Hay distintas formas de analizar la disyuntiva que se jugó en la votación de este último domingo. El título presenta una de las opciones para pensarla, aunque en algún sentido es solo parcial la alternativa que desliza. En efecto, ambos términos no se excluyen necesariamente entre sí, y ninguno de ellos desaloja del todo al otro.
La filosofía (o cómo Marx rectificó a Hegel) nos legó aquella máxima de que la historia primero transcurre como tragedia y luego se repite como farsa. Aquí lo diremos de otro modo: los traumas de la historia luego devienen en compulsión a la repetición.
Se han estudiado sobremanera los acontecimientos traumáticos de la historia pero quizá aun no nos haya sido del todo inteligible el valor de su acumulación y los efectos de ella. Es en ese sentido que referimos la mentada compulsión, como expresión de una sofocación de la historia que retorna como repetición, con un desenlace adicional: la dificultad para anticiparnos al retorno de lo mismo y, entonces, quedamos injustificadamente sorprendidos. Ante cada avance violento de la derecha, nos preguntamos “¿hasta dónde quieren llegar?”. Esta pregunta es, quizá, uno de los síntomas de nuestra incapacidad de anticipación. Aquel interrogante (¿hasta dónde quieren llegar?) se entiende por la angustia que provocan los sucesos que vivimos, aunque también me pregunto si no es expresión de cierta anestesia o naturalización. En efecto, muchas de las medidas tomadas durante el gobierno de Macri, o muchas de las manifestaciones recientes de los miembros de su partido, de Milei, etc., supondríamos que deberían ser el límite. No habríamos imaginado que cualquiera de esos sucesos sería posible sin un enérgico y eficaz repudio.
Por caso, ¿cuál será el destino de la escena que vimos el domingo a la noche, en la que un custodio amenazó con sacar un arma en el bunker de Milei? Y entendamos que si a Milei lo siguen los desencantados del macrismo, aquél solo pudo emerger por la ruptura que el macrismo hizo de ciertos consensos democráticos básicos.
Yo ante nadie
Es curioso que utilicemos el sintagma “nuevas derechas” cuando nada tienen de nuevas. Su destructividad se revela constante, y esa es su tradición inconmovible. Quizá debamos asumir que el adjetivo “nuevas” es más expresión del impacto que nos producen que un rasgo inédito que las caracterice. Algo similar sucede cuando decimos que una frase de Macri o de Milei es “vergonzosa”. El problema es que la vergüenza la sentimos nosotros; mientras ellos y sus votantes se nutren de la degradación cultural.
Y así como no hay novedad ideológica en la derecha, tampoco hay “yo” en ella, pese al individualismo meritocrático que vende. Que el neoliberalismo sea la política del egoísmo no supone que allí haya lugar para un yo. Es cierto, insisten con el yo, como en aquel coloquio de IDEA, durante los años del macrismo, cuyo lema fue “Soy yo y es ahora”, lo que traducido significa adiós al otro y al futuro. Pero también sabemos que si no hay otro, tampoco hay yo. En efecto, un “nadie” es el interlocutor que propone el neoliberalismo cuando en las empresas quieren mostrar que nadie manda (sin embargo, todos acatan), cuando explica que todo sucede por la mano invisible del mercado, o cuando Macri justificaba la debacle económica no por sus políticas sino porque “pasaron cosas”. En efecto, por esa vía, hasta el ego-centrismo es una ilusión, una vanidad sin fundamento, pues el desenlace invariable es que el yo devenga en nadie. Es así que nadie es el destino del yo-neoliberal, pues sabemos que hasta en el individualista sálvese quién pueda, casi nadie puede.
Lo mismo entendemos cuando se viraliza el hashtag “Yo decido”. Resulta notable que alguien publica en las redes un cartel que dice “yo decido” al tiempo que eso que publica fue decidido por otro aunque, parece, nadie lo impuso. La infatuada posición que se asume en proclamas en las que “yo soy Vicentín”, “yo son Nisman”, etc., revela su vacío en la negatividad que las acompaña, cuando luego concluyen “yo no soy de izquierda ni de derecha”, “yo soy apolítico”.
En suma, el problema no es el yo a secas, sino de qué yo se trata. Hasta podríamos decir que en el populismo hay mucho más lugar para el yo de cada quien que en el neoliberalismo, ya que en este último, insisto, la cosmovisión es la de los nadies. Tal es el destino de un yo cuando enfrente hay nadie. El desenlace adicional es que progresivamente el yo se identifique con ese nadie. En efecto, si en quien le miente al yo hay una distancia entre sus palabras y los hechos, en quien cree la mentira y la reproduce hay una distancia entre sus palabras y su propia subjetividad. Y eso, a su vez, es lo que debemos tratar de comprender, cómo conversar con aquel cuyas palabras no lo representan.
