El gol a los ingleses. La jugada de todos los tiempos. La mano de Dios. Frases del acervo futbolístico que exceden la jerga y forman parte de la cultura universal. Paolo Sorrentino lo sabe, y cuando bautiza su última película È stata la mano di Dio no necesita aclarar nada de nada. Maradona es Dios, afirma el título tácitamente, pero hay allí otro dios, tanto o más importante que el crack de Villa Fiorito: Federico Fellini. Cualquier cosa excepto una novedad. El realizador napolitano viene incorporando usos, costumbres y estilemas del gran cineasta nacido en Rímini desde su ópera prima L'uomo in più (2001), rasgos más que evidentes en títulos como Il divo (2008) y, sobre todo, en La grande belleza (2013), el film que lo lanzó a la masividad internacional, premio Oscar mediante. Siguiendo esa línea de razonamiento, si La grande belleza es La dolce vita según Sorrentino Fue la mano de Dios no puede entonces sino ser su Amarcord. Un relato perfilado en viñetas y ubicado en el pasado, a mediados de los años 80, semiautobiográfico y melancólico, lleno de humor y dolor, de alegrías y penas profundas. Recuerdos reconvertidos en ficciones pasionales, a los gritos y a los llantos. ¿Su film más personal? Difícil afirmarlo, esa frase trae aparejadas muchas dudas respecto de qué suele y puede ser definido como “personal”. ¿Autobiografía cinematográfica? Otra incógnita sin respuestas claras, aunque es indudable que las marcas de la vida real están presentes en varios acontecimientos y detalles de la historia que se desarrolla en pantalla. Si eso fuera así, entonces, tal vez, pueda escribirse y firmarse que Maradona salvó la vida de Sorrentino. O que, al menos, le salva la vida al personaje de Fabietto Schisa (el joven actor Filippo Scotti), alter ego del realizador, hincha de la Società Sportiva Calcio Napoli y fanático del jugador argentino. Pero esa extraña suerte dentro de una fatalidad mayúscula llega recién a mitad de camino de la película, ganadora del Premio Especial del Jurado en el Festival de Venecia, cuyo desembarco en la plataforma Netflix se producirá el próximo miércoles 15, unas semanas después del primer aniversario de la muerte del Diego, sin haber pasado por las salas de cine de nuestro país.

Fue la mano de Dios no es un film acerca de Diego Armando Maradona. Tampoco es el fútbol su tema central, aunque ambos elementos están presentes, todo el tiempo, a lo largo de los 130 minutos de proyección. De hecho, la historia no comienza en el césped sino sobre el agua, con un magnífico plano-secuencia aéreo que recorre la superficie del Mediterráneo, la playa napolitana en el fondo, mientras un par de lanchas de lujo chapotean y hacen sapito, provocando un sonido rítmico, pulsante, que sobre el final será reconvertido en onomatopeya imborrable, recuerdo de juventud con algo de aspiracional. La costa está abierta al turismo, también a las reuniones familiares, y Sorrentino se abre a los placeres de la commedia all'italiana y a los modos fellinescos sin pedir permiso, con ese clan como troupe circense minimalista reunido alrededor de la mesa, debajo de una parra, bebiendo y comiendo, esperando a “la que falta”, la que llega con su nuevo novio y futuro marido, un hombre mayor que sólo logra comunicarse con un aparato adosado a la garganta. Una de las ancianas, separada del grupo, come sola y los putea. Vaffanculo, dice, mirando fijamente al contingente humano. El resto conversa; se habla de política, de cosas triviales y también de fútbol. ¿Qué el Napoli va a comprar a Maradona? Eso parece un sueño irrealizable; es un rumor infundado, una quimera. Fabietto observa y oye y su padre Saverio (Toni Servillo, rostro recurrente en la filmografía del director, objeto de adoración casi fetichista) confirma la imposibilidad. Poco después, la tía Patrizia (Luisa Ranieri) –que coquetea con todo el mundo y a quien su marido llama, sin eufemismos de por medio, “puta”– toma sol completamente desnuda en el bote que los lleva de paseo, ante la mirada atónita de algunos y la mentirosamente indiferente de otros. El sueño de ser madre no se ha cumplido ni se cumplirá, a pesar de haber visto a San Gennaro (al menos eso cree, eso dice) y a un pequeño monje que la bendijo. El futuro le tiene asegurado un lugar en un sanatorio psiquiátrico, como le ocurría también al Tío Teo interpretado por Ciccio Ingrassia en Amarcord, autor de esa inolvidable expresión de deseos, casi un grito primigenio: voglio una donna.


