“Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardin des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl”, escribió Julio Cortázar en su cuento “Axolotl”, que Axel Krygier leyó cuando era chico. Axel recuerda con simpatía cómo el personaje de Cortázar se fascinaba por esos seres tan enigmáticos, y hoy dice que piensa más que nunca en ese animalito cuando al mando de su teclado samplea en los escenarios y mueve plásticamente su cuerpo, como un “performer axoloteado”, casi al ritmo de lo que toca.
El axolotl -vulgarmente llamado ajolote- es un anfibio que habita mayormente en México, especie declarada en extinción. En la memoria de Axel Krygier, además de Cortázar, están los ejemplares de las veterinarias en su época de adolescente donde aparecían animales exóticos. Y fue por esas evocaciones que se decidió por el nombre de su nuevo disco, el electrónico Axelotl, compuesto por una capa de sonidos tan versátiles y móviles como la criatura mexicana: nueve temas de una “sampladelia” que antes que un estilo, remiten a un collage finamente construido por un sentido programático: el de cruzar escenas, géneros y prácticas con la enorme soltura que le permite su condición de frontman inclasificable. Aquel que se mueve no como pez en el agua sino como anfibio en distintos -e infinitos- territorios, desde sus afinidades por el groove, los soundtracks, el folklore, los conciertos de música clásica y mixturas con sintetizadores pasando por el pop, el rock, el folk, la canción francesa, la música popular brasileña y los ritmos africanos.
Todo parece formar parte del universo Krygier: un diálogo elástico de citas y recursos que confluyen en una música que se concibe más para moverse y mutar de climas que para sentarse a escuchar cómodamente en el sillón. “Resueno más que nunca en el entorno digital y me gusta cómo se cruza el experimento electrónico con lo bailable -dice, desde su casa en Colegiales-. Programé toda la música de este disco, venía con un grupo que sonaba muy bien y la pandemia lo complicó todo, así que empecé a generar el solo set. Me divierto tocando solo. Y con mucho sampler, es un instrumento fundamental en mi música, porque me da la posibilidad de tomar un sonido cualquiera, que puede ser un tren o un acorde de cuerdas, y después desplegarlo en el teclado de modo musical”.
Hacía seis años que no sacaba un disco, tras acumular hitos novedosos como Échale semilla! (1999), Secreto y Malibú (2003), Pesebre (2010) y Hombre de Piedra (2015), con los cuales recorrió el mundo. En lo que es el sexto álbum de su carrera solista, Axelotl mantiene la huella experimental de aquellos, pero en un concepto más cerrado, si bien no falta esa mezcla de sonidos yuxtapuestos que son su marca de identidad. Aquí y allá aparecen voces distorsionadas que lanzan onomatopeyas, unos acordes de piano, loops, un bombo legüero, ladridos de perros y cacareos de gallinas, una base de reggae, unos coros, risas, chasquidos de dedos y la propia voz de Axel cantando unos temas. Axelotl, entonces, como ensamble psicodélico, de set para pista y a la vez de estética de culto aunque con Krygier como capitán del barco sin dejar de bucear en el vasto campo de la música popular contemporánea: tanto en su profundidad tímbrica como en la impronta kitsch, con melodías flotantes y un dejo armónico ciertamente atemporal.
A gusto con lo “caótico-bailable”, basta ver en vivo a Krygier para dar cuenta de su preferencia por lo absurdo, por lo surrealista, una suerte de adulto-niño saltando entre las teclas. Pero se cuida de no hacer un fundamentalismo de las máquinas. “Parece que estamos a un click de lo que queremos, pero quizás se transforme en muchos clicks cuando aquello que buscamos no está tan claro. A pesar de la híper abundancia de información para acceder a las cosas, necesitamos un nexo, alguien que nos conecte, una especie de guía. A mí el público me va descubriendo de a poco, soy de absorción lenta”.
