Todo estaba a punto. Mi madre, embarazada de ocho meses, acababa el rodaje de Cela s’appelle l’aurore con Luis Buñuel en Córcega, y aparcaba así, indefinidamente, su carrera en el cine para ir a reunirse con mi padre en México y empezar una nueva vida como esposa y madre. De ahí bajarían hacia Centroamérica cumpliendo con los contratos de ferias y festejos taurinos pendientes hasta que a ella le llegara el momento.

Despegó de Madrid sin saber que mi padre no iba a estar para recibirla a su llegada al aeropuerto capitalino y embarcó muerta de amor y harta de echarle tanto de menos. Vestía un sari azafrán y oro que pretendía disimular su avanzado estado, aunque por la cintura que calzaba, el tamaño de su tripa tenía apariencia de no más de cuatro meses. Su pelo aún corto, el de Clara, el personaje de la película de Buñuel, le daba un aspecto dulce y adolescente, y sin hablar casi español se subió al avión. Era mediados de marzo de 1956.

Desconocía las razones por las que mi padre no iba a estar a pie de avión como previsto. Excepto mi tío Domingo, nadie las sabía. Más tarde descubriría que al mundo secreto del clan de Quismondo nadie tiene acceso. A lo largo del viaje enfrentaría una serie de aventuras que la pondrían en el contexto de lo que los Dominguín eran en realidad en territorio latinoamericano. Nada que ver con la versión española que ella conocía.

Tras un largo viaje con escala en las Azores y en La Habana, aterrizó por fin en el aeropuerto Benito Juárez de Ciudad de México y de inmediato fue “secuestrada” por un grupo de “encargados” del entorno leal a mi padre, quienes, mientras la fueron llevando en volandas por un laberinto de pasillos, le contaron que Luis Miguel había tenido que salir por patas del país, amenazado de muerte por el séquito del célebre torero mexicano Armillita y por su afición. Hablaban afanados, esforzándose por traducirle los hechos y, en el arrastre de tanta carrerilla, mi madre iba desfalleciendo. Solo entendía “Dominguín” y “muerte”, y preguntó alarmada si algo grave le había pasado a su marido.

Antes de tener respuesta, ya la habían subido a un trasto volador de tamaño medio, bastante desastrado y remendado. Con sumos cuidados, la ayudaron a sentarse, asegurándola a su asiento con infinitas correas cruzadas, semejantes a ataduras de carga.

“Este no es un avión de pasajeros”, pensó, y mientras que los que la habían acompañado se despedían con reverencias y besamanos, otros hombres, entre veinte y treinta, les tomaron el relevo, distribuyéndose y ocupando toda la cabina hasta rebosarla. Le hablaban en otro español, uno con un acento que era incapaz de comprender. Eran amables pero con aspecto temible. Eran grandes y fornidos, con bigotes y barbas, sombrero caqui de un ala, vestidos con algo parecido a un uniforme militar, oliendo a macho de jungla y fumando sin cesar un tabaco muy fuerte y de denso olor.

El que aparentaba ser el líder, un tipo al parecer muy gracioso, por cómo bromeaba con sus compañeros, tendió con firmeza la mano a mi madre del otro lado del exiguo pasillo. En un saludo caballeroso, y con sonrisa aliviadora, le dijo ayudándose de señas:

–Bienvenida, señora... Usted tranquila... va a ser un viaje corto... Guatemala queda ahí cerquita no más... ya al rato ya verá a su marido... Luis Miguel la está esperando en el aeropuerto de la Base Sur con un carro a pie de pista... ya al rato le ve... y hágame un favorzotote, ¿sí?... Recuérdele a su cuñado, el señor Domingo, el hermano de su esposo, que no se olvide de hacerle llegar la lana a nuestras familias... Pos por si acaso... ya sabe usted que nadie sabe cómo pueda ponerse la cosa... por ahí de plano que ni regresamos... por ahí que ni volvemos a ver no más que a Diosito... Me le recuerda, ¿sí?... se lo encargo... Es usted rebonita y bien chula, señora... ya verá que la vamos a cuidar, ya verá, mi reina... ¡Pinche torero, todas para él!

Un estallido de carcajadas retumbó en la carcasa, casi reventándola, seguido de comentarios que a saber cuánto chile cargaban.

