Algunas de las líneas argumentales de La hija, tercer largometraje del tucumano residente en España Luis Sampieri (Cabecita rubia fue estrenada hace ya 17 años) pueden recordar al espectador atento a la reciente Paula, la película de Eugenio Canevari sobre una joven del interior bonaerense que ocultaba un embarazo a sus patrones. Pero no sólo no hay posibilidad alguna de “contagio” entre ambos proyectos, que fueron producidos de forma paralela, sino que lo que en Paula estaba pautado por los primeros meses de la gestación, en La hija es hecho consumado: a pocas horas de llegar a una casa de fin de semana junto a la familia a la sirve, Dominga romperá bolsa y parirá en un pasillo cerca de la cocina, luego de quitarse la faja que supo ocultar la evidencia física de su condición durante meses. Lo que sí comparten Paula y Dominga es el silencio, tanto el metafórico como el literal, situación que el mismo afiche de la película de Sampieri explicita en su diseño: el título se sobreimprime y tapa completamente la boca de la actriz/personaje.
“Parece que la india se olvidó de sus pagos. No sé tu papá cómo se encapricha con la negra esta, si es una vaga de mierda”, afirmará sin ponerse colorada la esposa de uno de los dos hermanos varones de la familia Amado, en camino hacia esas pequeñas y movidas mini vacaciones. Rodada íntegramente en Tucumán, La hija parte de una dinámica que continúa existiendo en gran parte del país, pero es mucho más evidente en el interior de ciertas provincias: la “chica que trabaja” en la casa es el sostén principal de su propia familia y, en la relación con sus empleadores, se produce una situación que puede ser vista, en algunos casos, como un particular caso de adopción. En otros, como una semi esclavitud moderna. El clan que describe el film está marcado por la caída en desgracia económica, representantes de una posible aristocracia rural de antaño que ahora debe vender sus campos y fincas para sobrevivir (y continuar aparentando aquello que ya no es). Precisamente, una de las escenas visualmente más ingeniosas y potentes es aquella en la que lo hermanos practican golf en un campo agreste lleno de yuyos y matas, un momento de surrealismo en un relato por demás realista.
Si bien el realizador, en más de una instancia, fuerza a nivel formal y narrativo la descripción de esa putrefacción que parece carcomer a los Amado –no todos los planos generales sostenidos en el tiempo mantienen su pertinencia y los rasgos socio-psicológicos de los personajes parecen algo subrayados–, no es menos cierto que el relato mantiene a raya la sobre-explicitación y prefiere sugerir antes que explicitar la verdadera naturaleza de la relación entre algunos de los personajes. En más de una secuencia –con ese patriarca ensombrecido por la vejez, pero aún dueño de cierta injerencia, y esa adolescente perdida en el laberinto de su propia familia– es posible notar la influencia del cine de Lucrecia Martel, en particular su fundacional La ciénaga. Los ojos tristes y resignados pero resistentes de Dominga, en tanto (la debutante María Laura Carhuavilca), dicen bastante más que mil palabras, y en su silenciosa existencia parecen convivir su calvario personal con otros de orden colectivo y ancestral.