Y continúa, enfocándose en su disco. “Mi afán de búsqueda permanente lo asocio conceptualmente al ajolote, que es un animal que es cómico y cambia de ambientes con naturalidad, como la música que hago, que es flexible y no tan estática. Por otro lado, vive en estado larvario y se puede regenerar continuamente. Que esté en extinción supone que hay que dedicarle más cuidado. Y esa idea me convocó, porque siento que con la pandemia nace con fuerza ese movimiento de no aceptar más la desigualdad ni la prepotencia de unos con otros. Cuidar mejor al medio ambiente, al mundo que nos rodea. Cuidar al otro, en definitiva”, se explaya el compositor, productor y multiinstrumentista de 52 años, capaz de pasar de los teclados al saxo y de la flauta traversa a procesar ritmos en su computadora, admirado en su momento por Luca Prodan y Gustavo Cerati -fue parte de Soda Stéreo en su última gira- pero también por los popes de la música electrónica europea; que tocó con Charly García, La Portuaria y fue conocido en la televisión porque un tema suyo, “Final”, se usó como cortina en la serie Okupas -“me alegro que esa música haya sobrevivido y hoy me redescubran masivamente”-; y que ahora, con Axelotl, se volvió a presentar en vivo en los escenarios porteños y en festivales europeos.
En su trabajo anterior, Hombre de Piedra, un personaje atravesaba el disco como idea fija, con unos pasos que se repetían entre los temas. En este caso, el ajolote funciona como un ser omnisciente, que entra y sale permanentemente. Casi como Krygier, un hombre orquesta que parece explorar diversas escenas con la misma ductilidad. No por casualidad, el Instituto Goethe le encargó una obra para ensamble de nueve instrumentos inspirada en la sonata “Patética” de Beethoven. Como también colaboró con el grupo Los Macocos; en Happyland, el satírico musical sobre Isabel Perón; o grabando flautas y teclados para el último disco de Paco Amoroso.
Los temas del disco suenan como fragmentos autónomos, ¿qué idea estética buscaste?
-Axelotl fue pensando como ambiente acuático, grabado como si transcurriera dentro de un submarino. Prioricé un sonido profundo, como el de un sonar. Le puse un lado A, donde empieza intensamente, y un lado B, donde todo se vuelve más acuoso. No quise que tuviera el sonido cinematográfico que suelen tener mis discos. Acá no entra el ruido de afuera, hay pocos instrumentos de aire.
Todos los bajos de los temas se construyeron desde el teclado, con baterías programadas por Krygier salvo las colaboraciones de su productor Emilio Haro. Allí están “La Anguila”, que suena como un set para un videojuego; la movediza “Chiwawa”; la folklórica Indio Peregrino -“soundscape de la Puna inundada”-; la danzarina "Mantra Raya", con silbidos y flautas ancestrales que recrean la atmósfera de un spaghetti western; y su propio canto y letra en “Quemándome al Sol”: “Fue tu sol la compañía/ La que me alivió la pena/Y ahora que es el mediodía/Creo que me quedo afuera/ Quemándome al sol/Sintiendo que todo esto fue un error/ Dejándome estás, al filo de una agonía/Abrazado a la vereda/Ya me estoy deshidratando/ Como un lagarto que ruega/ Me dejaste balbuceando”.
También suenan “Rapsodia sueca” -con archivos sonoros “usados en radio espionaje de ultramar durante la Guerra Fría”-, “Bom Bam Bam” -suerte de dub electrónico, “donde un coro de alegres zombies anuncian la arenga de un líder revolucionario”-, y “Doña realidad” -un “freak folk de suspense existencial”-. Desde su bunker porteño, Axel Krygier dice que no quiere ser un músico para especialistas, y se piensa en metamorfosis y puntos de fuga. “Me interesa meterme en lugares donde mi naturaleza se tenga que adaptar. Es como una declaración de principios, para seguir en la recurrencia de lo anfibio”, suelta, y en su cabeza resuenan varios puntos de inflexión en su carrera.
El más conocido fue cuando Luca Prodan, poco antes de su desaparición, lo reconoció como un joven talento, lo que se convirtió en una suerte de estigma: tuvieron que pasar 12 años antes de que se atreviera a editar su primer álbum. Pero hubo otros. El rito de iniciación fue en 1982, cuando en el primer del año del secundario, “El Vicente López”, lo convocaron para la orquesta escolar. Axel ya tocaba de oído varios instrumentos: el bombo, el bajo, la flauta. Se encontró en los ensayos con Juanchi Baleirón, Ale Terán, Diego Frenkel. En la fiesta de fin de año, Diego Clemente -que también andaba por allí- lo invitó a formar parte de su banda. “A partir de allí, mi vida dio un vuelco porque mi medio ambiente empezó a estar rodeado de músicos. El bautismo de fuego de la banda fue en una Unidad Básica peronista, en la primavera democrática. Después conocí a Kevin Johansen y me sumé a su grupo, Instrucción Cívica. Todo se dio así, con cruces espontáneos”.