–Eso sí... le pido que nada más abrir compuerta, usted se me baje y corra hacia él como si viera demonio... No se me demore, señora... no me mire p’atrás..., solo corra lo más rápido que pueda y rece, solo rece..., porque de seguido va a haber mambo, ¿oyó?...

Sin entenderle lo más mínimo, mi madre captó perfectamente el mensaje. Comprendió que había muchos nervios y miedo. Pero sobre todo entendió que se trataba de una despedida.

Aquel grupo de hombres era un comando de mercenarios que venían en apoyo de la contrarrevolución guatemalteca que combatía contra la dictadura militar del teniente coronel Castillo Armas, quien tres años antes y con el apoyo de los norteamericanos había derrocado al presidente democráticamente electo, Jacobo Arbenz, tras acusarle de socialista y de dañar, entre otras cosas, los intereses de la United Fruit Company, propiedad de los hermanos John Foster y Allen Dulles, este último por entonces director de la CIA.

¿Quién financiaba ese pequeño grupo armado? Pues como ya era costumbre en muchos de los conflictos de Centro y Sudamérica de la época, se encargaba mi tío Domingo Dominguín, comu- nista y activista político. Los fondos venían de lo que conseguía “desviar” de los dineros que su hermano Luis Miguel se ganaba jugándose la vida delante del toro, día sí y día también, en los ruedos del mundo a las cinco en punto de la tarde.

Para bien o mal, mi padre tenía absoluta debilidad por su hermano mayor. Le engatusaba y sabía sacarle con maestría cuanto le diera la gana en el momento necesario. Ya fuese para apoyar revoluciones u operaciones clandestinas, para manutención de compañeros y miembros del Partido Comunista de España en el exilio, o para producirle películas a su amigo Buñuel, el primogénito de los Dominguín no dudaba en desangrar a su hermano pequeño. Luis Miguel babeaba por él y jamás aprendió a decirle que no. En el fondo, le hubiese gustado serle igual en todo. Igual de intelectual, de culto, de leído y rápido de reflejos en las tertulias de altura política o en lo que le echasen. Domingo era un hombre fascinante, preparado, comprometido, valiente, de labia irresistible, y a Luis Miguel le fascinaba que su hermano mayor fuese tan admirado y respetado. Sin oponer resistencia, se le rendía entero. Le consentía todo. Todo.

Así que aquel avión cargado de guerrilleros a punto de tomar tierra en Guatemala en el que viajaba mi madre embarazada de mis ocho meses, envuelta en un sari azafrán y oro, era, pues, otra de esas pequeñas contribuciones a la causa revolucionaria. Aunque visto de otro modo, también era el primer avión privado al que mi madre se subía. Una cortesía de los Dominguín.

–Mire, señora, allá abajo está su marido... Al lado del carro negro oscuro, ¿lo ve?

Mi madre apenas si pudo atisbar por la ventanilla a tres hombres trajeados al lado de un inmenso “carro negro oscuro”, cuando empezó a ponerse nerviosa. Volvió a repasar las instrucciones dadas por aquel “tipo simpático”, zarandeada por las sacudidas del artefacto a merced de las térmicas.

–Acuérdese, señora, usted bajará primero... y así ponga pie en tierra corra con todas sus fuerzas... corra y no pare, ¿sí?... va a estar bien, señora... ¡que Dios la bendiga... fue un placer!

Y al ir a estrecharle la mano, se le abrió la chamarra poniendo al descubierto dos enormes pistolones en cartucheras cruzadas en pecho, granadas y balas de enorme calibre. De seguido, empezaron a aparecer armas por todas partes, como pistilos y estambres de acero que hicieron sonar los chasquidos de sus cargadores.

El transporte ya encaraba la pista de aterrizaje.

MIGUEL BOSÉ NIÑO

Rodaron hasta apostarse a unos cincuenta o sesenta metros del vehículo, tal vez menos, lo más que pudieron. De un golpe de palanca, los motores de hélice del aparato dispararon el zumbido de sus revoluciones al máximo, ensordeciendo toda aquella locura hasta un volumen insoportable, poniéndole banda sonora al asalto. Al abrirse la compuerta, cayeron unas escalerillas de golpe y trastazo. Mi madre, agarrándose la tripa y el bolso a dos manos, se lanzó del avión tal y como había sido adiestrada, agachando la cabeza y con el alma en un puño. Mi padre, mi tío Domingo y Domingo Peinado, primo hermano de ambos, corrieron a su encuentro y, rodeándola, protegiéndola por los cuatro costados, se la llevaron blindada y en vilo hasta el coche en el que se metieron agolpados, y al grito de “¡Dale ya, por Dios, dale ya, vamos o te corto los cojones!”, arrancaron rechinando neumáticos, derrapando hacia la cancela de la salida del aeropuerto, dejando atrás un infierno.

