La obra futbolística de Diego Maradona ha sido tan intensa y tan inmensa que, a un año de su muerte, en verdad desde mucho antes, le permite resistir a toda la oscuridad y el morbo que lo rodean cuando se transitan los costados menos virtuosos de su existencia. Nadie que no hubiera sido él y que no hubiera hecho lo que el hizo dentro de una cancha, habría podido resistir semejante carga negativa. Diego pudo, puede y podrá. La devoción que sienten por él millones de personas en la Argentina y en otras zonas del mundo está más allá de cualquier señalamiento.
El amor maradoniano está constituido por el álbum privado e intransferible que cada uno de nosotros lleva guardado dentro de sí. Y que con el correr de los años, lejos de volverse sepia, será cada vez más grande, más bello, más imperecedero. Como Gardel, Maradona cada día juega mejor. Pero a diferencia del Zorzal, Diego no necesitó morirse para ser un mito y una leyenda: ya lo era en vida aunque serlo le resultara un ejercicio inaguantable.
Un año despues de aquel mediodía maldito en el que Maradona se nos murió, el Diego de las grandes jugadas y los grandes goles, el que sabe cuánto pesa una Copa del Mundo, el símbolo de lo mejor y lo peor del ser argentino, coincide en los estrados de la Justicia y las pantallas de la televisión con el Diego adicto, decadente y descontrolado. Que había entrado en una espiral de autodestrucción imparable desde mucho antes de la última escena en el barrio San Andrés de Tigre. Y que ni siquiera podía tenerse en pie o razonar por si mismo. Sigue doliendo ese final y mucho. Por lo previsible, porque se lo veía venir, porque no se lo quiso ver. Acaso porque creíamos que Maradona era eterno como el agua y como el aire. Y que todavía le quedaba resto para hacerle la última gambeta burlona a la muerte. Pero no. Diego ya no tenía más nada para dar. Ya lo había dado todo y si algo le quedaba, ya se lo habían sacado. Hasta la última tajada.
Pero a los maradonianos no les importa aquello que pudo haber sucedido entre la frialdad de cuatro paredes. No lo saben, no lo vieron, no quieren escucharlo. Y si lo saben, creen que corresponde a una intimidad que sólo le pertenece a él. Para ellos, no hubo ni habrá drogas, fiestas, vicios ni mujeres avasalladas, sólo habrá felicidad, un Diego idealizado. Que por los siglos de los siglos seguirá pasando ingleses hasta hacer el gol más grande de la historia, seguirá jugando Mundiales con un tobillo reventado y seguirá llorando porque le cortaron las piernas. Maradona nos unió en un país de grandes desuniones. Y puso los colores argentinos en el mástil más elevado del mundo. Eso lo vimos y lo sentimos todos y contra eso, no hay nada que pueda oponerse.