Tiempo atrás, en el año 2018, la fotógrafa californiana Beth Moon recibió con pena la noticia de que el majestuoso baobab Tsitakakoike -de los más enormes de Madagascar- se había partido y colapsado tras años sin lluvias, en un bosque cercano a la aldea de Andombiro. Una pérdida inconmensurable para locales que -además de comer de sus frutos y valerse de su corteza para la confección de cuerdas- creían que este prodigioso árbol de 1.400 años de antigüedad albergaba los espíritus de sus antepasados. Para más inri, se trataba de un ejemplar de la variedad Adansonia grandidieri, que está en vías de extinción, acaso más grande aún que la que amenazaba con destruir el pequeño planeta del Principito en la conocida novela de Antoine de Saint-Exupéry. Cuestión que, en menos de lo que canta un gallo madrugador, Moon voló al país insular africano para capturar lo que quedaba de Tsitakakoike, y asimismo retratar algunos de los baobabs más longevos, que resisten a pesar de la sequía y el cambio climático, no solo en Madagascar, también en Sudáfrica, Senegal y Botsuana.
De esa aventura ha salido su nueva serie de imágenes, Baobab, que acaba de editarse como fotolibro en Estados Unidos: un homenaje a estos “palimpsestos vivientes con sus cicatrices gastadas y numerosas capas de historia, con nuevos capítulos escritos sobre viejos, año tras año, siglo tras siglo”, en palabras de la artista, aún asombrada, maravillada ante el mero espectáculo de contemplar árboles “que arriman un poco a ese concepto tan esquivo e incomprensible que es la eternidad”. Hay que decir que no la tuvo del todo fácil para llevar adelante su empresa: fotografiar a Tsitakakoike, por ejemplo, involucró “pedirle permiso al jefe de la aldea, un hombre sabio llamado Botiharo, que realizó una pequeña ceremonia en pos de tener el visto bueno de los antepasados. Los malgaches estaban realmente orgullosos de este baobab, sentidamente apesadumbrados por su pérdida. Pero, lejos de anclarse en el dolor, se mostraron contentos de enseñarme a su sucesor, Tsitakakansa, al que ya habían transferido los espíritus de sus ancestros en un rito sagrado”, cuenta Moon.
En colecciones pasadas, por cierto, logradas a través de las décadas, Beth ha documentado la belleza sin igual, distintiva de algunos de los árboles más antiguos del planeta, recorriendo Estados Unidos, distintos países de Europa, Asia, Medio Oriente, África, sobre los que anotaría: “Algunos crecen aislados, en laderas remotas, propiedades privadas o reservas naturales; otros mantienen una existencia orgullosa, aunque a menudo precaria, en medio de la civilización. Todos, sin embargo, comparten una hermosura y dignidad plenas de misterio, perfeccionadas por los años y el poder de conectarnos con el tiempo y la naturaleza”.