Cuerpo a tierra en los asientos, nadie pudo ver la escena. A pie de avión unos, otros atrincherados dentro y tras la carlinga, los amigos de mi tío Domingo empezaron a librar batalla a los militares locales que disparaban desde lo alto del edificio del pequeño aeropuerto y desde todos los ángulos estratégicos. Las balas de ambos bandos lo impactaban todo, aleatoriamente, sin puntería, y en medio de la confusión, mientras se averiguaba quién iba contra quién, alguna perdida también impactó en el maletero del auto.

Mi padre cubría el cuerpo de mi madre con el suyo, amagando su cabeza mientras se cagaba en todo. Pasaron mucho miedo y el escape pareció durar una eternidad. Apretados unos contra otros, pisaron a fondo para huir de aquella emboscada sangrienta.

–¡¡¡Hijos de puta, esos fascistas me las van pagar!!!– gritó el tío Domingo.

Entonces mi padre besó a mi madre en la cabeza y le susurró que tranquila, que no pasaba nada, que ya había pasado todo, que estaban a salvo y que se iban al hotel, que tranquila mi amor, le repetía. Mi madre lloraba de pánico y sus pulmones, gravemente enfermos desde los diecinueve años, que habían superado una tuberculosis y una operación de caballo de horas y horas de quirófano para sanarle un foco infeccioso, grande como un agujero negro y nada bueno para su salud, ahora se resentían. Se ahogaba. Nos ahogábamos.

Tras aquella intervención en un hospital de Roma, le habían recomendado seriamente no tener carrera. Según el reporte del equipo médico, los esfuerzos emocionales que la interpretación actoral demandaba podían degradar su salud. “Los pulmones son los órganos que rigen la respiración, por lo tanto, el control de las emociones y de la vida, y ser actriz no ayuda”. Pero mi madre no escuchaba, no atendía a razón, y tras los meses de convalecencia obligatoria, y de los estrictos y amorosos cuidados en Via Salaria en Casa Visconti, “la Tusa de Milán”, así le decía Luchino, llamó a su agente, Esa de Simone, y volvió a retomar su incipiente y aparcada carrera en el cine.

Al llegar a las habitaciones del hotel, lo primero que hicieron fue besarse hasta cansarse, hasta saciarse y sacarse el miedo de la médula. Después, mi padre le dijo a mi madre que se instalara y que descansara, que su equipaje no iba a llegar, que lo había organizado todo para que fuese directamente al siguiente destino. Y luego le espetó:

–Lucía, mi amor... tengo que pegarme una ducha y vestirme de luces pitando... en un par de horas toca arrimarme... Me siento muy cargadito... va a ser una buena tarde... la plaza está vendida... (arrodillándose y abrazándole el vientre, besándoselo, apoyando su cabeza)... Mañana temprano nos largamos de este infierno con Peinado... Domingo ha tenido que huir... un día de estos se lo van a cargar... Según me cuentan, está haciendo bien las cosas... Mi hermano es valiente, pero me va a matar a sustos...

–¿Y adónde nos vamos mañana?– preguntó mi madre juntando palabras en español.

–A Panamá... nos vamos a Panamá, Lucía... con los Eleta. Toreo en la Macarena... y allá es seguro. Es el lugar más seguro del mundo.

–¿Y el bambino?

–El bambino nacerá donde tenga que nacer, Lucía... Ya sabes que me gustaría que fuese paisa... que naciera en Medellín, donde pasé mi infancia... pero da igual dónde nazca... Ahora..., ¡si llega a nacer en México, te mato!

Así pues, al día siguiente nos fuimos a Panamá, yo acurrucado en la tripita de mi madre, mi madre acurrucada de amor en mi padre, mi padre abrazando y protegiéndonos a ambos, los tres en uno, llenos de amor bonito, queriéndonos mucho, rumbo al Pacífico, al palmeral tropical de Coco de Mar.

