“No soy una pintora de retratos. A lo sumo diría que me dedico desde siempre a la autobiografía, a la crónica de mi vida y de mi familia.” Con esas palabras Celia Paul abre su libro Autoretrato y nos pone frente a algunas de las paradojas que lo recorren. Un conjunto de palabras llamado “autorretrato”, una pintora de retratos que decide denominar su trabajo como “autobiografía”. Integrado por textos e imágenes de esta extraordinaria pintora nacida en la India y radicada en Londres, el volumen es un recorrido por su vida y su obra, deteniéndose en momentos y personas determinantes: su religiosa familia nuclear con la que siempre va a estar muy unida; Lucian Freud, pintor estrella de la escena de Londres de los años 80 y amante de la pintora durante diez año; y luego, ante todo y por detrás de todo, su fascinación con la pintura, que es un llamado casi místico y una práctica de la voluntad constante sobre la que reflexiona intensamente a lo largo de su vida.
Se trata de una verdadera autobiografía en imágenes. En la cronología que va alimentando las páginas se hacen presentes hechos fundamentales de su recorrido como su ingreso a la Slade School of Fine Arts, las ansiedades y zozobras a las que la llevaba el amor con Lucian Freud, su viaje a la India a rencontrarse con la casa de su infancia, el nacimiento de su único hijo Frank –que tuvo con Lucian--, la muerte de su padre, el dolor de sus hermanas y el suyo ante el envejecimiento de su madre, puntal familiar, quien deja de reconocerlas y finalmente muere. Estas experiencias la hacen decir cosas como: “La pintura es el lenguaje de la pérdida. Se raspan capas de pintura una y otra vez, se reconstruye, y se pierde de nuevo. A la esperanza le sigue el desaliento y luego la esperanza. ¿se puede elaborar el vacío de una pérdida por medio de este proceso de pintar, que se estructura ante todo alrededor de una pérdida?”
La autora dedica buena parte del texto a narrar cómo pintó algunos de sus cuadros y eso necesariamente la conduce a hablar de si misma; de sus obsesiones, sus dificultades, sus avances y retrocesos, sus epifanías, sus momentos de blanco. Lo interesante es que no solo reflexiona sobre su lado del lienzo, sino también de aquellos que están del otro, en la mayoría de los casos, su propia familia y amigos. Madre, hermanas, parejas, hijo. Su vida familiar está plegada adentro de su obra. Vínculos fundantes como los filiales, se repiensan bajo la luz de la pintura: nunca deja de observar a sus padres y hermanas como modelos. Llega a escribir acerca del cuadro que va a pintar cuando su madre muera. Pero no de modo frío o especulativo, sino inevitable. Precisamente como una manera de procesar, anticiparse a ese dolor y cómo eso será transformado, convertido en parte de su obra.
Paul es dueña de una escritura sobria, calma, aún con destellos líricos; reflexiva sin ser teórica, ni separarse excesivamente de la experiencia. Va y viene de recuerdos a fragmentos de cuadernos de la época que transcribe, contrastándolos con pensamientos del presente. Los textos se acompañan de los cuadros y viceversa. La mirada del que lee puede posarse en uno y otro, y cada lenguaje susurrará su secreto, agregando algo que el otro no dice.
Es muy conmovedor ver cómo Paul narra sus dificultades para ser mujer y artista, su esfuerzo por salir del lugar de objeto – de musa, de modelo, de amada por un pintor consagrado– para encarnar su propio punto de vista y convertirse en pintora. Este proceso no es sencillo, las limitaciones –la mayoría de las veces propias– los mandatos heredados, las obediencias debidas, son muchas. Todo este camino de emancipación se transmite con sutileza y complejidad, sin proclamas: en acto. Paul muestra sus ambivalencias, las estrechas paredes de la cárcel donde ella misma se había metido y cómo consiguió salir. Sólo en el prólogo, advierte: “Uno de los mayores desafíos que enfrenté como artista y mujer es el conflicto entre que me importe alguien, amar a alguien, y al mismo tiempo permanecer íntegramente dedicada a mi arte”. Más tarde agrega. “Como pintora hay que inventarse una estrategia. Yo siento la necesidad de levantar barreras para proteger a mi soledad. Coincido con Virginia Woolf: lo esencial es tener un cuarto propio”.
La reflexión sobre su oficio, sobre la mirada y la relación con esx otrx que modela frente a ella, la lleva a examinar largamente la cuestión de la pose. Esta relación sujeto-objeto es problematizada por Paul, desde todos sus aspectos, cargando ese proceso creativo, de construcción de la obra, de nuevos sentidos. La pose: la suya, la de sus modelos femeninos –madre y hermanas– la de los masculinos –parejas, hijo–. Así como no hay una sola forma de pintar, tampoco hay una sola forma de posar, y en palabras de Paul “el modelaje no es una experiencia pasiva”. Se piensa como “pintora y modelo”, como se llamaba el cuadro de Lucian Freud que la tiene como protagonista y cuyo título replicó en otra pintura suya, años después de la muerte de Freud. En este enorme ejercicio de la autobiografía pictórica, Paul llega a convertirse en sujeto y objeto de su propia mirada.
Reflexionar sobre la pose se torna algo mucho más significativo que un mero aspecto técnico intrínseco al proceso creativo de la pintura. Por eso, esa libertad que Celia Paul adquirió a lo largo de los años, no se la queda para ella sino que decide compartirla. Interroga y recoge las palabras de quienes posaron en su estudio y cada uno de ellos narra las mil maneras de habitar ese momento precioso que roza con lo inefable. Descubrimos con Paul que el que es mirado tiene tanto para decir como el que mira. Ese circuito de luz vuelto palabras, se convierte en uno de los hallazgos más valiosos de este libro único.