Hay que reconocerse en las debilidades. Al menos son un motor para mí. Después del llanto llegó el aturdimiento que sigue. Soy padre de cinco varones. Los tengo a todos. Pero los papás de Lucas, Cintia y Mario, ya no lo verán más. Ese vacío desgarrador es intransferible. Cada quien lleva su dolor de una manera distinta. Con templanza, sin consuelo posible, en silencio o a los gritos que rebotan en la nada de preguntas sin respuesta. Hoy no puedo encontrarlas, ni siquiera apelando al positivismo o a las denuncias que acumulan la Policía de la Ciudad y todas las policías del mundo. Pareciera que las estadísticas no sirvieron para nada. En ese pozo ciego solo me arrebata una certeza. En la Argentina existe la pena de muerte aunque no esté escrita en la Constitución ni refrendada en la jurisprudencia.
La pena de muerte se aplica a un estereotipo. Es el otro de toda otredad configurado por el sistema dominante. Ése que vomita la cultura represiva de los propaladores del odio. De los ultraderechistas Milei y Espert a los comunicadores del establishment que les dan micrófono las 24 horas. El problema es que son muchos más e incluso por eso, no tan originales. Cultivan al mismo tiempo la aporofobia, una categoría de análisis que creó la filósofa española Adela Cortina. Básicamente, el rechazo o miedo al pobre.
Transformada en corriente de pensamiento, en praxis violenta que ejerce la policía con furia homicida, considera potencial delincuente a un arquetipo o modelo de joven definido a partir de ciertas condiciones económico-sociales. Que usa gorra con visera, no importa si despojada o con una publicidad de rulemanes o de su equipo de fútbol preferido. Que lleva puestas zapatillas de marca originales o imitaciones. Que viste camperas deportivas y jogging. Pero, por encima de todos esos parámetros de vestimenta, el otro debe ser morocho, vecino de un barrio humilde y en lo posible menor de edad. Quieren someterlo al escaneo de persona honesta que le aplicarían por ese prejuicio que lo transforma en blanco móvil.
La Policía de la Ciudad acumula 121 casos de gatillo fácil en cinco años de vida que se llevaron otras vidas. No son vidas de instituciones del Estado, ni de la sociedad civil. Son vidas de pibes que cada vez caminan por sus barrios con más temor. “Le tengo más miedo a la Policía que a los chorros” dijo uno de estos amigos de Lucas que después se preguntó ante una cámara de TV: “¿Y ahora no tenemos que usar gorra, zapatillas, no tenemos que usar nada?”.
En Colombia la prensa acuñó el concepto de falso positivo para definir a las víctimas civiles del ejército que engrosaban sus estadísticas como falsos combatientes. La Policía en la Argentina tiende a hacer lo mismo, pero no utiliza aquel eufemismo. A los menores asesinados por sus balas, como a Lucas, los llama sin anestesia pibes chorros. Ni siquiera usa el potencial. Primero dispara y después pregunta. La pena de muerte no es un eufemismo. Se aplica sobre todo en los barrios populares. Se creía abolida en 1984 (ley 23.077) pero no. Las ejecuciones con carácter selectivo continúan a la luz del día. En la dictadura, el Nissan Tiida sin patente trasera en el que iban los tres policías de civil implicados en el asesinato de Lucas hubiera sido un Falcón verde.