La muerte de Lautaro Rosé la semana pasada en las aguas del Río Paraná, tras una persecución policial, trajo consigo escalofriantes similitudes con otras historias de violencia institucional con idéntico desenlace. Ezequiel Demonty en el Riachuelo, Santiago Maldonado en el Río Chubut, Facundo Astudillo Castro en el estuario Cola de Ballena, Franco Casco, también en el Paraná luego de su detención en una comisaría, sólo para empezar. El asesinato de Lucas González de un disparo en la cabeza, en la persecución de una brigada de policías de civil, con un auto sin identificar, sin dar la voz de alto, también es espejo de otras decenas de historias, recientes y lejanas. Lucas Verón, acribillado por la bonaerense de la nada el día de su cumpleaños de 18 cuando iba en moto con un amigo a comprar gaseosas; Blas Correa en Córdoba, donde hubo encubrimiento policial y armas plantadas; Luis Espinoza, trabajador rural asesinado en una persecución en Tucumán; Diego Cagliero, otra víctima de la policía de la provincia de Buenos Aires; Claudio Romano, de la policía porteña; la masacre de San Miguel del Monte, donde fueron asesinados cuatro jóvenes. Podemos seguir, y todas las tramas se parecen, y es imposible no preguntarse por qué la violencia de quienes se supone que nos deberían cuidar, nunca cesa. Como si realmente tuvieran una licencia para matar y, además, hacerlo de determinado modo. ¿Qué pasa con esos agentes después? ¿Van a juicio? ¿Son detenidos? ¿Todo esto tiene algún costo?
El asesinato de Lucas reúne elementos que dan cuenta de que nada es azaroso. Los policías de la Ciudad Gabriel Isassi, el oficial José Nievas y el oficial mayor Fabián López, actuaron como si no existiese la Ley de Seguridad Porteña: para estar de civil se requiere una autorización expresa u orden judicial por alguna investigación en particular; para hacer uso de la fuerza, debe identificarse y dar la voz de alto (lo que no sucedió); sólo pueden usar armas de fuego cuando otras medidas no hayan tenido éxito, y todo eso suponiendo que las personas a las que persigue cometieron un delito, algo que tampoco ocurrió, a punto tal de que el juez de menores que intervino al comienzo sobreseyó a los amigos de Lucas. Tampoco pueden disparar balas de plomo contra menores de 18 años; ni cuando pongan en peligro a personas que no estén involucradas en la creación de un riesgo.
Estas cuestiones las hizo notar la vicepresidenta de la Comisión de Seguridad en la Legislatura Porteña, Claudia Neira, quien además señaló que las iniciativas sobre violencia policial son bloqueadas sistemáticamente por Juntos por el Cambio. Como escribió Raúl Kollmann sólo la vinculación de los policías con el delito más el fogoneo del “meter bala” que suele agitar un sector de la oposición, pueden explicar lo sucedido. La actuación de estas brigadas es conocida en los barrios populares, donde vecinos y vecinas cuentan que la policía espera a los pibes para sacarles plata o quitarles cosas.
Medios y funcionarios para cubrir a los policías
La otra arista es que la policía hizo todo lo posible para tapar lo sucedido e instalar que Lucas era un delincuente. El diario Clarín, aferrado a esa versión, llegó a titular que la policía le disparó en la cabeza “a un ladrón”. El primer parte de prensa del Ministerio de Seguridad porteño, recogía la versión policial según la cual los agentes respondieron a disparos de un auto donde iban cuatro hombres y hablaba de “enfrentamiento”. El segundo hablaba de “persecución y detención” y decía que había aparecido una réplica de un arma en el auto de los pibes. También incluía elementos para justificar a los policías, como decir que se identificaron y que los jóvenes quisieron escapar. Estos dicen que nada de eso ocurrió, que temieron un robo y que el arma fue plantada. El Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) advirtió sobre la imposición de los falsos relatos policiales que las autoridades políticas difundieron como ciertos y propios. Nada puede justificar el disparo en la cabeza que mató a Lucas.
En el rechazo de la eximición de prisión de policías y su pedido de detención, el fiscal Leonel Gómez Barbella alude a estas cuestiones. “Existen serios indicios que hacen sospechar de que los imputados, han tergiversado los hechos al momento de informarlos a la autoridad judicial para mejorar su situación procesal, circunstancia que daría cuenta no sólo de su voluntad de sustraerse del proceso penal que se le sigue, sino también de entorpecer la investigación (…) advertimos que cuentan con posibilidad cierta de amedrentar y hostigar a testigos y familiares,”. También advierte sobre el impacto que esto puede tener en las víctimas y su posibilidad de testimoniar (sin miedo). Con Gómez Barbella colabora ya la Procuraduría de Violencia Institucional a cargo de Andrés Heim.