Volver al trabajo
Este subtítulo puede tomar tres caminos. El más urgente, sin duda, corresponde a la necesidad de reducir el obsceno porcentaje de pobreza. Otro camino se dirige a revalorizar la centralidad del trabajo, ya no solo en la vida de las personas sino en la acción política. El trabajo irradia, luego, hacia la salud, la educación, la jubilación, la vida familiar, etc. La política, desde luego, no se agota en el mundo laboral pero es allí donde encuentra su cemento. Es, de hecho, en las escenas laborales donde se despliega la vitalidad de la mayoría de los sujetos y donde se desarrolla, además, el antagonismo fundamental entre control y resistencia, entre capital y trabajo. Y aquí encontramos el tercero de los caminos. No por azar, autores como Dejours, o incluso yo mismo, llegamos al análisis político partiendo de las investigaciones en el campo del trabajo. Más aun, ha sido en dicho campo donde se consolidó el capitalismo y donde se inició lo que actualmente llamamos neoliberalismo, a través de la instalación de modos de gestión del trabajo despolitizados y desocializados. Esta historia es potente y sus albores habremos de buscarlos en las décadas del ’70 y del ’80 del siglo pasado.
Aquí se desnuda una de las tantas falacias de la derecha, la que afirma que un gobierno popular está en contra de las empresas. Eso es falso, pero no ingenuo. Lo que se discute no es el valor de la empresa, sino que la empresa sea el sujeto político, pues como tal encubre el conflicto humano. No es la empresa, es el trabajador el sujeto político.
En el antagonismo no se trata sencillamente, como algún desprevenido puede creer, de dos modelos o dos formas de pensar la política que compiten entre sí, cual si fueran dos modelos de automóviles o dos marcas de desodorantes que luchan por conquistar una mayor porción del mercado. Lo que ponen en evidencia aquellas nociones (control y resistencia) son dos posiciones que se corresponden una a una con cada orientación política (neoliberalismo y populismo). En ese sentido, el populismo nunca está, enteramente, en el poder (control), pues su lugar, aun cuando durante un tiempo ejerza el gobierno, es la resistencia; resistencia a la violencia, a los abusos de poder, a la desigualdad, etc. No lo haremos aquí, pero de esta distinción se siguen variadas consecuencias y aprendizajes.
2001, odisea en el espacio del yo
La cronología de traumas sociales tuvo uno de sus hitos en el 2001. Solo si establecemos una secuencia que incluya la dictadura cívico-militar, el menemismo y, finalmente, el corralito, podremos entender por qué hoy hay dirigentes políticos que hacen campaña (y consiguen numerosos votos) anunciando que eliminarán derechos laborales.
Recuerdo que durante el período más crítico del corralito, cuando los empleados bancarios padecían no solo el embate de los clientes, sino el abandono desde las propias empresas, si uno les preguntaba por qué no cuestionaban o denunciaban la situación, aquéllos respondían: “yo soy el banco”. Es decir, los propios empleados reforzaban esa suerte de yo-empresa, cuanto más ausente estaba la empresa como respaldo institucional.
¿Y qué se escondía tras esa rudimentaria identificación? Había allí un precario intento de sostener una identidad (que los analistas ingleses no dudarían en llamar falso-self), acompañado de una pérdida de la singularidad y una desmentida de la diferencia entre banquero y bancario. El resultado de la falsa creencia inducida es lo que les permite a tantos individuos sostener, en el altar del solipsismo, que “yo soy mi propio patrón”. Sin embargo, no se demora mucho en advertir que así se vehiculiza una posición sacrificial en que los empleados solo entregan más y más de lo propio, para un destinatario que no los respalda, es decir, ante nadie. Aquella alteración (de bancario a banco) sostenida en la desmentida es correlativa de un proceso de degradación del ideal del yo. Por un lado, pues la pertenencia a la “clase bancario” es más abarcativa que la pertenencia al banco (de hecho, en este último caso no se aplica la noción de clase o conjunto). Por otro lado, el proceso identificatorio en juego conduce --regresivamente-- a una posición de ilusoria omnipotencia narcisista en la cual el sujeto “es” la empresa. Para decirlo de otro modo, cuanto menos el sujeto se supone miembro de un conjunto, más supone ser él mismo el conjunto o clase.
Cierre
Me referí, inicialmente, a la disyuntiva que caracterizó a las elecciones de este último domingo aunque, luego, propuse insertarla en una trama histórica más amplia. En efecto, solo si estamos alertas, si comprendemos el entrampamiento que instala la compulsión, si registramos el vaciamiento anímico y colectivo que producen los traumas, podremos evitar o acotar su persistente repetición.
Sebatián Plut es doctor en Psicología. Psicoanalista. Director de la Diplomatura en el Algoritmo David Liberman (UAI). Coordinador del Grupo de Investigación en Psicoanálisis y Política (AEAPG).