Desde Cannes
Como dueño de casa, el cine francés se adueñó del comienzo de la fiesta del 70 aniversario del Festival de Cannes, con un despliegue de estrellas –Marion Cotillard, Charlotte Gainsbourg, Jeanne Balibar– que quiere ser toda una señal de su potencial actual. Y no parece casual que las dos películas elegidas como apertura, tanto de la selección oficial como la de la sección Una cierta mirada, sean a su vez sendas reflexiones no sólo sobre el oficio del cine en sí mismo sino también sobre el mundo del espectáculo y de la creación. Algo más tienen en común Les fantômes d’Ismaël, de Arnaud Desplechin, que dio el puntapié inicial al festival en la noche del miércoles –antes de la masiva Welcome Party en la playa del Hotel Majestic, esta vez sin fuegos artificiales, para no asustar a nadie–, y Barbara, de Mathieu Amalric, que ayer inauguró Un certain regard: la omnipresencia del propio Amalric, que en ambas películas interpreta un poco el mismo personaje, tan parecido a sí mismo, el de un director de cine que lucha con sus propios ángeles y demonios.
Los fantasmas del título de la nueva película de Desplechin son los que intenta conjurar un cineasta en crisis, envuelto en una nube de tabaco y alcohol, presa de un recuerdo que no lo abandona, el de la mujer (Cotillard) con quien se casó y que desapareció misteriosamente de su vida, veinte años atrás. Que esa mujer, a quien oficialmente la Justicia considera fallecida, regrese de pronto de entre los muertos y que se llame nada menos que Carlotta, da cuenta de la evidente deuda que Les fantômes d’Ismaël tiene con Vértigo, el clásico de Alfred Hitchcock, ina- gotable fuente de inspiración de tantos cineastas, todavía hoy. Esa no es sin embargo la única filiación cinéfila de una película que tiene varias, quizá demasiadas. Otra, menos reconocible, más secreta quizás, parece Muerte en un beso (In a Lonely Place, 1950), una de las mejores películas de Nicholas Ray, también sobre el mundo del cine. Si allí Humphrey Bogart, un guionista dipsómano y violento, encontraba un oasis de paz en Gloria Grahame, aquí el cineasta interpretado por Amalric encuentra una figura simétrica en una mujer (la extraordinaria Charlotte Gainsbourg) que lo alberga en su amor como si fuera una casa.
El juego de citas no se acaba allí, porque si hay un cineasta autorreferencial ése es Desplechin, que tiene un personaje fetiche, Paul Dédalus, suerte de alter ego del director (así como Stephen Dédalus era el de James Joyce), que reaparece en su obra una y otra vez. A veces simplemente como una figura tangencial, como es ahora el caso, en tanto Ismaël viene a ser el hermano de Paul, empecinado en narrar una de esas aventuras de espionaje en las que el recurrente personaje de Desplechin suele verse envuelto.
Como casi todos los films previos del director, Los fantasmas de Ismaël elige también el camino del desborde y la desmesura romántica, no porque su tópico sea el amor –que también es parte esencial del film– sino por su carácter de obra subjetiva, inacabada y abierta. Es una pena, sin embargo, que su nueva película no tenga el vuelo arrebatado, novelesco, de su film anterior, Tres recuerdos de mi juventud (2015), notoriamente superior. Paradojas de Cannes: aquel fue rechazado por la competencia y brilló en la Quincena de los Realizadores y ahora Desplechin vuelve a la sección oficial, como apertura nada menos, con un film que puede considerarse apenas como una coda, una pieza subsidiaria dentro de su obra.
No es el caso de Barbara, que devuelve a Mathieu Amalric a su mejor nivel como realizador, que siempre fue alto, desde que demostró su talento detrás de cámaras con Le stade de Wimbledon (2001), con la que estuvo en el Festival de Mar del Plata de aquel año. Allí ya tenía una protagonista privilegiada, Jeanne Balibar, que ahora es crucial. Sucede que ella es la actriz que –en un juego de espejos en donde la ficción refleja la realidad– es convocada por el cineasta interpretado, una vez más, por el propio Amalric, para encarnar a la legendaria cantante y compositora Barbara, uno de los monumentos de la chanson francesa.
Lo bueno del caso es que Amalric vuelve a sumergirse en un mundo en el que evidentemente se siente muy cómodo, el del music hall y el burlesque, en el que ya había incursionado maravillosamente con Tournée, que le valió aquí mismo en Cannes el premio al mejor director en la competencia oficial 2010. Entre medio, Amalric hizo un estupendo policial clase B, La habitación azul (2014), sobre la novela homónima de Simenon, y ahora se entrega al histrionismo de Balibar, que parece nacida para encarnar a Barbara (1930-1997), musa de Georges Brassens y de Jacques Brel. Pero atención: porque Barbara, el film, no es una biopic al uso, sino la historia de una ambición, la de estar a la altura del personaje elegido, con todas las dudas y miedos del director y su estrella. Sin duda, Amalric y Balibar lo están: él porque confía en su actriz y ella (notable cantante, como ya lo había probado en Ne change rien, de Pedro Costa) porque arrastra consigo, como un vendaval, toda la película, estructurada como un puzzle hecho de distintos formatos y texturas.
Otro punto alto de las dos primeras jornadas del festival fue Wonderstruck, del gran director estadounidense Todd Haynes, en concurso por la Palma de Oro. Veterano en Cannes, donde estuvo antes con Velvet Goldmine (1998) y la extraordinaria Carol (2015), Haynes aquí salta sin red y se anima con la adaptación de una novela de Brian Selznick, el mismo autor de La invención de Hugo Cabret, que en su momento llevó al cine Martin Scorsese. El riesgo es doble. Primero, porque en apariencia su nueva película poco y nada tiene que ver con su obra previa, tan valiosa como ecléctica por otra parte. Y luego porque se trata de contar dos historias paralelas, una ambientada en 1927 y la otra medio siglo después. Ambas son historias de niños huérfanos, que se internan solos, sin adultos a cargo, en las calles de Nueva York, en busca de sus padres.
Ambos comparten también una particularidad: padecen de hipoacusia. Pero lejos de cualquier infección sentimental, el film de Haynes aprovecha ese detalle para convertir a Wonderstruck –que cuenta con una participación especial de Julianne Moore– en una suerte de gran sinfonía visual, compuesta en colaboración con dos artistas de primer nivel, el músico Carter Burwell y el fotógrafo Ed Lachmann, maestro de las texturas y los encuadres. Que ambas historias –una en blanco y negro, la otra en color– vayan bordando juntas un raro, bello tapiz es sin embargo mérito exclusivo de Haynes, uno de los grandes narradores clásicos que tiene el cine contemporáneo.