En Área 623, la sala de teatro y espacio de experimentación del barrio de Balvanera, se está presentando un espectáculo de una potencia inusitada. Se trata de Pampa Escarlata, ópera prima del jovencísimo autor y director Julián Cnochaert, de apenas 25 años, con un elenco de una solidez y una versatilidad notables que forman Lucía Adúriz, Pablo Bronstein y Carolina Llargues. La pieza ganó el Premio Óperas Primas del Centro Cultural Rojas y tras unas pocas funciones pre-pandemia en 2019, ahora se puede ver los sábados a las 19 en Pasco 623.

La trama se centra en Mildred, una joven aspirante a artista plástica en la campiña inglesa del siglo XIX, secundada por Woodcock, un profesor que prácticamente convive con ella, anclado a su silla de ruedas y harto de la falta de creatividad de su alumna. El giro, o el primero de ellos, lo produce Isidra, la criada argentina traída desde las pampas. Dos mundos antagónicos en sus modales y en su sensibilidad pero que se van entrecruzando de manera cada vez más sorprendente. Para no espoilear la intriga, sólo conviene decir que la “china”, deseosa de ayudar a su patrona a destrabar su falta de talento, le ofrece un líquido, una pócima ancestral originada en su propio cuerpo. Desde entonces, todo se altera: Mildred (Adúriz) no puede dejar de pintar poseída por un fervor descomunal, toma medidas inhumanas para contar diariamente con esa poción milagrosa; el profesor se da vuelta como una media frente a la explosión de vitalidad de los cuadros, e Isidra no se queda pasiva frente al sometimiento que padece.

El texto es muy rico: recargado, barroco y con un humor que obliga a los intérpretes, sobre todo a Adúriz y a Bronstein, a sostener diálogos y parlamentos que son un vendaval de palabras y sentidos, y que ellxs interpretan con la potencia y la velocidad justas. Isidra maneja un registro más calmo al comienzo, acorde al modo de hablar de su terruño. Adúriz como Mildred, compone un personaje prodigioso, capaz de metamorfosearse y adoptar mil caras: la damisela pulcra y victoriana, deprimida, que descarga sus penas en su diario íntimo, pero que transforma su rostro, su voz y todo su cuerpo a medida que experimenta la transformación creativa, logrando imágenes monstruosas, desorbitadas.

Pablo Bronstein, en la piel de Woodcock, sostiene una rigidez y una impostura propias de un personaje sumamente exigente, que hasta resulta cómico, a la vez que maneja la silla de ruedas con un virtuosismo que le permite giros y vueltas inesperados. Permanente el humor se va colando en el crescendo dramático, hasta que la relación entre patrona y criada se empapa de violencia y tragedia, y el profesor muestra otra faceta. Isidra, encarnada por Carolina Llargues, resulta totalmente creíble y amable, no es la caricatura de la “china” con trenzas, por más que las tenga. “Me resultó cercana por la familia de mi padre, que es muy de campo, de provincia”, cuenta a Página/12.

-¿Cómo fue el origen de la obra?

Julián Cnochaert: -Siempre me atrajo el mundo de las novelas del siglo XIX inglés, con una gran intensidad emocional y mucha profundidad psicológica, donde abundan las cartas, los narradores en primera persona, los desencuentros amorosos. Pienso en el impacto que me produjo Cumbres borrascosas. En el taller de dramaturgia de Ignacio Bartolone y Mariano Tenconi Blanco me sugirieron que introdujera la relación con la Argentina, y ahí empecé a investigar alrededor de la gauchesca y también sobre autores más contemporáneos, como Sara Gallardo o Ricardo Zelarayán, para producir ese choque cultural que se ve en la obra.

-¿Qué piensan ustedes de ese elemento que tiene algo de mágico, de delirio, pero a la vez es totalmente verosímil: lo que sale del cuerpo de la criada genera el despertar creativo, y el resultado tiene que ver con lo que fue considerado como el arte fundacional argentino?

Lucía Adúriz: -En términos de símbolo, de metáfora, me parece muy poderosa y que funciona en muchos niveles: como regalo, como ofrenda de parte de Isidra, y con la decisión de mi personaje funciona también como un acto de robo, de apropiación para poder seguir creando. Que esa poción sea carne de carne y tripa de tripa es como un signo que centrifuga y funciona en los múltiples niveles en los que juega la obra.

J.C.: -Es el elemento más gótico y terrorífico del espectáculo. Si pensamos en términos más históricos y materiales, gran parte de las fortunas del Norte abrevaron en la sangre de los de abajo. La perspectiva colonialista da cuenta de esa situación. Y el título de la obra también: el extenso territorio argentino bañado en sangre, desde la conquista de América, la campaña del desierto, de ahí en adelante pasaron muchas cosas en pos de que los blancos ganen territorio.

Pablo Bronstein: -No todo se transmite por la palabra. Hay algo del orden de lo cultural, de la tradición, de la identidad que tiene que ver con el cuerpo y con lo genético. 

Carolina Llargues: -Con la venganza de Isidra, el mismo elemento que vitaliza a Mildred termina arruinándola. Mi personaje también termina siendo cruel y la recuperación de las obras pueden entenderse como la revancha de los oprimidos.

J.C.: -Sí, otro de los pivotes también fue la idea de la civilización versus la barbarie, que se van intercambiando, no son roles fijos.

-¿Cómo fue para el elenco dar vida a un texto tan abigarrado?

L.A.: -Fue un encuentro gozoso con la dificultad, con un texto que es difícil de asir, que no es simple, fuimos probando tonalidades y posibilidades expresivas distintas hasta ir encontrando el punto justo, el ritmo que pide, guiados por Julián.

P.B.: -Una mezcla de tensión y placer. Ensayamos mucho durante cuatro meses para este reestreno. Enfrentamos esa complejidad del texto y también a nivel físico, desde el enorme entusiasmo que nos produce.

J.C.: -Más allá del género que sea, y en este caso se cruzan varios, el teatro para mí es plástica y sonido. Ahí apuntamos.