La consigna detrás de “Mi contundente situación” parece muy fácil de descifrar: la coreógrafa Diana Szeinblum habrá convocado a cuatro increíbles bailarines y les habrá pedido que cada uno a su vez convoque a alguien de su familia con la condición de que éste ultimo no sea bailarín. Así empezó el baile. De a dos, con inferioridad de condiciones de alguna de las partes. Aunque se trate de una inferioridad con movilidad propia, que se va alternando entre el saber, el no saber, el lazo que los une, las jerarquías hogareñas y el “tenerse” mutuamente. En el ensayo les habrá hecho bailar la sangre, los recuerdos, la historia en común. Sentimientos y resentimientos en danza, hasta aquí parece un experimento de una doctora Frankestein y vampira del movimiento perpetuo, de sus amorosos límites y posibles expansiones. Los va a hacer “funcionar” juntos, se diría cuando los vemos aparecer, algo tímidos, como si llegaran a una consulta terapéutica, a un casting, a una gala.
Aparecen en escena un hijo muy pequeño con su papá, una madre que es mucho más pequeña que su hijo bailarín, un hermana muy parecida a la otra como dos gotas de agua que nunca formarán una sola y por último un padre que se volverá de golpe partenaire de su hija, con todo respeto, no sin pudor, no sin desatarse cuando se desate la música de Ulises Conti.
Lo que sucedió a partir de la consigna que estamos imaginando con esos pares cromosómicos es absolutamente imposible de descifrar. No hay palabras. Pero no es una imposibilidad mezquina del que mira, ni tampoco una frase hecha del perezoso que no quiere contarles lo que vio. Porque –y esto lo advertimos allí con toda contundencia– resulta que nunca hubo palabras. Resulta que hay sentidos que los cuerpos son capaces de expresar y que además pueden ser procesados sin ninguna intervención de las palabras. Lo que consigue esta pieza es que ese concepto congelado en aquello de que una imagen vale más que mil palabras, se despliegue ante la vista de todos, durante 45 minutos. En “Mi contundente situación” los sentidos del cuerpo lo exceden, no construyen un lenguaje paralelo ni tampoco se trata estrictamente de una gramática de la danza. Es todo esto y otra cosa más. Szeimblum logra una antropología danzada de la vida cotidiana. Una coreografía de las relaciones que cada uno desconoce de sí mismo. Las parejas, antes de que cada una tome su turno al compás o sin en compás que marca Ulises Conti, esperan en un banco. Se van a someter al pas de deux. Mi hijo y yo. Mi papá y yo, se van presentando. Ellos se bailan, se exponen, desarrollan una coreografía marcada a fuego por los hábitos domésticos, la herencia biológica, lo que saben del otro y en especial lo que creen que hay que saber. Se miran, se presienten, se pelean. Vemos o creemos ver las internas familiares, vemos dónde viven, ellos se pasan factura, se ayudan, se agreden y se solidarizan, se están presentando ante el público. Son dos contra nosotros. Cuando se quiere dar cuenta o secarse las lágrimas, el público ya se ha convertido en un intruso, un terapeuta familiar, un ladrón de vidas ajenas. Es tarde, cuando lo advierte ya se ha vuelto otro: un personaje solitario que reconoce, como si el espectáculo fuera un espejo, sus propias relaciones filiales, fraternas, allí están como en un retrato, mamá y papá. Bello y estremecedor, calibrado y espontáneo, Szeinblum logra un efecto que, no por escondido es menos codiciado: conmueve.
Mi contundente situación. Domingo 20 a las 18 en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (MAMBA), Av. San Juan 350, CABA.