive después de muerto su cónyuge. Por el crimen, por cierto, al ungido Bernini poco menos y le dan un apretón de manos: el Papa Urbano VIII no solo absolvió al napolitano en un santiamén sino que lo justificó echándole incienso. “Es un hombre raro, genio sublime, nacido por disposición divina y para gloria de Roma en pos de llevar la luz a este siglo”, se relamió adulador el sumo pontífice, su principal mecenas, al que siguieron otros jefes supremos de la Iglesia. Protegido por casi todos los Papas y demás purpurados, a Bernini le llovieron encargos hasta su muerte en 1680. Ayudó, además de su innegable talento para lograr que la piedra cobrara vida con belleza, que fuera un manipulador encantador, que tuviera labia y cintura para saber qué hilos tejer, de qué piolas tirar. A punto tal que el Vaticano miraba para otro lado cada vez que él, mujeriego y trasnochador, recaía en los pecados “de la carne”, no justamente del rubro venial.
Y así fue cómo quien hoy es tenido por padre del Barroco dejó un legado fecundo, que dio esplendor a la Roma de la Contrarreforma, autor de esculturas extraordinarias como El rapto de Proserpina; Apolo y Dafne; o bien, El éxtasis de Santa Teresa. Suya también la monumental Fontana dei Quattro Fiumi, en la Piazza Navona, alegoría del Nilo, el Ganges, el Danubio y el Río de la Plata, coronada por un obelisco egipcio. Y la iglesia de Sant’Andrea al Quirinale, auténtica joya arquitectónica. O, en la propia basílica de San Pedro, el fastuoso baldaquino para el altar mayor, entre tantas piezas magistrales. Además, claro, del mentado busto de Costanza, una escultura incómoda que por estos días se exhibe en la Galería de los Uffizi, en Florencia, de forma ejemplar.
En estos tiempos muy aplicados a revisar las maneras de exponer, en los que urge complejizar los debates respecto al arte y su relación con ciertas problemáticas (las de género, entre ellas), la distinguida galería ni romantiza ni banaliza el crimen de Bernini; tampoco guarda silencio para salvaguardar la figura del genio intocable, aún sin suscribir a la cancelación (una cultura que, de profundizarse, dejarían a los museos prácticamente vacíos, descolgado cualquier Picasso, Caravaggio, Gauguin, incluso Schiele, y un interminable etcétera). Curada por Chiara Toti, abierta hasta el 19 de diciembre, la nueva y quizá inesperada exposición Lo sfregio (“La cicatriz”) opta, en cambio, por informar. No deja que se olvide el acto brutal, la terrible injusticia posterior, la revictimización de Costanza Bonarelli. Pero, además, ahonda en esta forma de violencia machista para evidenciar un tormento femenino tremendamente prevalente, que no se ciñe a un período, poniendo a la escultura del siglo XVII de Bernini en diálogo directo con fotografías contemporáneas. No cualesquiera, evidentemente: son imágenes tomadas por la artista italiana Ilaria Sagaria a víctimas de ataques con ácido, parte de su serie El dolor no es un privilegio, de 2018.
“La violencia con ácido es un fenómeno global
que no está ligado a la etnia, a la religión y menos aún a la posición social o
geográfica”, remarca Sagaria, que retrató a mujeres “del oeste y del este, de
Italia a Paquistán, la India y otros países”. “Las víctimas se ven obligadas a
tolerar un calvario inconcebible al ser golpeadas por un material corrosivo que
les carcome la carne, las deja ciegas, ensordecidas, aniquiladas”, destaca esta
joven nacida en Salerno, en 1989, recordando que se registran alrededor de 1500
ataques al año, aunque generalmente no se denuncien por pánico a las
represalias. Retratadas las supervivientes en habitaciones escasamente
decoradas, quiso de este modo simbolizar la artista la reclusión y marginación
social, hacer hincapié en el trauma psicológico tras la brutalidad física: “El
no reconocerse a sí mismas, la depresión, el aislamiento. Porque, aún pudiendo
salir, se niegan a abandonar sus casas por miedo a la mirada ajena. Guardan los
espejos y sus fotografías, eliminando cualquier rastro del pasado,
convirtiéndose en prisioneras de un hogar privado de memoria y de identidad”.
El suyo -como sostiene Ilaria Sagaria- no es un dolor a gritos sino un dolor
susurrado.