Santiago del Estero descansa. Es la hora de la siesta. El sol pega fuerte sobre el pavimento. Las hojas de los árboles crepitan. Unos hombrecitos en cuero, bajo la sombra, toman cerveza junto al inmenso mural multicolor. En medio del aplomo seco de la tarde, estaciona, rauda en su autito. Clava el freno. Es ella. Es Luisa Paz. Viene de una reunión importante. 

Entramos por el pasillo, subimos las escaleras y en su terraza llena de flores se respira amparo. José, su compañero, es albañil y pide permiso para hacer un poco de ruido, necesita quitar unas baldosas del baño. Mientras, Feliza va y viene con un balde con un par de escombros. Ayer fue el cumpleaños de Gilda, que está estudiando para paramédica. Las hijas de Gilda son dos enanas de 2 y 4 años, que pululan entre los bizcochos debajo del repasador, la soda y el mate que me ofrecen.

Hace poco fueron adoptadas legalmente. Las cuatro. Las adolescentes como hijas, las niñitas, como nietas. “No importa el mote, mas que abuela o madre, soy alguien que las acompaña de la mano”. Luisa Paz, además de ser una activista incansable, ex trabajadora sexual, a quien Cristina le entregara los primeros DNI de acuerdo a su identidad de género, sobreviviente trans de casi 60 años, casada por iglesia, una de las pocas funcionarias trans del Estado -ahora delegada del INADI en Santiago del Estero, luego de once años de trabajo allí, presidenta de la Red Nacional ATTTA, fundadora de DIVAS y Coordinadora de Prevención y Abordaje de la Violencia Institucional de la Dirección Nacional de Políticas Integrales de Diversidad Sexual y de Géneros de La Nación-; además de ser este enorme cuadro político, madre y abuela de un saque y estar en la tapa de la novela Las Malas de Camila Sosa Villada, cuya foto y fondo documental es parte del Archivo de la Memoria Trans Argentina, narra con belleza y detalle mientras la palmera del fondo baila, las dos chiquitas a manguerasos se refrescan a carcajadas, y tres gatitos bebé chupan la teta adentro de una caja.

Luisa es la protagonista de esta foto en el best seller de Camila Sosa Villada, y es parte del Archivo de la Memoria Trans


Parentescos de la calle

Luisa, muy chica, aprendió algo de la intimidad. Sentarse a la noche, entre la 1 y las 3 de la madrugada. Con la fresca, sola, cruzando sus delgadas piernas en una piedra. Eran horas bajo las estrellas, en diálogos con personas invisibles y ademanes de mujer, con una falda que usaba como vestido y su amigo le escondía en el ropero. Cerca de los dieciocho años, una pareja de amigos, viajaba en tren a Buenos Aires. Arriba del vagón, en un drama maricón, con la campana sonando, le tienden la mano. ¡Vení Luisa, vení con nosotros! Y así, sin documentos ni ropa ni aviso, Luisa migró esos mil doscientos kilómetros de vías hasta Villa Madero, al partido de La Matanza. Era marzo del año ´83.

“Resulta que Nené, una chica trans que yo había acompañado hacía diez años atrás a la puerta de un baile aquí en Santiago, toda pintada perfecta, resultó ser la que tenía esa casilla en Villa Madero, donde fui a parar en Buenos Aires. Nos hicimos re amigas, ella era también Paz de apellido, no éramos parientes pero ella decía que era mi hermana. Mi hermana mayor. Ella ya hablaba de trabajo. Me dice, nosotras trabajamos en la Richieri ¿vas a ir con nosotras esta noche? , le digo yo. Y me voy con mi pantaloncito, que era ancho. Me consiguen una blusita chiquitita tipo puperita y descubierta los hombros, amarilla. Me habían cinchado mi jean que me andaba grande. ¡Y debajo tenía un slip!

