Primero fue la noticia de su enfermedad, y eso ya significó un sismo internacional. Al día siguiente, lo que ocupó los titulares del mundo significó el fin de una era: el 24 de noviembre de 1991, apenas unas horas después de confirmar los rumores que indicaban que tenía hiv, Freddie Mercury murió en su hogar de Kensington.
Con él se fue uno de los más formidables frontmen que tuvo la historia del rock y también quedó patente otro registro de época, el estigma que significaba en el momento una enfermedad que no mucho después dejaría de ser una condena inevitable. Términos despectivos como "peste rosa", prejuicios exacerbados por los tabloides británicos, hicieron que el cantante, pianista y compositor quisiera ocultar como fuera las razones de su retiro de la escena. Justo él, que derribó toda clase de prejuicios. Justo él, dueño de una potencia con la que parecía poder arrasarlo todo.
Nacido el 5 de septiembre de 1946 en Zanzíbar, Farrokh Bulsara se fue convirtiendo en un enigma. A pesar de sus deslices biográficos, Bohemian Rhapsody, la película dirigida por Bryan Singer en 2018, sirvió para echar algo de luz, pero aún así siempre quedarán zonas en penumbra, mucho más allá de sus elecciones amorosas. Por ello siempre será mejor concentrarse en lo que hizo de Mercury una figura irrepetible.
Ese pibe acomplejado por sus dientes que se convirtió en fuerza de la naturaleza, se reinventó, fue innegable motor de una banda a la que no le faltaban pistones pero tuvo en él un ideólogo creativo, tan tozudo como para defender proyectos que podían sonar a delirio, a menudo tiránico.
Freddie nació para ser estrella. Freddie tenía el talento para conseguirlo.
El devenir de Queen en sus diez años de pura magia, de 1970 a 1980, de Queen a The Game, impacta hasta el asombro. Jugó muy a su favor el tener cuatro compositores y no faltaron fricciones, pero de esas fricciones -The Police también lo supo bien- se alimentó una bestia que siempre apostaba a más. Para recordar de nuevo a otra figura recientemente desaparecida, fue Mick Rock quien le mostró al cantante una imagen de Marlene Dietrich.
Y aunque a Brian May, John Deacon y Roger Taylor les parecía un modo demasiado pretencioso de mostrar a un grupo cuyo primer disco había vendido modestamente, la insistencia de Fred dio como resultado una tapa icónica y más tarde el video de "Bohemian Rhapsody": una de las canciones con más reproducciones radiales de la historia, una locura absoluta salida de la mente del cantante.
Freddie no se consideraba un gran pianista, pero lo era. Sí se sabía vocalista excepcional, tanto como para no cuidarse en el consumo de tabaco y cantar con vasos de cerveza sobre el piano. Sabía defender sus canciones y aceptar y enriquecer las de sus compañeros. Diseñó logos y vestuarios, conocía los valores musicales de su banda pero estaba dispuesto a jugar lo que fuera para conquistar el mundo con ella.
Lo conquistó. No solo por discos como A Night at the Opera, A Day at the Races, News of the World o el mismo The Game, cuando su fascinación por los clubes de baile lo llevó a porfiar por un cambio radical en el sonido: entre eso y la línea de bajo de "Another One Bites the Dust" -gracias, Deacon-, Queen hizo explotar los '80... para estrellarse de frente poco después con el por lo menos decepcionante Hot Space.
Pero aun después de ese paso en falso, que por lo menos dejó el descomunal dueto con David Bowie en "Under Pressure", Mercury y sus compañeros lograron reinventarse, volver a levantar la puntería. Y los '80, además, trajeron la exhibición mundial del otro argumento de su conquista. Alcanza ver la presentación de Live Aid, o cualquier show de esa época, o las mismas, borrosas imágenes del Vélez de 1981. Como muy pocos -quizás como nadie-,
Freddie fue capaz de meter 80 mil personas en un puño, manejarlas como titiritero genial. Si su vida era tormentosa, cuando pisaba el escenario todo se diluía; sabía todo, entendía todo, se convertía en el dueño del circo, los payasos, los leones, las focas saltarinas y, por supuesto, el público.
Como le sucede al rock argentino con Federico Moura, hay una gran amargura en que la medicina no haya llegado a tiempo para salvarlo, que la convivencia con el hiv solo fuera posible algunos años después. El ejercicio de tratar de imaginarlo hoy a los 75 no sirve de mucho, su propio camaleonismo lo vuelve ocioso. En rigor, podría ser cualquier cosa.
Pero lo que importa es lo que fue, lo que hace que este 24 de noviembre se multipliquen los recuerdos, los videos en las redes, las canciones resonando. Un huracán con o sin bigotes. Un compositor iluminado, un performer soberbio. El tipo que aún hoy, en cada reaparición nostálgica, vuelve a tener un mundo en el puño.