Pobres infelices que esperamos mansitos tu regreso para dar por terminado lo que se había ganado en el Pavón. Como si no supiéramos, como si no te conociéramos. Ya lo habías traicionado por treinta denarios del imperio al don Juan Manuel, mirá si no nos ibas a vender a los porteños como nos vendiste a nosotros, entrerriano cagador. Bien merecida tuviste la muerte infame. No la celebró en versos del Martín Fierro el poeta ni la mentó como justiciera el gran maestre radical; aunque ellos también vieron y vivieron de primera mano las consecuencias sangrientas de tu traición.
Un mes te esperamos agrupadas las reservas en la cañada de los Gómez, hijueputa masón, mientras vos retozabas con las chinas que empleabas en el palacio y el porteño Mitre se rearmaba en el San Nicolás. Y así, entre las tetas nacientes de una sirvientita verde, con los bolsillos llenos de plata y los campos hartos de vacas, te enteraste que el salvaje Venancio Flores pasó a degüello y por la espalda a 300 de los mejores hombres de mi país. Del mío, hijueputa. Mi país. Y lo poco que te importó. Ya tenías los ríos abiertos pa' lo que gusten mandar, que se prienda fuego todo lo demás.
Te ajusticiaron antes de que lograra verte pa' decirte en la jeta mis verdades juradas y mirarte a los ojos cuando las vieras sangrar. Treinta años tragando veneno silenciado y ahora que llega mi hora no puedo guardarlas más. Te hablo a vos, fantasma hijueputa, entrerriano traidor. Te hablo a vos y me vas a escuchar.
Yo no era ni político ni masón y mucho menos de familia afortunada. Fue por una deuda de mi padre con tu compadre Virasoro que me obligaron a dejar mi casa del Rosario para unirme al ejército del Partido Federal. El correntino nos vendió hacienda flaca y corrompida y obtuvo a cambio un hombro más para cargar fusil. Fui porque no tuve más remedio pero a lo hecho pecho y a la sinrazón la justificación: la causa confederada llegó a ser tan profundamente mía como para los demás.
Y ahí reunidos en el fuego de la ranchada nos decíamos y nos creíamos las grandilocuencias de la patria unificada, que había estado bien correrlo a sablazos al don Juan Manuel en Caseros aunque se hubiera tenido que pactar con el extranjero y el salvaje enemigo de siempre. Que ahí estaban la Confederación constituida y las fronteras reconocidas como prueba de la patriada. Y te creíamos a pesar de todas tus agachadas.
Porque te creíamos, te esperábamos. Había pasado más de un mes ya desde que lo rajamos a Mitre de Pavón. Las noches se fueron haciendo poco a poco más cálidas y estiradas. Corrían el mate sobre el fuego y la ginebra bajo la sombra. Corrían las historias de los pagos y las querencias. Corrían también las miradas lujuriosas de los hombres sin hembra sobre la gurisada lampiña de nalgas apretadas; ah, si las estrellas de mi pampa gaucha hablaran, a cuánto malevo pendenciero le lloverían al paso sus mediecitas rosadas.
Por qué viniste si te querías rajar. Por qué peleaste y venciste si no querías ganar. Por qué nos dejaste en la estaqueada si no pensabas regresar.
Cayó la noche, esa noche, como una sombra blanca más. Calló la noche, esa noche, como una fiera mansa más. Y al silencio de luna llena, los pasos del sanguinario Flores se adelantaron a la orden prefijada: a degüello con la turba amarronada, ni uno vivo entre esa indiada.
Trescientas gargantas cortaron, trescientos cogotes ahogaron con su propia sangre la vida de trescientos camaradas. Trescientas cabezas que te esperaban, cercenadas al rocío de la madrugada. Trescientas gargantas sangran todavía en la cañada. Y antes de que el sol despuntara, ya el olor a muerte sobresalía de los gritos de fiera cebada que proferían los salvajes levantando de las crenchas chuscas las cabezas de la soldada.
Te esperamos para atacar y nunca atacamos. Te esperamos para pelear y nunca peleamos.
Trescientas gargantas sangran en la cañada.
Algunos vimos las sombras y como pudimos nos escapamos. ¿Cobardes? ¿Es cobarde el que huye con un puñal clavado en la espalda? El fierro del jefe enemigo y el de la traición del jefe amigo, el mismo filo.
Trescientas gargantas sangran todavía en la cañada.
En mi casa del Rosario, mi padre me recibió llorando y así se murió pobre y pidiéndome perdón. Perdón por la deuda con Virasoro que marcó mi suerte, perdón por haberme mandado a pelear bajo las órdenes del traidor.
Yo no tenía nada que perdonar a mi padre, porque él actuó siempre más allá de su voluntad. Pero vos sí que hiciste siempre lo que quisiste. Y a vos nunca te voy a perdonar.
Años esperando verte para gritarte mi furia, pero fueron otros los que te hicieron pagar. Años tragándome el veneno en esta ciudad que todavía te celebra pero ahora que muero ya no puedo callarme más.
Te encandiló la “civilización” y le diste la espalda a tu “barbarie”, te endulzaron la oreja con insultos disfrazados de lisonjas, rendiste el bastón de mando y la espada a la escuadra y el compás. Y nos dejaste allá, como prenda de sacrificio de tu liturgia de unidad.
Unidad de qué, unidad de quién. A trescientos de los mejores asesinaron esa noche de noviembre en la cañada de los Gómez. Y no existen dioses ni demonios que te lo vayan a facturar. No, Urquiza hijueputa, entrerriano traidor: es la historia de mi patria la que algún día te las va a pasar a cobrar. Porque trescientas gargantas sangran todavía en la cañada.