¿Qué es lo que es –qué es lo que está– “fuera de serie” en Fuera de serie, de Gabriel Lerman? ¿Cuál es la “serie” de la que se aquí se trata? Por supuesto, en una novela en la que se menciona unas cuantas veces al gran Sartre, tienta jugar con las palabras, con lo que aprendimos en nuestros años mozos sobre la diferencia entre “serie” y “grupo”, y advertir que en el cuadro cuya historia y cuyos contenidos Lerman considera aquí de manera tan minuciosa como atrapante lo que tenemos son justamente una cantidad de grupos, una secuencia –una “serie”– de tres grupos de hombres (y en dos de los tres casos de unas pocas mujeres) rodeando a tres protagonistas notorios de nuestra historia nacional, a tres líderes políticos populares “fuera de serie” (¿fuera de serie justo porque no “fuera” de esos grupos?, ¿fuera de serie justo porque sus liderazgos presentaban la característica de sostenerse, los tres, sobre la base de un vínculo fuerte con los hombres y las mujeres que constituían lo que suele llamarse sus “bases” sociales y políticas?), cuya misma excepcionalidad es la que permite trazar entre ellos la gran “serie”, la gran línea histórica cuya exégesis caracteriza a la tradición revisionista en la que Alfredo Bettanin, el pintor, ubicaba su propia reflexión sobre la historia nacional?

¿O habrá que pensar más bien qué es lo que queda, en el mismo cuadro, “fuera” de esa serie, que le da nombre y que señala muy notoriamente el asunto principal del que se trata en la pintura, pero que, bien vistas las cosas, solo lo hace utilizando para ello una franja que no ocupa sino la tercera parte inferior de la superficie de la tela? De manera que vaya si queda, “fuera de serie”, fuera de esa serie que componen las imágenes de San Martín, Rosas y Perón rodeados por los correspondientes grupos de sus seguidores, espacio de sobra para contar varias historias más, presentadas en la pintura de Bettanin bajo la forma mucho menos naturalista y mucho más onírica (“surrealista”, dice o les hace decir Lerman a sus personajes varias veces) de un conjunto de representaciones o de sueños de esa “Alicia en el país de las pesadillas” que domina el centro de la tela y a la que se refiere el joven profesor Diez en la primera ocasión en la que, en la novela, debe decir de qué cuadro está hablando: “El tríptico San Martín, Rosas, Perón, de Alfredo Bettanin. El de la mujer desnuda”, dice Atilio Diez, y al hacerlo nos indica por primera vez no solo la centralidad y la importancia de esa mujer desnuda, posible representación o emblema de la Patria que, en efecto, domina toda la composición, sino también su evidente relación con el modelo que representa la maja desnuda de Goya, a la que remite de manera remota aunque indudable, al mismo tiempo que toma distancia de ella en dos o tres puntos fundamentales.

El primero es evidente. Si la maja desnuda de Goya es libre, y exhibe una invitante sensualidad hecha de picardía y desparpajo, la de Bettanin, que reproduce vagamente algo de la posición y del movimiento del brazo izquierdo de su modelo, está sin embargo atada o estaqueada: es una cautiva, y si no deja de haber en ella una sensualidad evidente y subrayada, se trata esta de una sensualidad sufriente y portadora de los signos de una opresión que el pintor recalca con esos lazos o sogas que aseguran su cuerpo al suelo y que terminan de hacer de ella lo que sin duda es: un arquetipo. Horacio González, a quien –por cierto– Lerman convierte en un nada inverosímil personaje secundario de esta trama (González ha contado que, siendo un joven universitario de izquierda, comenzó a militar en el peronismo animado por Leonardo Bettanin, hijo de Alfredo), estudió en La Argentina manuscrita la centralidad de esa figura de la cautiva en la cultura nacional (aunque no solo en ella: González, que no se priva de considerar las más ostensibles fuentes griegas y latinas de esa idea, se atreve a sugerir que el rapto y la violencia sexual sobre la mujer pueden ser tenidos como mitos fundantes de todas las culturas) desde los primeros relatos sobre la conquista y el poblamiento de estas tierras hasta los que nos llegan acerca del terror ejercido y padecido en el infierno de los campos de concentración de la última dictadura. Que Lerman le dé un papel, en esta ficción, a la poeta y militante revolucionaria Alicia Eguren, que fue vista por última vez en las oscuras mazmorras de la ESMA, le da un significado particularmente tremebundo al sufrimiento de la mujer (de la Patria) del centro de la tela de Bettanin, y un valor perturbadoramente anticipatorio a sus peores pesadillas.

