La edición 36 del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata es la segunda que se realiza en tiempos pandémicos. Incluso la del año pasado, la 35°, se realizó en formato online debido a los estrictos protocolos y restricciones vigentes en noviembre de 2020. Por el contrario, 2021 marcó el regreso a las funciones presenciales, aunque la pandemia sigue haciendo sentir su presencia: las salas deben cumplir con un aforo del 70% y gran parte de la programación también está disponible vía streaming, a través de la página del festival (www.mardelplatafilmfest.com). Pero la pandemia no solo se coló en las cuestiones prácticas del festival, sino que también comenzó a aparecer como un elemento narrativo más, dentro de algunas películas programadas. En la Competencia Argentina hay tres casos en los que la pandemia saltó de la realidad a la pantalla.
Uno de ellos es Reloj, soledad, ficción dirigida por César González en la que la enfermedad forma parte del paisaje que se retrata, aunque su presencia no tiene un peso dramático significativo. Por su parte, en Punto rojo, nueva incursión en el cine nac&pulp de Nicanor Loreti –rebautizado para la ocasión como Nic Loreti—, la covid-19 es apenas un detalle que el director y guionista inserta como al pasar, convertida en una opción más dentro de la caja de herramientas que utiliza para hacer humor. En cambio, la pandemia es una pieza central dentro de la dramaturgia de Noh, una curiosa docu-ficción ambientada en el Japón y dirigida a seis manos por el trío que integran Marco Canale, Ignacio Ragone y Juan Fernández Gebauer. En ella la pandemia no solo forma parte del relato, sino que su aparición representa uno de los puntos de giro del guión, obligando a sus personajes a recalcular sino su destino, al menos el rumbo a tomar para llegar hasta él, volviéndose fundamental en la articulación de su historia.
Noh es el registro de una experiencia teatral colectiva, en la que Canale trabaja en la creación de un texto dramático junto a un grupo de personas de una comunidad específica. Aunque se trata de una pieza de ficción, su historia se vincula con las experiencias, deseos o intereses de quienes participan. La obra original surgida de este proyecto se llamó La velocidad de la luz, en la que un grupo de ancianas, vecinas de la Villa 31 y descendientes de distintos pueblos originarios, rescataban las tradiciones de sus ancestros. Canale fue invitado a llevar el proyecto a Alemania y a Japón, donde se decidió a realizar una película que registrara el proceso.
Pero la pandemia lo sorprendió en pleno desarrollo creativo junto a un grupo de viejitos de Tokyo, obligando a modificar el plan. En lugar de seguir como si las reglas del mundo no hubieran cambiado radicalmente, Canale, ya en colaboración con Ragone y Fernández Gebauer, decidió incluir la inesperada circunstancia dentro del argumento, convirtiéndola en una adversidad que el grupo debe superar para llevar la obra a escena. El resultado es una ficción que aborda el proceso creativo tomando como centro al teatro noh, género tradicional del teatro japonés cuyas reglas estrictas los miembros de la troupe se atreven a romper.
Lejos del teatro filmado, en Noh los recursos del cine se apropian de la narración para contar, de forma coral, la historia de un grupo de ancianos para quienes la experiencia dramática es un canal para expresar ilusiones relegadas por la imposición del deber ser. Una señora quiere ser Godzilla, otra tener una banda anarcopunk, un señor desea ser bailarín y la viuda de un director de teatro noh convertirse en actriz, a pesar de que la disciplina prohíbe que las mujeres actúen. Las máscaras del teatro noh son útiles no solo en términos dramáticos sino como avatar gráfico de otras máscaras. Incluso para la muerte, que se pasea por la película disfrazada de covid.
Si algo marca Punto rojo es la voluntad de Loreti de orientar su trabajo cinematográfico con los géneros como norte. En particular con los más populares (y despreciados) de ellos, como los films de artes marciales, los de acción y el cine de explotación. El resultado: un cambalache lúdico e hiperkinético que tiene muchos momentos gratos, pero que en otros parece más pendiente del efectismo de sus recursos estéticos que del peso de su historia. Pero ese detalle no necesariamente debe ser visto de forma negativa: al fin y al cabo, de eso se trató siempre el cine de explotación.
Punto rojo es un trabajo de bajísimo presupuesto, realizado en solo tres locaciones, pero que luce como una producción mayor. Su mérito consiste en la elección de una paleta de recursos que le dan forma a un producto vistoso. Puestas y movimientos de cámara muy dinámicos; una paleta de colores saturados que subraya su aire setentoso, una banda sonora precisa y estimulante, escenas de acción dignas, buena utilización del fuera de campo y el gore, diálogos que exhiben un sentido del humor con tendencia al absurdo (chiste de covid incluido) que a veces funciona bien. Pero Punto rojo parece deslumbrarse con sus aciertos, haciendo que por momentos la historia parezca a disposición de lo otro y no al revés.
Algo similar pasa con Reloj, soledad, séptima película de González, que esta vez trabaja dentro del territorio de la ficción. Como en el resto de su filmografía, este director nacido y criado en la villa Carlos Gardel, uno de los tantos barrios pobres del conurbano, vuelve a ofrecer un reconocible retrato de clase. La película cuenta una historia simple: la de una chica sola, cuya vida se limita a ir de su casa en Villa Domínico al trabajo como personal de limpieza en una imprenta, y de ahí de vuelta a casa. Una representación clara del arquetipo marxista del trabajador alienado. Pero la rutina se ve alterada cuando una noche decide robar un reloj que su jefe dejó en la oficina, haciendo que por eso terminen echando a su compañera.
Como Loreti, González destaca en el uso de recursos formales para realizar su retrato de la vida sobre el margen. Retrato al que un dispositivo de producción aún más precario termina potenciando. Planos construidos con la cámara encima de los personajes, buen pulso para registrar con naturalidad la forma en que lo real se filtra en la ficción, y una banda sonora donde los sonidos de la fábrica recuperan el alienado espíritu rítmico que en los ’70 le atribuyeron pioneros del rock industrial, como Throbbing Gristle o Cabaret Voltaire. Sin embargo, la sumatoria de esos aciertos supera en peso a una historia que, despojada de sus elementos de clase, tal vez terminaría resignando parte de su poder.