Las detenciones y medidas expeditivas no suelen ser la regla en estos casos sino la excepción. En Corrientes, por ejemplo, hay 11 policías imputados y ninguno detenido por la muerte de Lautaro, pese a que la fiscalía constató la persecución y que los agentes que agarraron al menor que estaba con él y lo esposaron en la orilla del río mientras su amigo moría ahogado, también trataron de borrar sus huellas en el hecho. En otros casos mencionados en esta nota ni siquiera hay imputados, como el de Maldonado o el de Astudillo Castro.
Modus Operandi
Lo que se ve en el homicidio de Lucas es un modus operandi sin fin, que se reproduce en democracia. Este diario consultó a los ministerios de Seguridad de Ciudad, de provincia de Buenos Aires y de la Nación para saber qué suele suceder con los agentes policiales o de otras fuerzas que quedan involucrados en hechos de violencia institucional, con homicidios incluidos a manos del Estado. Por razones más o menos burocráticas, no proporcionaron al cierre de esta edición la información. En la provincia de Buenos Aires sí están en registros públicos de la Procuración General bonaerense que fueron sistematizados por la Comisión Provincial por la Memoria. Roberto Cipriano García trae algunos números elocuentes: En 2019 hubo 3931 causas por violencia institucional, que no solo abarcan lo que se suele llamar “gatillo fácil” sino violencia en cárceles y comisarías, que es elevadísima. De todas las causas, 1248 fueron archivadas, 444 fueron desestimadas, y apenas 42 fueron elevadas a juicio. El resto siguen en un trámite parsimonioso. Las calificaciones legales suelen ser delitos menores: apremios, vejaciones, otras veces se aplica la legítima defensa para evitar la prisión de los agentes. Sólo 0,5 por ciento aproximadamente califica como torturas (en especial la violencia en lugares de encierro), que sería un delito no excarcelable.
Un análisis desde 2018 hasta el primer semestre de 2020 muestra que de cada diez causas, nueve se resolvieron por archivo o desestimación. Para ilustrar algo más: en el segundo semestre de 2020 hubo 1610 denuncias: 29 personas fueron imputadas y la mitad está en libertad. “En provincia de Buenos Aires hay una ley que disponía crear fiscalías especializadas en violencia institucional, pero la Procuración no las creó en siete años. “En general hay impunidad, la justicia no investiga salvo que sean situaciones con estado público o fuerte movilización del barrio”, el especialista.
De acuerdo a las estadísticas de la Coordinadora contra la Violencia Policial e Institucional (Correpi), en 2020 hubo 537 víctimas de fuerzas de seguridad en todo el país. La Policía de la Ciudad, en sus cinco años de existencia –que se cumplieron esta semana— lleva asesinadas a 121 personas. En 66% de los casos los agentes usaron el arma fuera de servicio, lo que explica que muchos de los casos no sucedieran en Capital Federal sino en la provincia. “¿Qué suele suceder? Que los policías siguen en actividad, o si hay ruido con el caso los sacan de la calle. Lo que predomina es la impunidad”, dice María del Carmen Verdú, de Correpi. “Esto no pasaría si algún gobierno argentino desde 2003 hubiese cumplido con la sentencia que dictó la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Bulacio y terminado con el conjunto de facultades que habilitan a las policías y demás fuerzas a detener personas arbitrariamente. Si se hubiesen derogado todas las normas que habilitan la detención de personas a puro gusto y pleno olfato policial, no hubieran muerto más de la mitad de las personas fallecidas dentro de una comisaría en los últimos 18 años, porque la mitad no estaban acusadas de ningún delito ni habían sido detenidas por orden judicial”, advierte, y reclama la prohibición del uso del arma reglamentaria fuera de servicio, el fin de las razias, la persecución y hostigamiento en las barriadas populares.
Manuel Tufró, director del área de Justicia y Seguridad del CELS, cuenta que el organismo comenzó a analizar la respuesta judicial cuando hay personas asesinadas. “Hasta ahora, de 32 expedientes en Ciudad de Buenos Aires, de 2010 a 2018, sólo en tres hubo condenas. En términos de condenar, es sólo ante ejecuciones muy evidentes. El resto fueron sobreseídos o se les dictó falta de mérito. Es difícil la estadística, ni siquiera hay sobre personas muertas”. “La violencia institucional persiste por numerosos factores y hoy hay uno notable –agrega Tufró-- que es cómo desde la política se promueven campaña de demagogia punitiva y endurecimiento, que toman los miedos de algunos sectores y los transforman en una respuesta punitiva simple que retroalimenta la violencia. La tolerancia social a la violencia policial es una de las razones por las que persisten estos fenómenos y tiene que ver con esos mensajes”.
Este año el Frente de Todos presentó un proyecto de ley para erradicar la violencia institucional, pero la oposición no quiso avanzar en su tratamiento. Entre otras cosas, establece criterios para regular el uso de armas de fuego, crea un observatorio, un sistema de asistencia a las víctimas, un registro de agentes expulsados o inhabilitados y regula las sanciones. Quizá sea el momento para dar por fin este debate.