“¡Viva la Patria!” gritó un gaucho de espuelas cantarinas y ristra de plata mientras arremetía a caballo contra el grupo de mapuches. “¡Viva la Patria!” gritaron los gauchos festivos que lo acompañaban mientras corrían a rebencazos y planazos de facón a las mujeres de largas faldas y camisas coloridas y a los hombres con ropas de trabajo campero. No era un sainete criollo en el circo de los Podestá. Era un grupo de hombres que se habían disfrazado para el día de la tradición, que atacaban a hombres de campo de verdad que protestaban en El Bolsón por el asesinato de uno de sus compañeros.
Esa escena de racismo disfrazado de patriotismo, esa confusión entre la agresión violenta y la pelea justa, esa incongruencia brutal entre alguien que ataca en defensa de la tradición a un grupo originario que representa un aporte enorme a esa tradición, es la encarnación grotesca de la forma en que mucha gente, incluso de pueblo, es manipulada con prejuicios que son instalados para defender intereses espurios.
El viejo refugio de los hippies de los '60, ahora gobernado por el macrismo, se ha convertido esta semana en el centro de una ola racista contra los reclamos de tierra por parte de un grupo de mapuches. Y el asesinato a bala de Elías Garay, uno de ellos, en la lof de Quemquemtreu, Cuesta del Ternero, ha sido una de sus consecuencias.
En los tribunales de todo el país hay miles de disputas centradas en el tema de la propiedad: herencias, conflictos entre vecinos o diferendos por la demarcación de límites y muchos otros. Pero a los reclamos de los pueblos originarios se los presenta como un atentado a la propiedad. Como si los reclamos de tierras ancestrales pusieran en peligro la institución sagrada. Cuando es al revés, porque la violación de la propiedad se produjo con el despojo de esas tierras.
Lo que están discutiendo estas comunidades es una cuestión de propiedad, justamente. Se podrá tener simpatía con los pueblos originarios o no, pero nadie reclama simpatía. Hay un reclamo por la propiedad de tierras a partir del despojo que se materializó a lo largo de mucho tiempo por un sistema que buscó marginalizar y extinguir lo diferente.
La Constituyente del '94 buscó remediar la injusticia de ese sistema, reconoció a los pueblos originarios como anteriores a la Nación y confirmó sus derechos a la propiedad de las tierras que ocupan. Desde 2006 comenzó un relevamiento de las comunidades. Había alrededor de mil que se habían relevado con anterioridad. Pero a medida que comenzó el registro, se sumaron otras poblaciones hasta contabilizar 1756 comunidades. En catorce años se normalizó la situación de más de 600 de ellas y hay otras 350 en trámite.
La zona de Quemquemtreu es utilizada por campesinos mapuches para el pastoreo, aunque nadie vive allí. No está en explotación en la actualidad, pero pertenece a un territorio más extenso que fue cedido en 1984 a una empresa maderera que desmonta los bosques nativos de cipreses y araucarias y los reemplaza por pinos, que no es una especie autóctona, pero es más rentable por su rápido crecimiento, aunque genera problemas con el medio ambiente.
A poca distancia del punto de conflicto hay una escuela denominada Lucinda Quintupuray. Resulta una enorme paradoja en este contexto, porque la escuelita lleva ese nombre en homenaje de una anciana que fue asesinada a tiros porque no quiso vender su propiedad. Un día apareció muerta de un balazo y hasta el día de hoy no se esclareció su asesinato. Pusieron una escuelita, pero a pocos metros y pocos años después, matan a Elías Garay a balazos por otra disputa por la tierra. Muchas veces la tierra fue despojada a las comunidades mapuches con engaños o por la fuerza.
En la zona hay terrenos cuya propiedad fue reconocida por el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas a los mapuches, pero la Cámara en lo Contencioso Administrativo Federal desconoció esa decisión. Antonio Buenuleo vendió, en 2001, 90 hectáreas que formaban parte de una propiedad de 400 hectáreas de la lof Che Buenuleo. La ley considera las tierras reclamadas como bien comunitario y por lo tanto no pueden ser vendidas por un particular. Familiares de Buenuleo habían desconocido esa venta y se instalaron en ese lugar pero fueron desalojados por la fuerza tras la resolución de la Cámara. El INAI actuó según el espíritu de la Constitución. Pero la Cámara dio curso al amparo de los compradores con la excusa de que no fueron convocados a declarar.
En Cuesta del Ternero resultó muerto Garay y herido Gonzalo Cabrera, quien fue llevado al hospital de El Bolsón. Sus compañeros mapuches, familiares y miembros de organismos de derechos humanos se reunieron en la puerta del hospital cuando fueron atacados por la banda a caballo de gente vestida de gauchos.
Los asesinos de Garay resultaron ser dos civiles que ya fueron detenidos. Pero quedan muchos interrogantes: el lugar estaba rodeado por fuerzas policiales y los atacantes entraron y salieron con armas. Los mapuches ni siquiera podían salir para proveerse de víveres.
El despojo a los mapuches y en general a los pueblos originarios en todo el país es reconocido. A muchos les da vergüenza reconocerlo. Pero ponen el grito en el cielo cuando se trata de restituir esas tierras a los herederos de quienes fueron despojados. Y alimentan los mitos y prejuicios para defender lo que saben que es históricamente ilegítimo.
El hombre interesado en mantener la tradición, que cada tanto se pone ropas tradicionales de gaucho, debería reconocer el camino común que han recorrido esas tradiciones con las de los mapuches, sus vecinos, que muchas veces dieron refugio a los gauchos perseguidos por los terratenientes. Algunos de esos falsos gauchos que atacaron a los mapuches fueron entrevistados en los medios locales revelando una carga de violencia exacerbada por sus prejuicios.
Es una época marcada por una poderosa contraofensiva cultural de viejas lacras que parecían superadas, como los prejuicios por causas raciales, sociales o económicas. Europa y Centro y Norteamérica están infestados por el odio a los inmigrantes pobres y reavivan los prejuicios contra los pueblos originarios en Sudamérica.
La cultura del prejuicio que entierra lo racional para esconder la defensa de privilegios y negociados; el grito indignado que anula el pensamiento y así disfraza mezquindades y abusos. Sociedades donde predomina la violencia. Sociedades de la hoguera, la horca y la bala. Los policías que asesinan a chicos porque tienen gorrita y la piel oscura. Aunque seguramente esos chicos de gorrita son más parecidos a sus hijos que a los hijos de los ricos. El asesinato de Lucas González en CABA tiene esa carga de prejuicio. Son agresiones que no suceden con los hijos de ricos.
“Mi cara, mi ropa y mi barrio no son un delito” es una frase que nos involucra, aunque alguien no se considere aludido. Porque si ese cartel se multiplicó en la denuncia del asesinato de un chico de 17 años es porque hay una sociedad que piensa lo contrario, que actúa como esos policías para los que la cara, la ropa y el barrio de los pibes son un delito.
Pero esos policías han sido formados en esa creencia. Son ideas implantadas manipulando debilidades y miedos. Son rasgos atávicos, no son nuevos, pero ahora aparecen enhebrados en ideología, en disputa y tensión en las fuerzas policiales, en el Poder Judicial. Son ideas instaladas por corporaciones patronales y mediáticas y por fuerzas políticas que proclaman un cambio que en los hechos implica retroceder en el tiempo. Hacia sociedades con desigualdades profundas, gobernadas por grandes corporaciones, o sus gerentes, y con impunidad “libertaria” para los poderosos y libertades restringidas para la mayoría.