Para los más grandes fue el más grande. El que murió ayer, Alberto Ure, fue una figura fascinante del teatro argentino por muchas razones: para mencionar, en principio, algunas, podría decirse que a fines de la década del 60 rompió con las líneas imperantes y empezó a delinear su estilo como director; fue formador de actores y creó para ellos un método de improvisación que, por los variados testimonios que existen, parece inquietante y perturbadoramente efectivo; además pensó con lucidez su teatro, su país y su tiempo, y sus ideas quedaron plasmadas en un conjunto de libros, por la iniciativa de algunos de sus amigos. Tenía 77 años cuando falleció, en la madrugada de ayer, en su casa. Fue larga su despedida del mundo, ya que en 1998 sufrió un ACV que limitó su movilidad y lo alejó del trabajo. Ayer lo velaban desde las 17 en la Sala 3 de la Casa de la Cultura porteña.

Para Eduardo “Tato” Pavlovsky, por ejemplo, su obra implicó “una vuelta de tuerca en el teatro argentino”. Lo definió como “un genio”, un hombre de una “gran cultura” –musical, pictórica, histórica– e “implacable” en los ensayos. “Tenía una llama que se recibía a raudales, pero se sufría mucho. Era capaz de ensayar desde las tres hasta las seis de la tarde, sin pausas, y después irse sin decir una palabra. Recuerdo salir mareado de sus ensayos y eso que yo era un actor para Ure, porque me gusta que el teatro sea fuerte y que no se encuadre en un enfoque naturalista”, ha escrito Tato para el suplemento Radar de este diario. Adjetivos que se le suelen atribuir a Ure: revolucionario, vanguardista, provocador –aunque no sin sentido–, amado, temido, renovador, audaz, irreverente. Pese al enorme paréntesis causado por el ACV en lo que respecta a su labor, evidentemente, Ure dejó huella. Una huella que hay que rastrear desde tiempos lejanos, desde sus primeros pasos, y que produce nostalgia por lo que significó.

Porteño, nacido en 1940, con años de estudios en derecho y en filosofía, se inició en el teatro en la década del 60. Estudió con Augusto Fernandes y Carlos Gandolfo. Sus primeras obras fueron Palos y piedras (1967), creación colectiva que estrenó en el Di Tella, y Atendiendo al señor Sloane (1968), esta última del inglés Joe Orton, revulsiva para la época, con actuaciones de Pavlovsky y Jorge Mayor. En esa época, cuando la disciplina estaba dominada por las estructuras y la noción de representación, cuando gobernaban el método stanislavskiano-strasbergiano y la estética naturalista, Ure rompió moldes. Por eso es que Pavlovsky y tantos lo han definido sin titubear como “el gran revolucionario” a nivel nacional. En 1969 viajó a Estados Unidos, donde tomó contacto con las enseñanzas de Richard Schechner, promotor del “teatro pobre” de Grotowski. Al regresar a Buenos Aires, fundó su propio estudio de actuación y dirección, especializándose en técnicas experimentales y en psicodrama.

En 1973 dirigió Casa de muñecas, de Henrik Ibsen, con funciones en casas particulares. Al año siguiente, Hedda Gabler, también del noruego, con Norma Aleandro, Roberto Durán, Hedy Crilla y Emilio Alfaro, montaje en el que Aleandro se masturbaba durante todo lo que duraba el espectáculo. Telarañas, de Pavlovsky, lo llevó como al actor al exilio (primero a España, luego a Brasil). Al volver formó parte de Teatro Abierto, para el que dirigió El 16 de octubre y Barón V, de Elio Gallípoli. Entre las muchas puestas que encaró se encuentran Puesta en claro, de Griselda Gambaro; El padre, de August Strindberg; Los invertidos, de José González Castillo; y En familia, de Florencio Sánchez. También, Antígona, de Sófocles; El campo, de Gambaro; Mal de padre, de Gunnar Nykvist; Noche de reyes, de William Shakespeare; una versión de Don Juan, de Molière; y la última, Diez minutos para enamorarse, de Dorothy Parker (1997).

Uno de los hitos es Puesta en claro (1986), donde una de sus actrices favoritas, Cristina Banegas, interpretaba a una ciega a la que violaban. “El trabajo era una especie de grotesco salvaje, una máquina minuciosamente construida que parecía una banda de un lumpenaje descontrolado, una actuación criolla enloquecida, atravesada por el absurdo”, recordó la actriz en el prólogo de Sacate la careta, libro que compila artículos de Ure. Además de la puesta, hubo ensayos abiertos para el público, que transcurrían en “el sótano de un sótano” del Payró, en palabras de Gambaro. El público se sentaba espalda contra espalda en un largo banco y veía lo que ocurría a través de espejos en las paredes. “Era muy intenso y muy violento lo que pasaba”, dijo la dramaturga, también para Radar. La crítica denostó este trabajo, al punto de que Gambaro escribió a un diario para defender al director. Como suele suceder con aquello que no se comprende, aparecieron fans. Al año siguiente, Banegas volvió a ser dirigida por él en El padre, otra experiencia “intensa” en palabras de la actriz: “un grupo de siete mujeres, representando roles femeninos y masculinos, vestidas y maquilladas con sensualidad y erotismo, en un mundo sin hombres”.

