Las enfermedades infecciosas son un problema global: empiezan en un rincón del planeta, pero nuestro estilo de vida actual hace que se extiendan como la pólvora. En este sentido, hay que tener presente que las fronteras han desaparecido. Un problema que surge en un pueblo de Asia puede afectar a una gran ciudad americana tan solo unas semanas después, y en cuestión de unos meses, haber llegado incluso a los territorios más remotos del corazón de África. Para los humanos, los microbios somos una sola unidad; por lo tanto, tendría sentido que nuestra respuesta fuera también unificada.

Siempre ha habido pandemias y continuará habiéndolas, quizás incluso con más frecuencia que antes, precisamente por esta gran movilidad que decíamos, a la que ya nos hemos acostumbrado y de la que es difícil que prescindamos. También es cierto que hemos desarrollado muchas más herramientas para controlarlas, pero no las usamos bien. El gran miedo es que un día aparezca el virus perfecto, altamente mortal y que, a la vez, se propague fácilmente (no ha sido el caso de la gripe A (H1N1) ni del SARS-COV-2, por suerte), y entonces no tendremos tiempo de prepararnos.

Por este motivo, el primer punto que habría que desarrollar es un sistema de respuesta lo más coordinada posible a las crisis de salud globales, una respuesta que actualmente no existe ni siquiera en fase de planificación. Esto protegería a los países que tienen problemas de liderazgo, o que padecen de un sistema de salud frágil o socialmente inequitativo, o que no pueden tener peso específico para participar en un mercado libre (que es como se consiguen los tests, fármacos y vacunas necesarios para hacer frente a una pandemia).

Esta idea es de difícil implementación. La OMS es el organismo que, en teoría, debería desarrollar los protocolos para este tipo de situaciones, pero no tiene el presupuesto ni, mucho menos, el poder ejecutivo para implementarlos. Mientras sea un órgano puramente consultivo, su papel coordinador será más bien nominal. La OMS siempre tiene las manos atadas porque su supervivencia depende de los mismos que la deberían obedecer: los países fuertes se pueden permitir imponer sus reglamentos bajo la amenaza de retirar las subvenciones si se les lleva la contraria. Esto demuestra el poco interés que, en un entorno democrático cada vez más liberal, tienen los gobiernos en ceder ni que sea una pequeña parte de su soberanía para que los expertos tomen el control en momentos puntuales. El laberinto legal por el que habría que navegar es demasiado complejo, incluso si se tuviera la motivación para hacerlo. Es, por lo tanto, bastante improbable que exista alguna vez una coordinación de este tipo.

A falta de una estructura supranacional con poder para tomar decisiones, la alternativa más factible es que los países se organicen por regiones. Por ejemplo, no tiene ningún sentido que cada estado de Europa tenga una estrategia diferente, cuando las distancias entre unidades políticas son tan pequeñas. Hasta la fecha, la Unión Europea ha fallado a la hora de desarrollar un plan de defensa contra pandemias que englobe a todos los países, pero no debería estar fuera de su alcance elaborar una serie de directrices que puedan ser aceptadas por todos sus miembros, a fin de evitar el desastre organizativo que hemos visto en la crisis de la covid-19. Por muy bien que lo haga un país, si el de al lado no sale adelante acabará pagando la incompetencia de sus vecinos, a menos que se aísle totalmente del exterior, lo que no siempre es posible o deseable.

De una manera u otra, pues, es necesario que al menos los territorios adyacentes se comuniquen y lleguen a un consenso de actuación, lo que implicará una redistribución de recursos y una adaptación de legislaciones diferentes que no será fácil ni rápido.


Fragmento del libro Lecciones de una pandemia (Ideas para enfrentarse a los retos de salud planetaria), de Salvador Macip, que acaba de publicar Nuevos cuadernos de Anagrama. Salvador Macip es doctor en Medicina y Cirugía por la Universidad de Barcelona y trabajó por años en el Hospital Mount Sinaí de Nueva York. En este breve libro de divulgación plantea los principales desafíos que la COVID solo vino a poner en escena como detonante de la situación global y plantea cómo debería accionar el mundo entero frente a una crisis sanitaria que puede volver a repetirse. "Los humanos nos creemos los amos del planeta, pero un simple virus ha logrado que se tambalee nuestro reinado", plantea.