“Esa tragedia marcó mi vida”. La frase fue repetida por Paolo Sorrentino en entrevistas recientes y también en charlas con la prensa años atrás. El futuro cineasta tenía apenas dieciséis años cuando sus padres fueron hallados sin vida como consecuencia de un escape de monóxido de carbono. El joven no pasó esa noche con ellos porque había decidido ir a la cancha y ver en vivo y en directo un partido del Napoli. “Maradona salvó mi vida”, repite el realizador en una conversación reciente con la revista Esquire. “Mi adolescencia terminó con la muerte de mis padres y a los diecisiete años me transformé en alguien tan mayor como lo soy ahora. Todavía estoy atascado en esa fecha, en ese día. Mi vida no ha cambiado. El dolor todavía está conmigo y siempre lo estará; es algo que ha forjado mi temperamento, mi personalidad, me ha hecho alguien inestable y tendiente a la rabia. Por otro lado, hay una relación causa-efecto entre ese hecho y la decisión de convertirme en director de cine. La tragedia fue tan insoportable que la única solución que encontré fue crear una realidad paralela, un mundo ficcional hacia el cual pudiera escapar y encontrar algo de alivio. La terapia para mí ha sido pasar mucho tiempo describiendo una realidad que no es perfecta, pero que puedo tolerar, incluso tal vez amar”. En una escena temprana de Fue la mano de Dios, el hermano mayor del protagonista desea probar suerte en el cine y participa de un casting para un film de Fellini. Se trata de otro elemento autobiográfico, aunque Sorrentino no aclara si esa audición fallida fue para el film Y la nave va o bien para un proyecto posterior. En cuanto al otro dios, el de la pelota, el creador de la serie The Young Pope y su secuela The New Pope reconoce que Maradona “además de ser lo que ha sido para muchas personas de mi generación en esa ciudad, una suerte de extraña divinidad, es alguien que se convirtió en el jugador que fue a pesar de todo y de todos”, según sus declaraciones al medio especializado Variety. “Más allá de no tener el cuerpo de un atleta, a pesar del medio social de extrema pobreza del cual provenía. No hay una analogía directa conmigo en ese sentido, pero su perseverancia, con todas las diferencias del caso, también fue mi perseverancia. Yo quería ser director de cine, y si miro hacia atrás no hay nada en mi bagaje familiar que señale en esa dirección. Vengo de una familia en la cual se leían pocos libros y con escasa relación con el cine”.

“Si Maradona no viene a jugar al Nápoli me mato”, le dice un familiar cercano al joven Fabiè. Io mi uccido. Una exageración, sin duda, que Sorrentino potencia utilizando las armas que tantos cineastas antes que él –de Mario Monicelli a Pietro Germi– pulieron hasta construir un estilo particularísimo de humor ácido y, en más de un caso, oscuro. El clan Schisa parece convivir en armonía, pero el film no tardará en presentar algunos recelos, un secreto a voces, los gritos en medio de la noche que conviven con las sonrisas del desayuno. Y ahí está la baronesa Focale, la vecina de arriba que golpea el techo para avisar que baja en unos minutos, inesperada protagonista de una escena de iniciación sexual que está entre los mejores momentos de Fue la mano de Dios, pasando de la posibilidad del grotesco a la ternura y la emoción sin solución de continuidad. En sus contactos con la prensa internacional durante el Festival de Venecia, Sorrentino admitió que la película estuvo desde siempre en su cabeza, pero que durante muchos años no tuvo las fuerzas para escribir el guion. “Finalmente, encontré el coraje para sentarme a escribir, pero no para filmar. Poner las palabras en papel fue la parte más difícil, más aún que filmar la escena en la cual mueren mis padres. No era sencillo mirar la pantalla, se borroneaba por mis lágrimas”. También describe algo que muchos realizadores empeñados en reelaborar ideas autobiográficas y trasladarlas a la pantalla conocen de primera mano. Como el propio Fellini. “El punto de partida fueron hechos de mi vida, pero eso no alcanza para diseñar la trama de un largometraje. Por lo tanto, fue necesario construir una estructura ficcional. Obviamente, no me limité a transponer fragmentos de mi vida y en Fue la mano de Dios hay mucha ficción. Pero hay algo en lo que quería mantenerme cercano a la realidad, en lo que deseaba ser auténtico: los sentimientos que tuve cuando era joven. El asombro, la alegría, la dicha, el dolor, el sufrimiento, la sensación de insuficiencia, la inseguridad. La película es muy cercana a mi vida en lo que respecta a lo que estaba atravesando durante esa etapa”.

Fabietto observa y es su mirada la que señala el punto de vista de los acontecimientos: las bromas sobre la tía gorda (lógicamente, la corrección política no forma parte del universo de los ochenta según Sorrentino), el vecino que dibuja pitos en cuanta pared y puerta encuentra en su camino, el primo segundo que es detenido por malversación de fondos justo en medio de un importante partido de fútbol, el celebérrimo gol con la mano del mundial de 1986. Ese mundo inestable pero festivo, que el director de This Must Be the Place colorea con pinceladas a veces grotescas, pero siempre amables, queda completamente patas para arriba luego de la tragedia. A partir de ese momento, È stata la mano di Dio se transforma en un coming-of-age a la fuerza, una historia de maduración inevitable que hace de la orfandad un final, pero también un punto de partida. El encuentro de Fabietto con un exitoso y cínico director de cine y, más tarde, con un contrabandista que conoce como la palma de su mano (aunque no tanto) la movida nocturna de las islas napolitanas, permite transitar diferentes etapas del duelo, transformadas en mojones del guion, paradas en el derrotero del protagonista hacia la adultez. Es posible (al menos es discutible) que Fue la mano de Dios no sea la mejor película de Paolo Sorrentino, pero sus tersas superficies de placer y de dolor –reflejadas en planos suntuosos en pantalla ultra ancha y unos colores que la imaginación sólo puede relacionar con el sol mediterráneo– resultan casi siempre irresistibles.