MIGUEL BOSÉ, MUY JOVEN Y DE FONDO EL RETRATO DE SU MADRE

DAR LA CARA

Nací el 3 de abril de 1956 en el Hospital de San Fernando de Ciudad de Panamá. Poco más de tres horas de parto fueron más que suficientes para entrar en un cuadro de peligro severo que acabó en una cesárea irremediable para poder salvar, in extremis, las vidas de mi madre y la mía. Todo se complicó.

Cuando el doctor Chito Arozamena, médico encargado en el parto, a quien le faltaba una oreja, le contó la gravedad de la situación a mi padre en el mismo quirófano, este le contestó tajante que sacaran al niño a cachos si era necesario, pero que salvaran a la madre y que nada de cesáreas, que eso en España no estaba permitido ni por el Estado, ni por la medicina ni por Dios. Firme e hipocrático, don Chito hizo oído sordo a tal barbaridad y decidió que Dominguín mandaría en el ruedo, pero que en el quirófano mandaba él. Le pidió que abandonara el lugar y le dejara hacer su trabajo. Y así fue como de un tajo limpio, y con mi padre en el pasillo fumándose los nervios uno tras otro, al cabo de un par de cajetillas, el doc nos había salvado la vida a los dos, y punto. Más tarde y para colmo, mi padre se encararía con él cuestionándole su desobediencia. Pero el bien ya estaba hecho y la profesión cumplida. Y además, el bebé resultó ser un varón, para engorde y orgullo del torero.

Horas antes del parto, Don Chito le explicó a mi madre todas las posibilidades en las que un niño podía presentarse, que iban desde la más deseable, venir de cabeza, la de con un pelo de complicación, atravesado, la de nalgas escorado o de pies por delante, las un tanto complicadas, bla, las más complicadas, bla, bla, las nada deseables, bla, bla, bla y, finalmente, la de cara, por la que no había que preocuparse, ya que era muy rara y de una entre un millón. Pues esa fue.

Nací de cara. Nací olfateando el mundo y lo primero que saqué fue la nariz.

De color azul morado fórceps, con una cabeza deformada hacia atrás, apepinada y tan espantosamente grande, de inmediato temieron fuese hidrocefalia. Tenía los lagrimales cerrados y cuerpo de prematuro. Dicho por boca del doctor, “uno de los niños más feos que había traído al mundo y en el que no había ni el más mínimo rastro de la belleza de sus padres... Aparecerá en algún momento, digo yo, pero antes de enseñárselo a la madre hay que apañarlo un poco, ¡señores!”, y se pusieron manos a la obra con vendas moldeadoras para el cráneo, bálsamos para lagrimales, ungüentos de árnica para los moratones, aceite de rosa mosqueta que difuminara pliegues y cicatrices y aspiradores de mocos para conseguir que mi llanto fuese más sonoro, mi llanto, que, como el de una cría de perro chico, se asemejaba más a un quejido no humano, a un conato de eructo pero sin volumen. Respiraba. Eso sí. Por lo menos.

Mi madre no paraba de decir que quería verme, que por favor le mostraran a su hijo, que, entre los unos con excusas y los otros con evasivas, nadie le contaba la verdad.

Mi padre entonces decidió tomar el toro por los cuernos y fue a la sala de neonatos, que no era otra cosa más que un patio interno de la clínica al aire libre, cubierto por una tela de gasa que protegía de los mosquitos e insectos locales, y que permitía a los recién paridos gozar del calor natural del trópico a temperatura de incubadora. Le dijo al doctor Arozamena: “Lucía se está poniendo muy nerviosa y cree que al niño le ha pasado algo o que tiene algo grave y más vale que se lo enseñemos o va a entrar en crisis... Hay que llevárselo ya... Me encargo yo”.

Cuando fue a tomarme en brazos, vio que al lado de mi cuna había una bebé chinita, guapa a rabiar, bien hermosa. No se le pasó por la cabeza más que una mala idea, una pésima broma. Me dejó donde estaba, fajado y vendado hasta las cejas como una larva de momia, y hurtó de su cuna a la niñita china a la que llevó contra la voluntad del cuerpo de enfermeras, perseguido por todas ellas hasta el cuarto de mi madre. Muy serio abrió la puerta y acercándole a la niña, le dijo: “¡Ya me dirás que es esto, Lucía!”. Al ver a la chinita, mi madre blanqueó, se tapó la boca con las manos, exhaló un “non è possibile, mio dio!”, reventó en llanto, y entre el sofoco, el cansancio del parto y la broma de mal gusto de mi padre, se desmayó, exhausta por la tensión acumulada, lo que, a fin de cuentas, fue lo mejor que pudo pasarle a todos, visto lo vivido.

