Todo el mundo se queja del perro que ladra, por eso la reunión improvisada bajo la lluvia (perdón, bajo los paraguas, un psicólogo podría sacar conclusiones apresuradas sobre la descripción). Pero al perro, que se llama Rita y en realidad es una perra, no se lo escucha nunca, primer fuera de campo imponente en una película que hace de lo que no se ve ni se escucha, de los espacios en blanco, de las elipsis temporales, una parte sustancial de la forma y el contenido. El perro que no calla comienza así, y en blanco y negro, como el resto del film, con Sebastián recibiendo al primer vecino quejoso, que en realidad más que quejoso es doliente: le duelen en el alma los llantos de Rita cuando la dejan sola –cosa que ocurre regularmente–, sufre tanto o más que el animal. Después se suma una mujer y más tarde otro vecino, tan joven como Sebastián, pero igualmente preocupado por lo que está ocurriendo. El sexto largometraje de Ana Katz pone primera dentro de una zona conocida por los seguidores de su filmografía detrás de cámaras: un costumbrismo extrañado, ligeramente excéntrico, bañado por la posibilidad de lo inesperado. Pero la película, que tuvo su primera exhibición pública a comienzos de este año en el Festival de Sundance, días antes de viajar a Rotterdam y de comenzar una extensa carrera festivalera, no se parece a las cinco creaciones previas de la directora de Una novia errante y Sueño Florianópolis. O sí, aunque abre tanto las puertas y las ventanas a otros ambientes previamente inexplorados que resulta difícil no imaginarla como un eslabón directo hacia otra etapa. Mientras tanto, en la ficción, el protagonista interpretado por el hermano de Ana, Daniel Katz, intenta solucionar el problema canino yendo a trabajar junto a Rita a la agencia donde funge como diseñador gráfico, primer paso hacia un lógico despido, con o sin causa. O a una renuncia con todas las de la ley. O a algo intermedio. A partir de ese momento, El perro que no calla, que llega finalmente a las salas de cine comerciales este jueves, no se despegará de Sebastián ni un solo momento, acompañándolo en fragmentos del viaje de su vida a lo largo de lo que parecen varios años. El muchacho cambiará de corte de pelo, tendrá poca o mucha barba, subirá y bajará de peso, saltará de un trabajo a otro e incluso podrá conocer a una mujer con la que iniciará otra etapa vital. Bienvenidos nuevamente a Katzlandia, un mundo amoroso, terrible, un poco enigmático y siempre sensible.
Del otro lado del teléfono, Ana Katz pide disculpas por anticipado. Es que acaba de llegar de viaje un día después de lo previsto, cortesía de los vuelos retrasados –todo un signo de estos tiempos–, y tiene miedo de que la falta de sueño le juegue una mala pasada durante la conversación. Nada de eso ocurre y los recuerdos de cómo comenzó esta aventura, hace muchos años, antes incluso del rodaje de su película previa, Sueño Florianópolis, son claros y precisos. Dice que hubo un texto ensayístico de Pedro Lemebel que no está ligado directamente a la película, pero que esa lectura la conmovió, sobre todo una línea que habla de un perro que no deja de ladrar. “Tendría que buscarlo y volver a leerlo, porque a veces, en la memoria, una termina transformando las cosas. La verdad es que la chispa de El perro que no calla no es fácil de desentrañar, porque surgió como una intuición muy fuerte vinculada a una sensación sobre el duelo. Creo que hay duelos que se viven para siempre, ¿no? Más allá de que la película fue filmada a lo largo de casi tres años, el origen fue muy intuitivo, y las primeras personas que se sumaron de inmediato fueron mi hermano, la productora Laura Huberman y la directora de arte Mariela Rípodas, En el comienzo de todo, cuando el archivo Word con las primeras ideas se llamaba ‘Una película por necesidad’, ya estaba la idea de que la historia iba a ser fragmentaria, marcada por las elipsis, y Mariela, que también hizo los dibujos que aparecen en la película, hizo una especie de calendario con los diferentes momentos de la historia”. Katz detalla que ese particular almanaque la acompañó durante todo el proceso como una especie de brújula o de oráculo, “en un camino que fue móvil y muy colectivo, con una participación muy comprometida del equipo y los actores. Me impresiona un poco esa mezcla de nitidez que la peli tuvo siempre y la manera tan flexible en la que se hizo”.