La crítica volvió a destrozarlo por Los invertidos: se consideró que la obra tenía un mensaje homofóbico. Una particularidad es que Ure convocó para este proyecto a un actor que no era consagrado ni prestigioso, que se dedicaba a las telenovelas: Antonio Grimau. Así, seguramente dio que hablar al público del Teatro San Martín. Más tarde también combinó en el escenario figuras del off con otras más mediáticas. Experto en la dirección de clásicos, escribió, nada más, una obra, y en ella también hay un mérito: con La familia argentina demostró ser un adelantado, porque antes que nadie abordó el asunto tan repasado de la familia disfuncional. Se trata de una obra sobre un triángulo incestuoso, que pinta, aparte, la ferocidad de la década del 90. Intentó estrenarla tres años después del accidente, y ensayaron con Norman Briski, Banegas y Belén Blanco, pero finalmente no pudo continuar. Fue Banegas quien la retomó en 2011, dirigiendo a Luis Machín, Carla Crespo y Claudia Cantero, en el Centro Cultural de la Cooperación. Un año antes había estrenado en Rosario, con dirección de Rody Bertol. 

La familia argentina, editada por Leviatán, integra la bibliografía que dejó Ure. Del “archivo Ure” –dos cajas con textos ensayísticos, bocetos escenográficos y de vestuario, entrevistas periodísticas y críticas a sus espectáculos– han surgido materiales muy valiosos. Uno es Sacate la careta, con edición a cargo de María Moreno y reedición de la Biblioteca Nacional, colección de ensayos sobre teatro, política y cultura publicados, en su mayoría, en distintos medios, como PáginaI12, Clarín, Sur, Tiempo Argentino y las revistas Crisis, Fin de Siglo, El Porteño y Unidos. El prólogo es de Banegas, quien cantó en la presentación de este material en 2003, que devino en homenaje, con la presencia de Horacio González y Ricardo Bartís. Fue en el CCC y asistieron 300 personas. El homenajeado estuvo allí, en una silla de ruedas. Sacate… es el primer tomo de lo que Banegas denominó “las Obras Completas de Ure”, y se editó por la iniciativa de un grupo de amigos del maestro.

Luego apareció Ponete el antifaz, edición del Instituto Nacional del Teatro, presentado en 2009 en el Cervantes: más ensayos y reflexiones del director a lo largo de su carrera, sobre teatro, familia, televisión y política. En el mismo acto se lanzó Rebeldes exquisitos, conversaciones con Alberto Ure, Griselda Gambaro y Cristina Banegas, compilado de entrevistas realizadas por José Tcherkaski. El salón dorado se colmó de “fans de Ure”, decía Banegas. Leviatán editó también Antígona por Ure, traducción y bitácoras de una apuesta dramática. Algunos de estos textos se pueden encontrar en <http://franureclases.wixsite.com/albertoure>. “He renunciado a la estética para siempre y a los sueños que alguna vez tuve de dirigir en el Colón. Ahora, en mi escuela, no me interesa formar actores. Mi generación se dedicó a la actuación para terminar siendo modelos comerciales. Yo, en cambio, quiero formar provocadores, seres capaces de transmitir una ideología dramática antes que las técnicas de un arte”, escribió en uno de los artículos de Sacate la careta.

Y ésta es una arista más de la profundidad de Ure, el método que utilizaba para trabajar con los actores. En los ensayos les hablaba al oído, los estimulaba físicamente, les hacía sugerencias perturbadoras, según dicen, los hacía reír; y entonces los llevaba por fuera de los modelos reinantes. También se dice que hubo actores o autores que abandonaron los ensayos en medio de peleas y hasta con brotes psicóticos. “Durante años tuve el honor de hacer obras con Ure, de improvisar con su técnica en ensayos inolvidables, viajes abismados y desopilantes”, escribió Banegas. “Porque parte sustancial de la técnica de Ure es tentar al actor/actriz, tentar de risa, que la cabeza esté por estallar y que esa energía monstruosa del chiste haciendo saltar al inconsciente, ese material radioactivo sea contenido y convertido en otro signo, que en lugar de ceder a la acción de reírnos, hagamos otra cosa. Suele aparecer algo muy intenso, de una expresividad luminosa y única. Siempre me sorprendió la capacidad increíble de Ure para percibir al actor/actriz, para entrarle, para transferenciarlo/a.”

Ure fue también director en televisión. Y, como Fogwill, se dedicó a la publicidad. Fue director adjunto del Centro Cultural Recoleta y director contratado del Teatro San Martín (en 1990 y 1991). En TV, dirigió la telenovela Bárbara Narváez, con Leonor Benedetto y Gerardo Romano, y fue director de escena de Zona de riesgo, con Romano y Rodolfo Ranni. También, fue director de casting de Canal 13 y Canal 2. Y obtuvo los premios María Guerrero, Teatro del Mundo, Konex, Molière y Podestá. Pero evidentemente fue, por sobre todas las cosas, un “francotirador” del teatro, en palabras, otra vez, de Banegas: “Un hombre que construía ficciones muy poderosas, que conmovían mucho a la gente. Decía: la gente no quiere sentir tanto. Vamos a por ellos. No te vas a olvidar en tu vida de esta noche.” Un hombre para el que actuar implicaba algo fantasmal, chamánico.