Abandonó el secundario para estudiar música con profesores particulares. Vivía en Belgrano, en su casa de descendencia polaca no había músicos, pero el padre arañaba el piano y la guitarra. A la familia le gustaba el arte y con ellos fue a ver a Spinetta, Weather Report, Milton Nascimento, Ney Matogrosso. Axel empezó a estudiar flauta traversa, luego piano hasta que aconteció otra revelación: le recomendaron al pianista alemán radicado en Argentina, Klaus Cabjolsky. “Fue mi gran maestro. El que me enseñó la armonía, a estudiar críticamente las obras. No hay que hacer del talento una virtud, me solía decir, para que no fuera rápido con los dedos sino que me exigía a trabajar musicalmente el doble”.
Ya desde pibe se movió entre bandas de rock, de proyección folklórica y otras del post punk, descubrió el saxo de manera autodidacta y, en lo que denomina como “un hipismo tardío”, viajó de gira con Kevin Johansen por Latinoamérica. Tenía 16 años, se compró un portaestudio y fue entonces que empezó a grabar sus primeros tanteos sonoros. Llevó sus demos al programa de radio de Tom Lupo, conoció a Luca Prodan y por recomendación de Ale Terán entró a La Portuaria. “Giramos por todos lados y adquirí un entrenamiento zarpado en el tocar. Pero no quería ser un simple saxofonista de grupo, sin entidad, siempre ahí en el fondo”.}
Embelesado por los alcances de la polirritmia, Axel Krygier recuerda que grababa a escondidas a través de un multipistas a cassette: sus experimentos musicales iban de la bachata dominicana al jazz combinando el drum ’n' bass con el klezmer. Allí el teclado se convirtió en su instrumento de cabecera. Poco le importaron las habladurías de ortodoxos que lo animaban a perfeccionarse con un solo instrumento o anclarse en un género. Sus demos se expandieron en las artes escénicas, para lo cual sus bandas de sonido encajaban refinadamente, y con Roberto Villanueva colaboró en El Clú del Claun. Y después llegaron las convocatorias de cineastas como Andrés Di Tella, que puso su música para la opera prima Prohibido.
Ganador del Premio Konex de Platino, con ecos cercanos a Mono Fontana, Tom Zé, Martín Buscaglia y Ramiro Musotto, dice ya no sentirse tan cosmopolita, como cuando giró por Estados Unidos con el colectivo de cumbia digital y folk electrónico ZZ, o cuando formó un grupo con sede en París para presentar su disco Pesebre -grabado en Bélgica-, ganando la beca Carte Blanche. Ni tampoco en su faceta de líder, como ocurriera con el dream team del Sexteto Irreal -junto a Christian Basso, Ale Terán, Manuel Schaller y Fernando Samalea-; o en clave exitoso, cuando fue laureado con el Premio Gardel por la música de 3 Tangos, un musical de Alfredo Arias.
Hoy, dice, quiere dedicarse al formato íntimo de piano y voz -“siempre sentí que carezco de carisma como líder, y en la pandemia me refugié solo con el piano, donde hice streamings e interactué con la gente”-, trascendiendo el mero virtuosismo de llevar el mapping del teclado hasta el paroxismo, en la escuela de su admirado John Cage. “Me sigue gustando la música electrónica, cruzar los beats con el ensayo sonoro, al estilo de Flying Lotus y Roots Manuva. Pero también me conmueven Schubert, Satie, Nino Rota, Almendra, Bowie, Ravel, King Crimson, Francis Bebey, Henri Salvador, Leo Maslíah, Violeta Parra, Miles Davis, Monk, Los Beatles, Serge Gainsbourg, Caetano Veloso. Podría no parar con la lista, porque soy un melómano de amplio espectro”.
Ecléctico y mordaz, Krygier cultiva otra pasión, la del dibujante: además de ilustrar sus propios flyers y tapas de disco, con su hija de cinco años formó en la cuarentena una suerte de colección falsa de Tin Tin, con secuelas como “Tin Tin en la escuela” o “Tin Tin en el obelisco”. Vuelve sobre el ajolote y dice que ya no pierde el tiempo: si algo lo aburre, sale enseguida y cambia. Que ama el cine, los libros -“acabo de terminar Yoga, de Carrère, y la trilogía involuntaria de Levrero, sublimes”-, el yoga, las artes marciales y el mundo fantástico. Y que con su disco ha cumplido el sueño de decir “ahora soy un axolotl”, como escribió Cortázar.