Cinco directores de fotografía –Gustavo Biazzi, Guillermo Nieto, Marcelo Lavintman, Fernando Blanc y Joaquín Neira– acompañaron a Katz en un rodaje que comenzó en 2016 y terminó en 2019, meses antes del comienzo de la pandemia. A Daniel Katz lo acompañan actores y actrices como Julieta Zylberberg, Valeria Lois, Carlos Portaluppi, Mirella Pascual, Elvira Onetto y Jimena Anganuzzi, en papeles más o menos centrales, más o menos secundarios, pero siempre esenciales, de una u otra manera. Sebas, como lo apoda esa jefa a la que no le queda otra que echarlo (o pedirle que renuncie), y que después lo llamará para decirle que no puede hacer mucho, pero más tarde volverá a ofrecerle empleo, se muda de la ciudad al campo con su perra Rita, a cuidar una huerta y a recomenzar su vida, antes del primer giro importante de la trama. Pero eso no es nada, a pesar de ser mucho, un golpe durísimo, porque Sebas volverá a las calles asfaltadas y conocerá a un grupo de cooperativistas dedicados a la venta no del todo legal de frutas y verduras, y se irá a vivir un tiempo con la madre, y cuidará a un hombre muy enfermo, y conocerá a una mujer en una fiesta de casamiento inesperada. Siempre un poco a la deriva, o con la incertidumbre a flor de piel. El perro que no calla conjura la sonrisa, pero también la tristeza. O al menos la melancolía. Las elipsis podrían hacer pensar en una colección de cuentos breves cuyo protagonista es siempre el mismo, aunque en distintos momentos de la juventud y primera adultez. “Adoro las elipsis en la literatura, son como saltos de magia. La sensación es la misma que la del conejo que sale de la galera, y creo que hay varias herramientas con las que jugamos. En algún punto la película es un intento de desandar convenciones, de ir en un sentido distinto a como suele ocurrir la lectura de lo audiovisual. Pero no desde un lugar frío. Por el contrario, quería narrar un tiempo de vida del personaje desde lugares muy emocionales. Intentar construir en la pantalla esa sensación que tenemos en el cuerpo cuando pensamos en determinadas épocas. Es difícil hacerlo en un formato más tradicional, porque si bien puede llegar a comprenderse, no termina de pasar por el cuerpo”.
“La máquina de digestión audiovisual funciona tan bien que está todo mal, porque uno incorpora las cosas casi sin mirar”, reflexiona Katz. “Así que, más que mostrar, lo que quería era quitar. Es como cuando se corta la luz: primero aparece la desesperación, después se produce un cambio de lenguaje y, cuando finalmente vuelve la electricidad, es como que hay un poco de desazón. Intenté crear algo parecido a ese espacio de calma, para poder conectar con otra manera de sentir. Narrar en un zona más sensorial o sentimental”. De pronto, en pareja desde hace un tiempo, Sebastián inicia una nueva experiencia personal, a la cual se le suma rápidamente una novedad colectiva, social, ¿universal? Es el segmento más destacado en las fotos promocionales e incluso en el afiche, que presenta al protagonista luciendo una escafandra vidriada perfectamente circular. Cuando El perro que no calla se estrenó en el festival holandés las preguntas no se hicieron esperar. ¿Acaso Katz había filmado y agregado una secuencia luego de la llegada del covid-19? O, mejor aún, ¿había vaticinado la pandemia? Lo cierto es que Sebas, como el resto de los mortales, debe caminar agachado, a menos de un metro veinte de altura, si no quiere que ciertos vapores de origen incierto (¿un virus, una bacteria, un organismo de otra índole?) terminen haciéndole perder el control del cuerpo y eventualmente la consciencia. Es eso o comprarse una onerosa máscara vidriada con cámara de oxígeno adosada. En la oficina (Sebas tiene trabajo en el mismo lugar de antaño, aunque no necesariamente ha recuperado el puesto) los que caminan erguidos usan el artilugio; el resto debe caminar a la rastra, con las rodillas bien flexionadas. O en cuatro patas. “Es que hace quince o veinte años que tengo la idea de hacer una película en la cual la gente camine así”, dice entre risas Katz. “Yo misma lo hago a veces, me divierte y creo que lo hago bien. Pero se filmó mucho antes de la pandemia, por supuesto. Lo que veo es una constante sobre-adaptación a mecanismos que son oscuros, perversos e injustos. Una adaptación cada vez más exigida. Claro que es una metáfora humorística. Aunque… bueno, así se construyeron las pirámides. A mí me sorprendió mucho lo que ocurrió. Pensar que la persona que construyó las máscaras para la película después las vendió en plena pandemia. Pero no hay nada de adivinación. A veces, cuando se escucha hablar de cuestiones ambientales, se las entiende desde un lugar abstracto, pero lo concreto es muy impresionante. Tenemos una indolencia muy grande. Ojalá esto que nos afectó a todos, en todo el mundo, y que nos afectó por igual, de alguna manera nos termine uniendo”.
Ana Katz caminaba junto a su hermano por la calle Gurruchaga cuando le propuso hacerse cargo de Sebastián, el héroe inopinado. Coguionista de Los Marziano y Sueño Florianópolis, Daniel Katz había participado en un pequeño papel en Mi amiga del parque (el nombre de aquel personaje: Sebas), pero este es su primer rol protagónico en una película. “Daniel tiene una mirada muy sensible, algo que comparte con el personaje, pero también un humor y una política ligada a esa mirada. Sentí que Daniel podía ser Sebastián, y que lo haría como nadie más podía hacerlo. Y la verdad es que estoy muy feliz con su trabajo. Hay algo en los ojos de Daniel, en la manera en la cual ‘cuenta’ a ese Sebastián, que es muy precisa y sensible”. La actriz y realizadora, que se encuentra atareada con los toques finales de Supernova, miniserie coproducida por Amazon, Kapow y el Grupo Octubre que se verá el año próximo en la plataforma Prime Video, recuerda que algunos de los primeros ensayos con cámara (una cámara prestada por la Universidad del Cine, que le hizo recordar sus años de estudiante) terminaron incorporándose a la película. “La idea siempre fue bajar los ruidos e intentar quedarme con la información imprescindible, para respetar a este personaje que socialmente puede ser interpretado a partir de muchos prejuicios. Y no me interesaba esa lógica, más bien todo lo contrario. Cuidar una planta, cuidar una perra. Eso no es poco. Es raro el mundo, hay algo en la estructura del mito del héroe que pide ciertos movimientos prefijados: qué es lo que hay que hacer si querés ser un héroe. Está bueno repensar todo eso”.