La sangrienta noche del 23 de diciembre de 1975, Alejandro Viola era chico y tenía mucho calor. Vivía con su familia en Monte Chingolo, y recuerda el vuelo rasante de los helicópteros sobre las casas. “Uno de ellos se detuvo por encima de nuestra casa y nos iluminó a mis padres y a mí, que estábamos en la terraza. Pregunté '¿por qué nos iluminan?'. 'Están buscando subversivos por los techos', contestó mi padre”, recuerda. Los subversivos eran los guerrilleros del ERP que, en una operación desesperada y final, intentaban demorar el golpe cívico-militar, y “recuperar armas para el pueblo” -según la lógica de época, claro- en el batallón 601 “Domingo Viejobueno”, pero fueron ampliamente derrotados por las Fuerzas Armadas, que ya sabían de la operación por obra del infiltrado Jesús “Oso” Ranier. “La respuesta de mi padre me resonó por mucho tiempo: no sabía qué significaba subversivo, y tampoco podía entender cómo podían hacer para cruzar de casa en casa por los techos. Visiones de un niño”, retoma él, que tenía entonces 10 años.
Pasaron más de cuatro décadas. Alejandro ya no vive más en Chingolo. Hoy tiene 56 años, es actor, docente, cantante y fundador del grupo Los Amados, pero aquel recuerdo le bajó una y otra vez hasta que se convirtió en una obra de teatro de nombre epónimo. “El recuerdo de aquel hecho tan sangriento siempre estuvo presente por mi propia vivencia y luego por la literatura y las crónicas, pero transformarlo en obra me permitió no solo poder hablar de ese momento, sino además recuperar aquellos sonidos y sensaciones… las mañanas cuando me despertaba con pájaros, perros ladrando, vendedores ambulantes, o la ansiedad de niño ante las fiestas con la familia”, señala.
Fueron aquellos sonidos y sensaciones los que, a trasluz de una memoria resignificada por el paso del tiempo, fijaron las preocupaciones estéticas de Viola. Más allá del enfrentamiento entre guerrilleros y militares, él posó su atención en las balas que atravesaron las casas de chapa, y provocaron heridos y muertos en su barrio. “Tales no fueron hechos propios del enfrentamiento sino adrede, bajo el argumento de que dentro podían estar escondiéndose sediciosos”, puntualiza.
“Algunos de mis compañeros del colegio, de hecho, recuerdan cómo sus padres los tomaron de las manos y comenzaron a correr para alejarse del lugar, mientras esa balacera hacía saltar hasta el cemento de las paredes. Me provoca gran angustia pensar que aquella noche, ya 24 de diciembre, mientras todos brindábamos con alegría a las 12 de la noche, dentro del batallón había una pila de jóvenes muertos y otros que se escondían aterrados mientras los militares los buscaban casa por casa. Sabemos también que lamentablemente hubo algunos conscriptos muertos”.
-¿Qué posición personal tenés ante ese hecho tan trágico para la historia argentina reciente?
-Todavía es una herida que sangra. No voy a discutir hoy si lucha armada sí o lucha armada no, no se puede cambiar el pasado. Pero sí puedo analizarlo y elegir mi posición en el presente y el futuro. Prefiero quedarme con todas esas ideas que buscaban construir un país inclusivo y equitativo con un pueblo participando, opinando, educándose fronteras adentro, y buscando nuestra identidad que todavía tanta falta nos hace. Obviamente que a la distancia es difícil estar de acuerdo con las luchas armadas, pero los militares no llegaron al poder con el voto popular y la palabra precisamente, sino con las armas y la complicidad de un sector encumbrado de la sociedad. En fin, todo hay que ponerlo en contexto. Aquel momento parecía para muchos un momento histórico único. En Latinoamérica había movimientos sociales muy fuertes, con grandes convicciones de cómo debía ser el mundo, inspirados, sin ir tan atrás, en la revolución cubana. Esas ideas tomaban mucha fuerza: un pueblo organizado, solidario, trabajador, administrando su riqueza. Y en la Argentina en particular, era un momento bisagra: el gobierno de Isabel se caía a pedazos luego de la muerte del General Perón; la Triple A -el aparato de represión estatal- creada por López Rega avanzaba con su plan de aniquilamiento de la subversión, los militares ya tenían decidido dar el golpe y en el medio de las balas mucha gente del pueblo que no llegaba a entender qué estaba pasando. Luego, el golpe militar y una dictadura sangrienta que provocó un genocidio imposible de justificar desde cualquier punto de vista.
Los personajes de Monte Chingolo son tres. Dos hermanas encarnadas por Elvira Massa y Martha Rodríguez. Una directora del colegio del barrio, de idea radical; y la otra, una enfermera jubilada, viuda de un sindicalista peronista. El tercer personaje (el actor Junior Pisanú) es un militante del ERP de 21 años que cae en la casa de las hermanas luego del copamiento del batallón “con todo su idealismo, convicciones y su gran crítica social”, relata Viola. “Esta situación los enfrenta ideológicamente a los tres, y hacen un recorrido desde los bombardeos del '55 hasta aquel 1975. Era también una grieta, de otro tipo con respecto a la actual, pero grieta al fin”, señala el actor, acerca del nudo de la obra que concibió junto al dramaturgo Leonel Giacometto y que dirige, y que ya atravesó dos temporadas en el teatro Patio de Actores, además de ganar el premio ACE en el rubro “Obra Argentina y Dirección en Teatro Alternativo”.
“La obra no es panfletaria ni toma posición por alguna de las tres posturas que son muy fuertes y convincentes, pero sí es un claro debate ideológico donde el público toma parte”, señala uno de sus creadores. “Cuando la estrenamos, en la segunda función fueron a verla algunos familiares de los jóvenes militantes del ERP, y nos agradecieron que visualizáramos el tema porque alguno de los combatientes estaban desaparecidos, nunca encontraron sus cuerpos y seguían buscándolos… no hay que olvidar que todo esto ocurrió en democracia durante el gobierno de Isabel, y todavía es una herida abierta. No hubo en ellos ninguna opinión política, solo la necesidad de encontrar a sus hermanos, a sus hijos”.