La segunda diferencia entre las dos majas desnudas se deriva de algún modo de esta primera, y es que si la de Goya exhibe su belleza en un ámbito notoriamente privado, tendida laxamente sobre una especie de diván en un espacio interior, lejos de cualquier contexto político y social y de cualquier referencia al mundo histórico, la de Bettanin, ubicada en el centro de un fresco sobre el conjunto de una historia nacional hecha de tremendas opresiones e injusticias y de batallas y de grandes gestas colectivas, define su propio lugar en relación con esa historia, y no deja de invitarnos a tratar de ponerla en vinculación con otras protagonistas de la misma composición. La idea aparece indicada más de una vez en la novela: a la “serie” de los tres nombres y de las tres imágenes de San Martín, Rosas y Perón, habría que añadirle –o quizás, aun, contraponerle– otra “serie”, una serie fuera de (esa) serie más estridente y conocida, que es la que en el cuadro definen los tres vértices del triángulo que unen la imagen de la mujer india pintada abajo y a la izquierda, la de la cautiva sufriente y soñadora del centro de la tela (que por cierto sostiene sobre su mano izquierda la imagen de Eva Perón, que es como decir, de la libertad conduciendo al pueblo: las referencias al cuadro de Delacroix recorren toda la novela) y la de la militante política revolucionaria de los jóvenes 70 que aparece retratada en el extremo inferior derecho. Se trata esta última –nos informa Lerman– de la propia hija del pintor, a la que el novelista le regala un precioso diálogo con el papá, mirando ambos la tela el día en que la misma iba a ser, pero no pudo ser, presentada al público (¡el 1º de julio de 1974!: definitivamente, la historia de este cuadro y de sus circunstancias es una historia de novela), y añadiendo su propia interpretación (que es esta que estamos repasando) de la pintura.

En ella, en la pintura, la muchacha –que notoriamente integra el grupo de los jóvenes seguidores de Perón: el último de la serie de tres grupos de combatientes políticos por la libertad escoltando a sus correspondientes líderes– aparece al mismo tiempo (y en la novela de Lerman le pregunta al papá, a Alfredo Bettanin, por qué) ligeramente separada de ese mismo grupo, y por lo tanto, también, de la serie completa que integra ese grupo como prolongación y culminación de los otros dos. Fuera de serie. Fuera de serie o de todas las series que el cuadro representa, y pudiendo por lo tanto mirarlas a todas, en conjunto, como última destinataria –parecería– de toda esa historia de atrocidades del poder y de luchas del pueblo, que parece que querría poder captar desde su lugar privilegiado con la máquina de fotos que tiene en las manos. En Las Meninas, un cortesano que pasa por una puerta abierta en la pared de fondo de la composición (y sobre cuyo apellido informan las historias de ese cuadro: se llamaba Velázquez, y nadie dirá que la cosa no tiene el más alto interés) es el único que puede ver el conjunto de la escena que el cuadro nos presenta. En San Martín, Rosas, Perón, la que tiene frente a sí la totalidad de la historia que el cuadro narra, la que se convierte por eso mismo en algo así como la heredera de esa historia, tiene también el mismo apellido que el pintor, porque es su hija. Cuando ella y su papá conversan frente a la tela que iba a ser pero que no pudo ser exhibida ese día fatídico de comienzos de julio del 74, ninguno de los dos sabía que uno, el padre, iba a morir apenas dos meses después, y por supuesto que ninguno de los dos sabía que la otra, la hija, iba a tomarse una pastilla de cianuro poco tiempo más tarde, a comienzos del 77, a los veintinueve años, durante la invasión a su casa en Rosario por una patota de la dictadura.

