Comunicación y ciudadanía tienen una relación esencial. El acceso a la información por parte de los ciudadanos es una condición para el discernimiento, para la construcción de opiniones fundadas y, de esta manera, para el ejercicio pleno de la ciudadanía. La calidad de la participación aumenta en relación directa con la calidad de la información que se posee. El derecho de acceso a la información no es una cuestión de los periodistas, de los profesionales o los técnicos. Tampoco es una prerrogativa de las empresas y las corporaciones. Es un asunto ciudadano, un derecho que nos asiste a todas y a todos en tanto y en cuanto ciudadanos y ciudadanas que incluye la posibilidad de expresar el punto de vista propio, de dar a conocer el modo de comprender y discernir sobre los asuntos públicos.
Por todo esto el derecho a la comunicación debe ser comprendido como un derecho habilitante de otros derechos porque solo teniendo conciencia de los derechos se puede demandar su vigencia.
Desde otra perspectiva habrá que decir que el derecho a la comunicación sólo se puede comprender y ejercer efectivamente en el marco de cada cultura, partiendo de sus valores y de sus modos de entender y de entenderse, de la manera cómo las personas se constituyen en ese espacio. Mantenerlo en vigencia es una tarea cultural pero inevitablemente política y asociada a la idea de cambio, motorizada por los sueños y las utopías de los sujetos que la llevan adelante y cuyos éxitos no se miden exclusivamente por las metas alcanzadas sino por los procesos a través de los cuales las personas, los ciudadanos y ciudadanas, adquieren mayores capacidades y posibilidades para comunicar y comunicarse. En otras palabras. Los medios de comunicación y las redes digitales, para mencionar lo que más aparece, no son los únicos escenarios de la comunicación. También lo son las calles, los espacios de encuentro, las expresiones artísticas, la cultura en general.
La práctica de la comunicación requiere responsabilidad. Por parte de las y los profesionales de los medios para hacerlo con la veracidad que incluye la necesidad de contextualizar, evitando dar la parte como si fuera el todo y dejando de lado los golpes de efecto producidos mediante el sensacionalismo. Del lado de quienes gobiernan para asegurar que el derecho a la comunicación y la libertad de expresión se cimienten en la igualdad de oportunidades. Por parte de los actores y las protagonistas sociales en asumir que ejercer el derecho a la comunicación supone tomar la iniciativa, involucrarse y poner en juego la palabra para hacer diciendo.
Así planteada la comunicación puede ayudar a la gobernabilidad pero también a la convivencia social y la democracia misma. Porque cualquier desbalance puede ser nefasto para la democracia. Y desde este punto de vista, siendo importantes las normas serán siempre insuficientes, porque la responsabilidad de los actores se ubica incluso por encima del cumplimiento estricto de las normas.
Es cada día más necesario construir también un capítulo de responsabilidad social de la comunicación con base ética y cimentada en una perspectiva de derechos. Sin perder de vista que todo forma parte de un entramado de servicio público indispensable en el marco de la democracia, con escollos inevitables y en medio de la complejidad.
En el marco de las sociedades democráticas es imprescindible pensar integralmente la comunicación como una política pública. No alcanza con normas e iniciativas aisladas, algunas de las cuales pueden ser buenas en sí mismas, pero que estarán muy lejos de garantizar el derecho a la comunicación y de aportar a la política en democracia.
Se trata de pensar una comunicación que cree y recree lo público en relación con sus públicos ciudadanos. Una comunicación que incorpore al sujeto popular a la comunicación pública en el espacio público, que interpele al poder, ayude al surgimiento de nuevas relaciones y otros equilibrios que favorezcan y empoderen al ciudadano como protagonista de la vida política.