El feminismo es quizá el movimiento más revolucionario que nos llega del siglo pasado, pues con las ricas discusiones de todas sus variables teóricas, al sacar a luz los efectos del patriarcado provocó la crítica más contundente a nuestra orgullosa cultura “occidental”, corriendo el velo que cubría la discriminación machista subordinante, nada menos que de la mitad de la especie humana.
No obstante, la traducción de esa crítica a un replanteo cultural no es sencilla y, por su propia naturaleza, requiere tiempo. En tanto, todos los días leemos noticias de nuevos femicidios, entendiendo por tales los homicidios con base motivacional machista.
Conforme a las circunstancias se podría intentar una clasificación de estos delitos, pero lo cierto es que todos los casos tienen en común que la resistencia de la mujer a continuar o iniciar una relación o a prestarse a un acto sexual, decide al “macho” (herido en su “hombría”) a dar muerte a ella o a un tercero por venganza. En la mente del criminal femicida domina la convicción de que la mujer no tiene derecho a resistirse a la voluntad del “alfa”.
Si la frecuencia de femicidios se mantuviese estable, podrían atribuirse directamente a la cultura machista dominante en nuestra sociedad, pero mientras se lucha contra esa cultura, habría que preguntarse qué se puede hacer para prevenirlos. Pero si en realidad la frecuencia femicida ha aumentado –y más si nos hallamos en un pico, brote o “epidemia”–, sin perjuicio de seguir enfrentando la cultura machista, habría que averiguar qué otros factores han incidido en eso, obviamente que no por mera curiosidad, sino también para prevenir los hechos y contener el fenómeno.
Las marchas y manifestaciones públicas son medios de lucha positivos que generan conciencia contra la cultura machista, pero en lo inmediato no tienen eficacia preventiva, tanto más si en realidad lo que se está registrando es un aumento de la frecuencia femicida.
Las penas para los femicidas son las máximas de nuestra legislación, debido a que en casi todos los casos, se trata de homicidios con múltiples agravantes y, por ende, penados con prisión perpetua, que es la máxima pena de nuestra ley. Si la frecuencia criminal se mantiene, y más si ha aumentado, es claro que la pena máxima no tiene efecto preventivo disuasorio, fuera de que es obvio que no lo puede tener en los casos no tan raros de “femicidio-suicidio”, a veces de brutal crueldad. Si bien es correcto seguir imponiendo esas penas, lo cierto es que el derecho penal llega tarde, pues las mujeres ya están muertas, y no parece razonable que el Estado se limite a recoger cadáveres e imponer penas.
Colocándonos en la hipótesis más grave, es decir, la del aumento de la frecuencia femicida, cabría entender que la cultura machista sería como un mar, pero que lo agitarían olas impulsadas por vientos cuya naturaleza sería necesario investigar. Es posible imaginar que nos hallaríamos ante algo semejante a lo que sucedía en Europa hace siglos, cuando sobre la base cultural del oscurantismo que llevaba a quemar mujeres, se agitaban de vez en cuando olas o epidemias de “quema de brujas” que luego se calmaban.
Si en verdad nos hallamos en un brote femicida, lo cierto es que la pena perpetua –con todo lo justa se sea– no lo contiene, y si bien las marchas y manifestaciones son necesarias, positivas y útiles, su naturaleza de lucha cultural demorará su efecto en el tiempo y, en tanto, clama la razón más elemental que es indispensable hacer algo diferente para evitar nuevas muertes.
Ante todas estas dudas, una sociedad en la que predominen actitudes racionales debería preguntarse muy en serio qué es lo que está sucediendo, para encarar con máxima eficacia la prevención de los femicidios.
La respuesta a esta pregunta no la pueda dar sino la criminología de campo, o sea, una investigación seria y completa, que abarque en todo el país los casos de esta particular criminalidad y, por cierto, que no sería difícil ni caro llevarla a cabo, pues contaría incluso con innumerables personas dispuestas a colaborar en ella, aún sin costo alguno.
La experiencia que resulta de la investigación de homicidios que en el Poder Judicial nacional se lleva a cabo desde hace años para el ámbito de la ciudad de Buenos Aires, indica que la única fuente de datos seguros la proveen los expedientes judiciales. Al comienzo de esa investigación, sorprendió la enorme disparidad en los datos que resultaban de esa fuente y los que proporcionaban otras menos seguras y que hasta ese momento, sin discusión alguna, se daban por ciertas.
