Mario salió de ver a los fiscales con su gorrita que dice “Puma” y atendió a los periodistas con el mismo gesto amable y triste de estos días. El gesto de quien, de golpe, deja de ser solo el padre de Lucas González y se convierte en el padre del asesinado Lucas González.

Agradeció a los fiscales una vez. Y otra vez. Y otra. Hasta que explicó por qué estaba tan agradecido. Dijo Mario: “Nos trataron como a personas normales”.

El trato normal debería ser algo normal. Evidentemente no lo es.

Que las brigadas de drogas de la Policía de la Ciudad no aprieten ni maten también deberían ser comportamientos normales. Con gran habilidad el secretario porteño de Justicia y Seguridad, Marcelo D’Alessandro, sorteó el tema de fondo, o sea la naturaleza de la Policía de la Ciudad desde su origen. Logró instalar que el comportamiento de la brigada fue una anomalía y que el control sobre la fuerza de seguridad es impecable. Lo repitió inclusive el abogado Gregorio Dalbón cuando alabó lo que él llamó “control civil” sobre la Policía de la Ciudad. Error: los policías también son civiles. No tenerlo en cuenta contribuye de hecho a consolidar su espíritu corporativo y un militarismo anacrónico. El que mejor entendió ese fenómeno en democracia fue Néstor Kirchner. En vez de hacer análisis de discurso y abstracciones por el estilo, aprovechó el sistema de órdenes para obtener resultados concretos. Cuando él mismo renovó la cúpula policial, en 2004, avisó que del primero al último oficial el que no cumpliera con la instrucción de poner orden sin matar se quedaría sin carrera en el acto.

La Policía de la Ciudad repite patrones de comportamiento.

¿Se acuerdan de Jorge Gómez, el tipo que estaba borracho y murió porque el policía porteño Esteban Ramírez lo derribó de una patada y cayó con la cabeza contra el piso?

¿Se acuerdan de Alejandro Rosado? En diciembre de 2017, durante la protesta por la reforma jubilatoria, el miembro de la Policía de la Ciudad Dante Barisone le pasó por encima con la moto y le quemó una pierna con el caño de escape. Como lo filmaron, terminó en juicio.

¿Se acuerdan de las razzias en la calle en medio de las manifestaciones durante el macrismo? Detenían a cualquiera y aplicaban de entrada la figura de “resistencia a la autoridad” para justificar unos días en la comisaría y, peor, un proceso penal.

“No quiero venganza, pido justicia”, dijo Mario González el lunes a la noche, frente a Tribunales. “Soy humilde, villero y trabajador.”

La de Mario fue una simple descripción de algo natural: soy lo que soy y lo digo. En cambio su agradecimiento por el buen trato suena a sorpresa: soy lo que soy y, a pesar de serlo, los fiscales me trataron como a una persona normal.

En condiciones de mayor igualdad, la dignidad fue siempre el equivalente subjetivo de la justicia social. Y punto. Suficiente.

Pero en un país saqueado y ferozmente desigual las cosas son de otra manera: alcanzar una presunta certificación social de dignidad exige un esfuerzo permanente y sobrehumano.

No debería ser necesario que Mario sienta que debe plantearse un esfuerzo, para colmo después del asesinato de su hijo. La sociedad debería hacerle sentir a Mario que no es él quien debe dar explicaciones.

Su sorpresa es una tragedia. Ilumina la revictimización de los humildes.