Hannah Arendt no inventó la banalidad del mal, inventó simplemente un concepto que ilumina ciertos aspectos de nuestra relaciones con el mal. La banalización de la muerte adquiere su dimensión más inmediata y fulminante cuando se convierte en pulsión: la pulsión de matar, y la simpleza de matar. La banalidad no sería uno de los elementos constitutivos del mal, sino una de sus dimensiones. Es cuando la figura humana deja de conmover. Donde se “extingue todo residuo de piedad hacia al otro”, según Primo Levy.
El asesinato de Lucas fluye, cala, perfora, se filtra, rezuma. Quedamos ateridos, cegados, con el cuerpo ulcerado, con las manos heladas, con el dolor brotando como esas flores indomables que se abren paso en las grietas del camino. Un tiempo quieto, vacío, inhabitado. El odio dice que lo mató el miedo. Un miedo a dos bandas. El miedo del policía y el miedo al ladrón que se juntaron en un solo miedo. Una versión armada, instalada, diseñada por el homo miserable, amplificado por unos medios dominantes que esnifan todo el tiempo rayas de odio fino sin procesar. José Luis Espert es uno de ellos. Se ve y se reconoce. El hombre se distrae. Va de plató en plató, de cabreo en cabreo, de odio en odio. Se gusta. Se asume. Quiere tetas. Mata el tiempo. Con la muerte siempre pegadita, atada al pie, para que no se le vaya lejos.
Debe producir un cansancio sideral fabricar tanto odio. Ese odio pardo, viscoso, de balas negras, de agujeros negros de gruyeres cósmicos.
Es agradable saber que hay gente que está dando lo mejor de si misma por nosotros. A uno le tranquiliza. Saber que Espert se inspira en el humanismo cristiano de Matteo Salvini o de Marine Le Pen, relaja. Eso sí, con salvedades. El partido de la dirigente gala ha sido una parte orgánica de la política francesa desde la II Guerra Mundial. Hay un hilo conductor desde Vichy, la guerra de Argelia, y el Frente Nacional. Salvini es heredero de la Liga Norte, con años de presencia en la política italiana. Espert no ha tenido esa suerte. Fue creado desde la nada. Desde cero. Como un detergente. Un nuevo Mister Proper 2.0 adoctrinado para ser lo que no es: un “liberal” a secas. Lo que Anne Applebaum, ganadora del premio Pulitzer por “Gulag” y autora de “El ocaso de la democracia”, define como un mundo que vive bajo la amenaza del autoritarismo desde un desgaste sostenido por los riesgos de las ideas antiliberales de extrema derecha que proliferan en las dos orillas del Atlántico.
Lo que todos ya sabíamos. Espert no es un liberal. Es un furibundo de la ultraderecha más rancia y casposa, que desprende una furia de clase de perro lobo asociada al gran capital y al capitalismo de vigilancia. Como puede ser que de todos los dioses que hemos creado no comparezca ninguno en estos tiempos de desamparo.
Lucas era un pibe de fútbol. La recreación íntima de una pasión salvaje, neurótica, laminada por el lado más ciego del instinto. Un universo donde la violencia y el odio también se banaliza. Un juego que en ocasiones se inspira en un desconsuelo delirante, enardecido, que huye hacia adelante sirviéndose de la embriagadora teatralidad de un cierto fascismo festivo de macho cabrío.
La vida que no podemos vivir podemos soñarla, soñar es otra manera de vivir, más libre, más bella, más auténtica. A Lucas le robaron sus sueños. Fue asesinado. A los ideólogos de la banalización de la muerte, los del gatillo fácil, se le podría decir aquello que Picasso le contestó a un oficial nazi en la Francia ocupada cuando frente a una fotografía del “Guernica” le preguntó si lo había hecho él: “No, lo hicieron ustedes”.
(*) Ex jugador de Vélez, y campeón Mundial Tokio 1979.