–No ha tenido ninguna gracia...– le dijo Peinado a Luis Miguel. Pero a mi padre le pareció que la tontería había merecido por lo menos una oreja, y reía como un adolescente en medio de aquel trasiego de palanganas, paños y maldiciones. Bastó un alarde para echarse encima los odios del San Fernando entero.

A la mañana siguiente, se pidieron perdones, se retomó la normalidad, se volvió a la calma, y mi padre le contó todo el proceso del parto a mi madre. Le dijo lo muy orgulloso que estaba de ella, de lo valiente que había sido, y le repitió entre besos y abrazos cuánto la amaba y la verdad sobre... “Y a propósito... ¿Cómo le vamos a llamar?”.

En la partida de nacimiento soy Luis Miguel por mi padre, como era de uso llamar a los primogénitos, y Luchino en honor a mi padrino, Luchino Visconti. Apellidos: González Bosé Lucas Borloni.

No se perdió ni un segundo. Durante los siguientes días, fueron acudiendo desde todos los rincones del mundo reporteros, fotógrafos y agencias que cubrirían el tan esperado acontecimiento. Ahí mismo, en la habitación del hospital convertido en estudio de pose y filmación, mi padre, mi madre y yo fuimos recibiendo a todo aquel que fue llegando. El todo orquestado con eficacia, mano izquierda, encanto y maestría por el torero, como mandaba la ocasión, bien aleccionado y apoyado desde España por el gran estratega, el abuelo y patriarca del clan Dominguín, Domingo González Mateos.

Se hicieron decenas de reportajes del niño con apenas horas de existencia. El niño en la cuna, el niño sujeto por la enfermera en uniforme y máscara higiénica de hilo, su cuidadora personal, el niño en brazos de su madre en la cama del hospital, el niño siendo admirado por su padre, el niño con amigos, el niño con el mejor de sus faldones, el niño durmiendo como un angelito, la familia con el niño, el niño para arriba, el niño para abajo...

Portadas y reportajes hasta decir basta. Pero es que se trataba del primogénito de una de las parejas más queridas y admiradas del planeta, de las más populares y glamurosas de la época. Mi destino ya estaba servido, pero eso yo no podía saberlo.

Mi madre se hartó de darme el pecho enseguida, y al terminar su tarea publicitaria, se le fueron de golpe y juntos todos los dolores, se dio de alta ella sola y preguntó que si eso era Panamá, que dónde se podía ir a bailar chachachá para reventarse los puntos de la cesárea. Una salvaje.

LA FAMILIA BOSÉ DOMINGUÍN

EL HEREDERO

Soy hijo de dos animales de raza pura, bellos a rabiar, fascinantes, únicos e irrepetibles, con naturalezas extremadamente resistentes al dolor físico y más aún a las adversidades, de carácter indómito y de personalidad apasionada, dominantes, curiosos y audaces, valientes, egocéntricos, elegantes, creativos, modernos, abiertos, de mundo, de la calle, con don de gentes, ambos urbanitas de raíces campesinas, de valores sólidos y tradicionales, no creyentes y destinados el uno al otro, la otra al uno. Esa es mi genética de base. Mitad español y mitad italiano, castellano y lombardo por exactos iguales. A partir de esa información, empecé a ser. Luego llegaría la vida, los misterios y muchas otras circunstancias.

Miguelito fue, a pesar de su desgarbo, muy querido y amado desde inmediatamente. Tratado como el príncipe primogénito que para sus padres y para el entero entorno de los amigos y la familia familia era, fue recibido como el pequeño y ansiado milagro que de una vez por todas se esperaba asentase la cabeza arriesgada y la naturaleza salvaje donjuanesca de su castizo padre, así como la rebeldía incontrolable y apasionada de la voluble Miss Italia, su madre. En principio esas fueron las expectativas, y felices, todos quedaron a la espera...

 

Había nacido el heredero.