Liz Taylor era incapaz de hacerle un feo a una buena medida de Jack Daniels, y Lucille Ball a un bourbon de su destilería preferida, Early Times. Y antes de ellas, tras mudar del cine mudo al parlante, la primera línea de Greta Garbo -en Anna Christie, de 1930- fue: “Dame un whisky, el ginger ale aparte, ¡y no seas tacaño, bebé!”. “Ver la verdad, la sencillez y las emociones primitivas una vez más”, fue la razón dada por Patricia Highsmith para iniciarse en la alta graduación etílica, zambulléndose -sin mesura- en la ginebra. "Cuando una mujer bebe, para muchos, es como si bebiera un animal o un niño pequeño”, advertía por su lado Marguerite Duras en La vida material, del ’87: “Un escándalo, cosa seria; un insulto a lo divino de nuestra naturaleza”. A la gran escritora francesa no se le escapaba el sinsentido de que, para animarse a empinar el codo en público, darse coraje y entrar en un bar, lo que la mujer necesitaba era “haber bebido ya”.
“¿En qué momento tomar alcohol se volvió monopolio de varones, mal visto en las mujeres?”, le entró la inquietud a la burbujeante Mallory O’Meara, escritora norteamericana con afición por la Historia, conductora del podcast literario Reading Glasses, un par de años atrás. No solo se dispuso a despejar esta intriga, también quiso derrumbar el mito que las catalogaba como abstemias o casi, dejando asentado que ellas han elaborado, servido y consumido alcohol desde que el mundo gira (y, a veces, se marea), desmantelando de este modo preconceptos infundados al demostrar hasta qué punto el rol de las mujeres ha sido considerable. Y eso que, como O’Meara destaca, “fueron marginadas una y otra vez a lo largo de los siglos, cada vez que los tipos notaron que el negocio era redituable”.
En Girly Drinks: A Feminist History of Women and Alcohol, tal es el título de la obra en cuestión que acaba de publicarse en Estados Unidos, Mallory deja claro desde el vamos que la mayoría de las sociedades ha restringido la libertad de la mujer para disfrutar, fabricar o administrar bebidas con graduación. El Código de Hammurabi, hacia 1750 A.C., imponía graves condenas -ser ahogadas, por caso- para las que sirvieran copas a revoltosos, rebajaran el vino o entraran en tabernas como Pedro por su casa a los fines de copetear. En pos de que mantuviesen intachable conducta, también Rómulo -fundador y primer rey de Roma- les habría prohibido entrarle al tinto: un crimen que, para el monarca, justificaba la pena de muerte. Por fortuna, hubo misericordiosos que no llegaron a tales extremos: con encerrarlas en el hogar se dieron por satisfechos. Nótese, de hecho, que en la Antigua Roma se acabó instaurando una “prueba de alcoholemia”: el lus osculi o derecho a beso, que permitía al marido, padre, hermano o primo -un varón cercano, digamos- darle un pico a la muchacha para corroborar que no tuviera aliento a uvita.
Dice O’Meara que un claro ejemplo de cómo el sesgo pesa y persevera es La Venus de Laussel, obra del Paleolítico tallada en piedra caliza, descubierta en Francia a principios del siglo XX. “Esta pieza de 25 mil años de antigüedad -comenta la escritora- es una de las primeras representaciones que existen de una persona tomando alcohol; pero eran tales los prejuicios misóginos que pesaban sobre los arqueólogos que, antes de asumir esta interpretación evidente, se decantaron por otras más rocambolescas, como que la dama estaba soplando el cuerno… al revés”.
En su libro, Mallory recuerda que, en la antigua Mesopotamia, existía la diosa sumeria Ninkasi, buenamente consagrada a la cerveza, de la que se decía con tino: “Llena la boca y sacia el corazón”. Y cómo, desde la Edad de Piedra hasta el siglo XVI, la birra fue un básico en hogares, una forma económica de consumir y conservar cereales ricos en nutrientes y calorías, iban en ese sentido parte de las domésticas de vikingas y egipcias. Por cierto: el lúpulo, aliado esencial de esta bebida, fue incorporado a la receta en el siglo XII. ¡Por una sabia monja benedictina, además valiosa compositora: Hildegarda de Bingen!
Entre las mujeres cuyas contribuciones subraya Girly Drinks, figura la avispada Catalina la Grande, que no solo reconoció el potencial económico del vodka (inventado por monjes medievales rusos como potente elixir medicinal, dicho sea de paso): se ocupó de que el control de su destilación y venta quedara en manos aristócratas bajo estándares de primerísima calidad, instalándolo como la bebida más pura y, por lo tanto, la que más se ajustaba a la élite. Cuenta la leyenda que la zarina convenció a la Guardia Imperial de derrocar a su esposo, Pedro III, prometiéndoles… vodka en cantidad. Otro personaje mentado es la Veuve -viuda, en francés- Clicquot, que en 1805 se cargó sobre sus hombros la homónima marca, todavía vigente, convirtiendo a su champan en un imperio mundial a partir de diversas innovaciones. También en el siglo XIX, la nipona Tatsu'uma Kiyo construyó un auténtico emporio en torno al sake (y sin recurrir a técnicas antiguas, como aquella que sostenía que el masticado del arroz debían hacerlo vírgenes bonitas, procedimiento que le subía el precio al brebaje). Eso sí, lo hizo desde las sombras: no estaba bien visto que una mujer fuera cabeza de negocio.
De espíritu positivamente justiciero, O’Meara (que se ocupó en su primer libro, The Lady from the Black Lagoon, de recuperar a la borrada Milicent Patrick como diseñadora del Hombre Pez de El monstruo de la Laguna Negra, film de culto de 1954, dirigido por Jack Arnold), va trazando además un mapa de resiliencias que cruza las épocas. Destaca, por ejemplo, cómo las pulqueras hicieron circular sus bebidas desafiando a los colonizadores cristianos; cómo mujeres sudafricanas, en pleno Apartheid, reivindicaron el derecho a elaborar su cerveza autóctona, el umqombothi, a base de maíz y sorgo; cómo, durante la Ley Seca en Estados Unidos, hubo notables contrabandistas. Y cómo, en los 70s, nepalesas resistieron tenazmente frente al intento de detenerles la producción casera de raksi...