¿Te querés pintar o querés que te pinte?, me dice. Me regalan unos aritos clip de plástico y a las seis de la tarde allá nos vamos. Me explica: vos tenés que pararte aquí cuando viene un cliente. Llega el primero y yo tenía vergüenza de decirle "dame plata”. Y se me ocurre decirle: es la primera vez que lo voy a hacer. Trabajar, no coger. El evidentemente lo entendió y me dio más plata que me tenía que dar, y me bajé re contenta. A mí me llevaba un mes juntar esa plata. Me acuerdo que me fui directo a la avenida, a teñirme el pelo, comprarme dos modelitos, me compré maquillaje, me compré labiales, me compré todo para mi producción.

Luisa Paz, una sobreviviente de un sistema que estigmatiza las identidades trans


Luisa, la madre y la casa

“Un día le mandó una carta. Hola mamá, me tuve que venir a Buenos Aires. A los tres meses me contesta. Me dice: venite, por qué te has ido. Le contesto, yo también me quiero ir de aquí pero antes quiero decirte algo. Pasan otros tres meses, responde. Sí hijo, cuéntame, qué pasa, qué problema tienes. Entonces, yo le digo te voy a mandar una foto. Me hago sacar esa foto de la cara, que me levanto el pelo y tengo un sombrerito. Y le mando con la foto una carta diciéndole que me visto de mujer, que estoy rubia. Pasan tres meses y no me contesta. Cuarto mes, nada. Una tarde, estaba trabajando de día, a la siesta, en el brazo de la colectora que baja a la Richieri. Sube una compañera y me dice ¡Luisa, ahí está tu mamá! Yo le digo: ¡dejá de mentir, si ni sabe donde estoy. Y terminamos apostando un cajón de cerveza. Vamos para la casa, abro la puerta de la casa y ahí estaba. Me vino todo junto, miedo, vergüenza, pudor. Me había agarrado trabajando y producida. Montadísima. Y ella vino a abrazarme, besarme y me dice ¿te has hecho las tetas? Yo ya tenía las tetas de hormonas”

Una diosa tu mamá…

--Vos sabés que cuando ella me encontró pintada con sus pinturitas de Avon, a los catorce años, agarró una cadena, me la puso en el cuello, me llevó al fondo que había un árbol y me dijo: “de aquí te voy a ahorcar si te vuelvo a ver así”. Nunca más me preguntó nada. Solamente, de aquí te voy a colgar, dijo.

¿Y cómo sigue la historia?

--Al final mi mamá vende su ranchito de Santiago y se viene a la villa conmigo. Estamos unos seis u ocho meses viviendo en la casilla pero no aguanta la presión, la policía que nos pateaba la puerta, nos rompía todo, el calabozo y me pide por favor que junte plata y nos volvamos. A partir de ahí, en el ´90 empiezo a juntar plata como loca para comprarme una casita y me compro esto, que era una tapera. Era una piecita, sin puerta ni ventana, era todo un baldío. Los vecinos tiraban la basura aquí, y encima me salió una fortuna. Mi sueño era comprarme mi casa porque yo venía de una situación muy pobre con mi mamá, en un ranchito y vivíamos alquilando. El mejor legado de ella fue que me comprara una casita.

¿Todo con el trabajo sexual?

--Todo, todo.

Marido por iglesia

“Lo conocí del barrio, del almacén, que nos cruzábamos. No había nada, un vecino, nomás. Cuando me voy a Buenos Aires, vuelvo un verano, él tenía 17 para 18, y yo ya era trans, rubia, con tetitas, y nos llamamos la atención mutuamente. Estaban los bailes de pro gas y me fui con él esa noche, y nos prometimos ver el año siguiente. Un touch and go. Al año siguiente no vengo yo, la policía estaba muy violenta y yo no tenía ni para comer. Y se aparece él, allá, en la villa. A dos cuadras de donde yo vivía, había un matrimonio de Santiago del Estero, que conocía a tres de las santiagueñas que vivíamos ahí. La Nené, Rubén -de la historia del tren que se hace trans- y yo. Y nos invitan a comer un asado el domingo. Comimos, escuchamos música santiagueña, Quinteto, Coli, y a la noche nos hacían burla porque había onda con el José. Y esa noche, vino a mi cama, a mi casa, y desde ahí no se fue hasta el día de hoy. Nunca más nos separamos. Nos conocimos en convivencia. Hace 36 años”.