El universo de los femicidios no es tan grande, de modo que en una investigación se puede abarcar la totalidad de las causas judiciales, sin necesidad de acudir a proyecciones y otros cálculos dudosos, es decir, que se puede recoger la totalidad de los datos disponibles.
Ante todo, se trata de una “cifra dura”, en el sentido de que la casi totalidad de los hechos reales se registra en sede judicial. En los homicidios que se cometen en nuestro territorio, la “cifra oscura” no se puede descartar, pero no es de magnitud distorsionante de las conclusiones (no así en países donde, por ejemplo, se descubren numerosos cadáveres en fosas).
Salvo los casos de agresión sexual a una víctima por un desconocido o conocido accidental, en todos los demás femicidios, dado que el criminal está vinculado a la víctima, también es conocido, lo que permite indagar circunstancias subjetivas que puedan ser reveladoras para la prevención.
Todos estos son factores que facilitan la investigación criminológica de estos crímenes y que no se presentan en otros hechos delictivos, como por ejemplo en los delitos contra la propiedad, en que el universo es muchísimo mayor, la “cifra oscura” casi imponderable y víctimas y victimarios mucho menos identificados.
¿Qué sería, pues, lo que habría que hacer? Se me ocurre que en primer lugar sería necesario reunir toda la información de que se disponga hasta el presente en distintos organismos oficiales y evaluar su utilidad para efectos preventivos.
Como segundo paso, sería necesario un acuerdo del Poder Judicial de la Nación y los Poderes Judiciales provinciales para llevar adelante la investigación sobre los datos “duros”, facilitando en todo el país el acceso a los expedientes por parte de los investigadores, con las debidas garantías y reserva de secreto profesional en actuaciones en trámite.
Sería necesario a continuación reunir un seminario limitado de expertos, que confeccione un protocolo de preguntas y datos a recoger de cada expediente judicial. Ninguna investigación es “neutra”, pues todas tratan de probar alguna hipótesis, y en este caso serían varias las que estarían en juego. El seminario de expertos concretaría las hipótesis e indicaría los datos que fuesen necesarios para su verificación positiva o negativa. Quizá no sea menester recoger más de unos 30 o 40 datos de cada proceso, aunque tal vez ese número sea incluso exagerado.
El paso siguiente consistiría en convocar a un curso de dos o tres días para entrenar a los equipos que fuesen a recoger los datos de cada expediente, a efectos de que la tarea sea lo más homogénea posible. Se evaluaría el universo de casos y la capacidad de investigación, para decidir desde qué año se recogerían los datos. Si la capacidad de los equipos permitiese recoger los datos de cinco años, sería suficiente para verificar la dinámica del delito en el tiempo y si en realidad nos hallamos ante un brote o “epidemia”.
Los datos deberían ser compilados y elaborados por un equipo interdisciplinario, dados a publicidad y presentados con una convocatoria amplia, que muestre las conclusiones, obviamente centradas en lo que interese más directamente a la prevención. De la discusión de las conclusiones resultarán, sin duda, motivos para investigaciones más cualitativas, que sigan profundizando la indagación con objetivo preventivo.
Una investigación criminológica seria sobre un fenómeno criminal que en principio parece bastante desconcertante, no debe descartar ninguna hipótesis de las posibles y razonables, pero debe tenerse en cuenta que, sin verificación empírica, esas hipótesis no pasan de meras opiniones o posibilidades que únicamente permiten hacer prevención con el método de ensayo y error, lo que en el caso de vidas humanas resulta aberrante.
Sólo con los datos en la mano podríamos saber qué hipótesis son válidas y cuáles cabe descartar o darles una dimensión más adecuada, para marchar con cierta seguridad en dirección a la prevención.
“La única verdad es la realidad”, y a la realidad de lo que sucede en una sociedad se llega sólo por vías racionales, siguiendo técnicas con material y elementos humanos de los que disponemos en abundancia. En una sociedad madura que se enfrenta a un fenómeno de esta naturaleza, nadie podría negar la evidencia de que es imposible prevenir lo que se desconoce, como que ante la posibilidad de un brote homicida, tampoco es cuestión de perder el tiempo teorizando en el vacío.
* Profesor Emérito de la UBA.