Hay algo raro con los Armitage: son demasiado amables. Ricos y progresistas –extraña mezcla–, tienen la clase de sonrisa un poquito pasada de rosca que despierta sospechas. Huye es una incursión al centro del mundo de esa familia blanca, culta, que habita una mansión elegante en el medio del campo y a la que la hija, Rose (Alison Williams), describe como “para nada racistas”. Rose está saliendo hace unos meses con un chico negro y quiere presentarle a su familia. La película deja en claro desde el comienzo que la situación, al contrario de lo que espera la chica, no va a ser fácil ni fluida. Porque una secuencia inicial, que funciona casi de modo independiente, establece con solo un par de escenas el mundo terrorífico en el que vive la parejita feliz: un hombre negro camina por un barrio elegante, relajado, hasta que un auto, blanco y canchero (sí, tan buena es la secuencia que el auto parece tan dotado de personalidad como Christine), lo empieza a seguir.
A continuación vemos a Rose y Chris (Daniel Kaluuya) discutir con respecto a la visita a los padres. Mientras él prepara la valija y expresa cierta preocupación, ella acaricia al gato y le dice que se relaje, segura de que los padres son copados. Pero para el espectador, la primera escena ya dejó en claro que la cuestión racial no se resuelve entre ellxs dos, ni se juega en el desprejuicio de una pareja enamorada. Lejos de eso, Huye la muestra palpitante, y algo de lo que lxs negrxs parecen mucho más dispuestos a hablar abiertamente que lxs blancxs, más preocupadxs por aparentar que el racismo ya no existe, que es un mal sueño del pasado. En un país donde el triunfo electoral de Trump y su discurso sobre las minorías hizo visible de una manera brutal lo poco realista que eran ciertas ilusiones de consenso del progresismo, Huye empieza con los tapones de punta, dando a entender que en una noche cualquiera y en la paz de un barrio donde todo proclama la idea de seguridad, alguien puede ser atacado solamente por el color de su piel.
Huye, que es el debut como director del comediante Jordan Peele, transforma ese terror real en terror cinematográfico, como las películas más icónicas del género. Y muy significativamente las de zombies, como Yo caminé con un zombie (1943), que mostraban a una población blanca amenazada por la presencia de los negros y su repertorio de primitivismo. Ese pasado de racismo, tan poco muerto y enterrado como los zombies que lo supieron encarnar, es el que vuelve como una pesadilla insistente cuando Chris empieza a darse cuenta, en la casa de los Armitage, de que los sirvientes son todos negros y además se comportan de manera automatizada, desprovista de individualidad. Nadie más parece notarlo: ni la madre de Rose (Catherine Keener), una psiquiatra demasiado dulce y madura que se ofrece a hipnotizar a Chris para curarlo de su adicción al tabaco, ni el padre (Bradley Whitford), ni la misma Rose. Chris está solo, los guiños cómplices y la búsqueda de fraternidad que intenta con los sirvientes negros se chocan contra una pared, y la única voz cuerda que le llega desde lejos es la de su amigo Rod (Lil Red Howery), negro como él, una especie de comic relief sincero y brutal que le dice desde un principio que no puede salir nada bueno de esa visita a la casa de unos blancos.
Si la película es una joya es porque resulta capaz de dar a ver y pensar una serie de cuestiones relativas al racismo vivo y contemporáneo no articulándolas como discurso, sino más bien valiéndose del género: hay una ambigüedad esencial en la forma en que los blancos se relacionan con los negros, explotándolos, subestimándolos y al mismo tiempo, como se deja oír en una serie de chistes que le hacen a Chris los invitados a una fiesta y que replican todo el repertorio de “qué maravilla los negros” (la idea de que son mejores deportistas, mejores en el sexo, etc.), deseando esos cuerpos distintos, con esa misma mezcla de deseo, desprecio y dominación que también anida en el machismo.