Cuando fracasamos, cuando la esperanza se choca contra el barroso suelo del hundimiento existencial somos una subjetividad mordisqueada, subestimada, destrozada. El fracaso no es del orden de la ética, pero produce culpa como si lo fuera. Es ontológico, sucede, pero se supone que “no debería ser”. Ante el fracaso reaccionamos de diferentes maneras: aceptar o negar, morir por dentro pero que no se note o declamarlo, buscar culpables, intoxicarnos con alcohol, tranquilizantes, antidepresivos y otras yerbas o pegar media vuelta y a otra cosa mariposa, ¡mañana será otro día!
Fracasar es no alcanzar los objetivos y se dice de varias maneras: malograrse, estropearse, frustrarse, decepcionarse, hundirse, caer, fallar, perder, descalibrarse. En su origen latino significa cascar, romper, destrozar. Una delgada telaraña de benignidad sostiene cada mundo individual o colectivo, pero cuando acaece el fracaso, se desgarra ese mundo. Quedamos inestables como al borde de un precipicio.
La expresión inglesa the crack up es casi representativa u onomatopéyica, significa romperse en pedazos, fracasar irreversiblemente, derrumbarse. Contradictoriamente -o no tanto- significa también reírse a carcajadas, desternillarse de risa, partirse gozando. Y si bien desde la lógica formal es inconsistente, desde la lógica del sentido es adecuado.
En una cultura competitiva el fracaso es una de las encarnaciones del mal, pero hay otra forma de verlo. Francis Scott Fitzgerald -que tituló The Crack up el relato autobiográfico de su propio fracaso- parte de la idea de que la vida es básicamente una estafa. Y reclama una especie de trastienda para refugiarse de la hostilidad pública. Consideraba que existen caídas que no se alivian con supuestos placeres que nos devolverían a un estado feliz. Las satisfacciones más intensas son las derivadas del esfuerzo de no bajar los brazos y resistir.
El feminismo inventó el enunciado “lo personal es político”. Y aunque una mujer lo enunció por primera vez, el consenso generalizado es que la frase surgió de los feminismos y se amplía a toda relación de poder. Unos siglos antes que se acuñara la consigna “lo personal es político” (fines de los sesenta), y el concepto de “cuarto propio” de Virginia Woolf (primera mitad del siglo XX), Montaigne reclamaba la necesidad pública de un espacio particular. Una especie de recinto íntimo, una terapia y un regocijo para el espíritu. Una espacialidad privada de incidencia pública. Espacio singular para elaborar el fracaso y reconvertirlo en idea regulativa de futuros logros.
La historia de la ciencia, por ejemplo, es una historia de fracasos. También de éxitos, por supuesto, pero, hasta que una ley científica se consolida, acumula más anomalías que aciertos. Aprendemos del error, dice Karl Popper. Tanto en el conocimiento científico como en el existencial se avanza por ensayo y fallo. Fracasar es consustancial a la vida misma. “Lo intentaste, fracasaste, no importa. Inténtalo de nuevo. Fracasa mejor”, la conocida y frecuentemente mal interpretada frase de Samuel Beckett suele ser slogan para márquetin de financistas, operadores y gerentes. Apelan al lugar común de que el fracaso es el camino hacia futuros éxitos y lo agitan como latiguillo.
Lejos estaba Beckett de semejante banalidad (aunque contenga parte de verdad). El dramaturgo, por el contrario, se refiere a la inevitabilidad del fracaso. Pues no existe éxito sin fisuras (¡hay que ver a los ganadores peleándose entre sí!). Cuando en Rumbo a peor, enuncia su “¡fracasa mejor!” no augura que después de una ronda de fracasos el éxito acaece, si no que en cada intento volverá a fracasar. A pesar de todo, su trilogía de novelas -Molloy, Malone muere y El innombrable- termina así: “Debes seguir, no puedo seguir, seguiré”.
Beckett parece coincidir con la teoría de la trastienda personal de Fitzgerald, de la autodeterminación de las feministas en general y del cuarto propio de Virginia Woolf, en particular: la lacerante necesidad de un refugio. Cuando se le otorgó el Premio Nobel, Beckett se enfrentó a una catástrofe. Una burla del destino que lo condenaba a fracasar por medio del éxito. Después del Nóbel (que no retiró personalmente, donando parte del dinero del premio) se recluyó como un eremita y desconectó su teléfono para siempre. Su escritura se llamó a silencio.
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Éxito y fracaso son siempre discutibles. Máxime cuando se miden matemáticamente. Hay seres que pueden romper el ronquido ponzoñoso del fracaso, o lo intentan. “No te des por vencido, ni aun vencido, / no te sientas esclavo, ni aun esclavo; / trémulo de pavor, piénsate bravo, / y arremete feroz, ya mal herido”, escribió el poeta Almafuerte (Pedro Bonifacio Palacios) en “Piu Avanti”. La poesía le canta una otra vez al fracaso, también a la resistencia/resiliencia. “Si vas a intentarlo, ve hasta el final. / De otra forma ni siquiera comiences”, sentencia Charles Bukowski. También la filosofía desde joven tematizó el fracaso. Pero no precisamente en sentido negativo -como lo inculcan los liberalismos tardíos y su cultura del éxito individual- sino rescatando la potencia del no, su ímpetu movilizante. “Gris es toda teoría, verde es el árbol verde de la vida,”, decía Goethe. Mucho gris acumulan los éxitos, y colores nítidos los fracasos. Hay que encontrarlos. Fracasar suele suscitar sufrimiento, esa es la lógica de los liberalismos que, por especular con la acumulación están condenados a vivir en el fracaso: siempre hay que ir por más, y por más, y por más. Y como vivir es ganar y perder, aceptar que la vida es conflictividad y la adversidad puede estar a la vuelta de la esquina es saber jugar incluso con el fracaso, que puede ser fecundo. Lo que en un momento me parte el corazón de angustia porque fracasé, en otro momento (o mirado desde otra perspectiva) se convierte en fuente de alegría. Soy yo y mis circunstancias y cuando devienen adversas se puede producir una torsión de sentido. Buscar y festejar el lado afirmativo de la vida. Consolidar la existencia aun en el fracaso es propio de seres vitales. Si el resultado se puede modificar, ¡manos a la obra!, ¿y si no?, asumirlo con alegría y retomar el camino hacia nuevos desafíos. Pues, como decía Séneca: “Solo las personas inteligentes se reponen pronto de un fracaso, mientras que las mediocres jamás se reponen de un éxito”.