Y la opresión en ese tiempo, ¿cómo la llevaban?

--Yo creo que la misma opresión, la presión social y el tabú hizo que construyamos una pareja con libertad. No podíamos salir, no íbamos de la mano, ni al cine, porque me llevaban presa a mí, o presos a los dos, ¿me entiendes? entonces, ¿en qué consistía esa libertad? En que él salía solo, y yo, cuando podía, salía sola. Y eso nos llevó durante años a tener esos espacios separados. Y hoy es muy raro que salgamos juntos a la noche, yo salgo con mis amigas una vez a la semana, él se mama con sus parientes. Nos acostumbramos a eso. Hicimos como resiliencia de tanta opresión.

Y él no se fue…

--Yo creo que José ama más intensamente que yo. Porque el mandato patriarcal le permite irse a la mierda cuando quiere y no lo hizo.

Gentileza de Luisa Paz y del Archivo de la Memoria Trans


 

Madre en los papeles, abuela y pasión

La Nené, en los ´80, adoptó una niña. A partir de que nace la Lili, se cría en el rancherío de la Villa. “Tenía la costumbre de pasar todo el día en casa. Hay fotos del Archivo que estoy con ella. Todavía le dice papá a José. Y de un día para otro, nos la arrebatan, se la lleva el padrastro a Formosa. Y como estaba todo el tema de Mariela Muñoz, no hicimos nada por miedo a que nos metieran presos”.

¿Y cómo es el proceso de adopción de las cuatro?

--Me acuerdo que Cristina dentro de la Reforma del Código Civil, también incluía achicar los plazos de adopción, y no podían tardar más de cinco años. Voy un día a tribunales, pido los requisitos, y tardé seis meses en hacer la entrega formal porque aún el estigma y el miedo me pesaban. A mí, no a él. Hicimos los talleres, nos aprueban el expediente. Un día me llama la directora del Hogar de adolescentes para hacer un taller de diversidad para las empleadas. Toco timbre a la mañana, y me abre la puerta Gilda, con esta bebé en brazos, que tenía cinco meses -ahora tiene casi 3 años-. Y se la tengo en brazos porque tenía que cambiar a la otra nena. Me voy a hablar con la directora, y me presenta a las once chicas que estaban internadas. Me cuenta algo de cada una, y cuando me cuenta la historia de Gilda, me atraviesa profundamente. Violada a los doce años, con dos hijitas, la segunda no se sabe quién es el padre.

¿Un poco casualidad?

--La directora no sabía que yo tenía el expediente en puerta esperando la orden del juez, nosotros habíamos pedido un niño de entre 8 y 10 años, sin importar el género, alguien independiente porque trabajamos mucho y no podíamos cuidar un bebé.

¿Y cómo se deciden por adoptar a toda la familia de Gilda?

--Volví a casa y estaba impactada. Gilda tenía 16 y hablé con José y lo convencí de adoptarla. Ella venía con las dos chiquitas y no estaba en condición de adoptabilidad, ni un expediente abierto. El estigma con la adopción de adolescentes es muy fuerte. Se supone que el estado la institucionalizaba hasta los dieciocho, pero luego volvía a la casa donde las habían abusado. Entonces iniciamos los papeles. Vinculándonos de a poco. Un proceso que fue lindo, venían los fines de semana. Y así cada vez más días. Luego con la pandemia, me llama la directora del hogar de la Feli, su hermana, que estaba sola internada, a ver sino podíamos también cuidarla. Ojalá podamos remediar algo de lo que les han arrebatado, que aprendan a conocer sus derechos, que lo que les ha pasado se compense aquí con el amor. Que no les quede marcado en sus cabecitas solo aquello horroroso sino esto, este cariño, y recuperen su autonomía. No importa si somos madre o abuela o tía. Somos compañeras.