La novela de Lerman va y viene en el tiempo, fuera de serie, ella también: fuera de la serie histórica de los acontecimientos, que aquí se narran o se recuerdan o se vuelven a narrar o a pensar años más tarde, cuando el tiempo transcurrido les puede dar a los dos niños, luego adolescentes y finalmente jóvenes protagonistas de esta historia otra comprensión acerca de los hechos o cuando las cosas que pasaron en el medio pueden darles a esos hechos un sentido diferente o más completo. Hay algo de eso: del completamiento de un sentido, del siempre frágil, precario, provisorio completamiento de un sentido, del sentido de un cuadro o en el sentido de una historia, en la búsqueda que esta novela relata, que esta novela es. Y por eso la novela no narra apenas la historia de la concepción, ejecución y exhibición –o exhibiciones– de esta tela, ni la del modo en que la misma se hizo parte de la educación sentimental de los dos protagonistas centrales de la historia, sino también la historia de la circulación de esa tela (y, con ella, de sus significados) en los años que seguirían a la muerte del propio Bettanin y de buena parte de los protagonistas de esta trama asombrosa. No vamos a reconstruir acá esa historia, que Lerman narra con particular maestría y alrededor de una hipótesis notable, que recoge inspiración en el mismo cuento de Poe, “La carta robada”, donde había ido a buscarla Emilio de Ípola, en su momento, para pensar las enseñanzas de un gran cuento policial de Borges, “La muerte y la brújula”. Hay algo de policialesco y de borgiano, en efecto, en el modo en que Lerman busca dar cuenta, en su novela, del misterio de este cuadro y de su historia.

Que se va construyendo en el mismo pasar de mano en mano de la tela y del mensaje o los mensajes que ella porta, que acaso ninguno de sus propietarios o custodios sucesivos pudo o pueda nunca terminar de conocer, pero que desde hace una punta de años vienen circulando junto con el cuadro mismo y con su exhibición en las escenas y circunstancias más variadas. Nadie entiende bien qué dona cuando dona algo. Nadie conoce el significado pleno de ninguna cosa. Pero es preciosa la hipótesis de Lerman de que hay algo que alguien sí le dijo a alguien, hablando con el cuadro de Bettanin de fondo, en cierto discurso de reconocimiento de una derrota electoral en 2009. (Aludí hace un momento a “La muerte y la brújula”; ¿no hay algo de la astucia de “El jardín de los senderos que se bifurcan” en la idea de Lerman sobre el modo en que deberíamos analizar ese discurso: el mensaje, dirigido a uno solo en medio de un texto o de un discurso que leerán o que oirán millones, que habría estado cifrado –no dicho: mostrado– en ese discurso?) Nadie sabe que va a morir poco después. Poco después de una charla con su hija, poco después de un discurso con un Bettanin de fondo. La historia de ese cuadro, de la circulación y de las posibilidades que hemos tenido y que tenemos de ver este cuadro después de ese discurso y de la muerte del autor de ese discurso, es extraordinaria y llega hasta nuestros mismos días. Las páginas finales de la novela de Lerman la cuentan con detalle.

 

A nosotros nos queda apenas sugerir, antes de terminar, cuál puede haber sido ese mensaje que Néstor Kirchner, si Lerman tiene razón, habría querido transmitirle al anterior dueño del cuadro que ese día eligió tener a sus espaldas. Lerman le hace decir sin decir “Me ganaste la elección, pero me quedé con el cuadro”. El tono burlón en el que esa frase busca traducir el presunto mensaje del político santacruceño es ampliamente verosímil. Pero no sé si ese chiste era lo único que contenía ese mensaje, la elección de ese cuadro como mensaje. Quizás lo que quiso recordarle Kirchner a su antiguo amigo y ahora adversario era que ese cuadro que había sido de uno y ahora era del otro destacaba muy nítida, abajo a la derecha, a una joven revolucionaria a la que ya dijimos que no resulta inadmisible pensar como la verdadera heredera, como la verdadera destinataria del legado que el cuadro nos presenta y como la legítima continuadora de la larga historia de luchas que allí se ven representadas. Sabemos de quién se trata, y ya escribimos su apellido: Bettanin. Pero apuesto a que a Néstor le interesaba más recordar y recordarle al otro, que acaso no había sacado las debidas consecuencias del asunto durante todos los años en los que el cuadro había lucido en su propia casa, el nombre de esa joven heredera. Se llamaba Cristina.